–¿A qué ha venido a los Estados Unidos?
–¿Habla español?
–¿Es que usted no habla inglés?
–Me defiendo… un poco.
–Entonces se lo preguntaré en español. ¿A qué ha venido a los Estados Unidos?
–A espiar a mi mujer.
–Perdone, ¿cómo dice?
–Sí. Podría decirle que he venido de vacaciones, de compras o a ver museos, pero en realidad he venido a espiar a mi mujer. Creo que tiene un lío con su jefe.
–¿Me está tomando el pelo?
–Nada más lejos de mi intención. Es la verdad. Puede comprobarlo en sus listas. Supongo que tendrán acceso a todos los nombres de las personas que vienen y van, ¿no? Llegó hace un par de días, con su jefe. Supuestamente tienen una reunión, pero sé perfectamente que hay algo más.
–Mire, no puedo creer que me esté pasando esto. ¿Está usted bien?
–Sí… bueno… no. ¿Cómo quiere usted que esté bien? Mire, de verdad que no soy un delincuente ni nada de eso.
–Ya, y si descubre que es verdad, ¿qué va a hacer?
–Disculpe, pero ¿qué insinúa? No se pensará que voy a acuchillarla en medio de la Quinta Avenida. No es mi estilo, eso lo dejo para casa, para cuando vuelva. No, por favor, es broma. ¿Qué quiere que haga? Pues nada, volverme a España.
–¿A qué se dedica?
–Estoy en el paro. En España casi todo el mundo está en el paro.
–¿Y a qué se dedicaba antes?
–Era repartidor para una empresa de material eléctrico. Pero como no hay obras, no hay pedidos; no hay pedidos, no hay nada que repartir. Conclusión: al paro.
–No pensará ponerse a trabajar aquí, ¿verdad?
–No, aún tengo año y medio de paro. De momento estoy de vacaciones. Además, mi «mujer» –y digo «mujer» con cierto retintín– tiene un buen sueldo, suficiente para pagar la hipoteca y algunos gastos. Perdone, pero… ¿va a durar mucho esto?
–¿Tiene prisa?
–No sé, relativamente…
–¿Está incómodo?

Y así durante otros diez minutos. Creo que estos yanquis están paranoicos desde el 11S. Muchas veces, decir la verdad no es buena idea. Podría haber dicho que iba al Metropolitan, seguro que no me hubiesen hecho perder tanto tiempo, aunque también es cierto que la agente Fernández (ya he comenzado a utilizar jerga americana) ha hecho más amena nuestra pequeña entrevista.

Por fin, salgo del aeropuerto. Cojo un taxi y doy la dirección de mi modesto hotel. Media hora en internet sirve para encontrar verdaderos chollos, y la habitación no es demasiado cara para un tres estrellas relativamente cerca del centro. Sin embargo, la realidad es que la habitación es una mierda. Nada que ver con la de la foto. Tiene una ventana pequeña que da a un callejón (ni siquiera se ve el cielo) y el baño huele a desinfectante. Al menos, no cogeré ninguna enfermedad extraña. Tampoco es que vaya a estar mucho tiempo. Solo el necesario.

El hotel donde se hospeda mi mujer con su jefe no tiene nada que ver con el mío. Su vestíbulo es todo luz, mármol y lujo, y huele a Chanel, o a algo parecido, lejos del olor a rancio y a desinfectante del chollo ese que encontré por internet. Es la ventaja de tener pasta, que no pierdes media hora buscando habitaciones baratas en el portátil.

¿Y ahora qué? Pues espero, leyendo el periódico, claro, como todo buen espía. Hago que leo, pero en realidad estoy al loro de quién entra y quién sale. He buscado un sitio estratégico, y para disimular aún más he pedido un café solo, aunque se ha cortado en cuanto he visto el ticket con el precio. Es la desventaja de no tener pasta.

Por fin aparecen. Salen juntos del ascensor. Se les ve muy contentos. Y elegantes. Dejan algo en recepción y salen a la calle. Apuro el café, hasta la última gota, y salgo. Entonces montan en un taxi. Claro, ¿cómo no habré caído? Pienso en subirme a otro e indicar al taxista que los siga, pero me parece una escena demasiado hollywoodiense. Plan B. Espero a que regresen. Recorro la calle para hacer tiempo, siempre pendiente de la entrada del hotel. Las horas van pasando… y entonces suena el móvil. Es ella.

–Hola, cariño. ¿Qué tal?
–Bien. ¿Y tú?
–Acabo de salir de la reunión, parece que vamos a firmar. Aún tenemos que ultimar algunos detalles y mañana a primera hora volvemos a reunirnos. Sé que es un poco tarde, pero como insististe en que te llamase para contarte el resultado de la reunión… ¿Qué haces?
–Pues aquí… tirao en el sofá. Viendo al Atleti.
–¿Viendo al Atleti?
–Sí, cariño, ahora que estoy en el paro tendré que ponerme en la onda. Como no hay nada que hacer, los colegas hablan, y el fútbol es el tema estrella. O hablas de fútbol o pasas a ser un parado marginado.
–Pues será en diferido, ¿no?
–¿Cómo dices?
–¿Pero tú sabes qué hora es?
–Sí, claro, las siete y media…

Y la jodí. Claro que son las siete y media, las siete y media en Nueva York. En España deben ser así como las… no sé, creo que unas cinco o seis horas más, las doce o la una de la noche… y a esas horas no hay partido, eso lo sé hasta yo, que el fútbol me importa un pito.

–¿Se puede saber dónde estás?
–Pues en casa viendo el partido. Es que ha habido prórroga… –intento sonar entre normal, despistado y convincente, pero sé que la he cagado.
–No me mientas que te conozco. ¿No habrás sido capaz de hacer lo que pienso que has hecho, no?
–Pues sí. Lo siento.

Descubro todas mis cartas. No quedan ases en la manga. Y ahora solo oigo el pi, pi, pi. Me ha colgado. Creo que se ha enfadado. Y ahí me quedo, en la calle, con el teléfono en la mano sin saber qué hacer. Pasan unos minutos; vuelve a sonar. Es ella, otra vez.

–¿De verdad estás en Nueva York?
–Creo que sí. Lo siento.
–¿Y se puede saber dónde estás?
–Pues en Nueva York, ya te lo he dicho.
–Mira, no me cabrees más. ¿Dónde estás exactamente?
–Enfrente de tu hotel. Esperando a que llegues.
–¿En serio?
–Claro, es lo que hacen los espías. Esperar, tomar notas, confirmar los hechos…
–Ni se te ocurra moverte. Tardo veinte minutos en llegar, y será mejor que tengas una buena explicación para todo esto.
–Claro que la tengo… TE QUIERO.

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