Alguien tan poco sospechoso de afiliación izquierdista como Emilio Romero, ínclito falangista director del diario “Pueblo”, afirmó que la derecha para ganar unas elecciones tenía que mentir y la izquierda, sin embargo, no. Simplemente porque la derecha defendía los intereses de doscientas familias y eso no daba votos suficientes. Es evidente que no hay once millones de banqueros que se beneficien de la reforma financiera ni once millones de grandes empresarios que se beneficien de la reforma laboral. La mentira, el equívoco, la confusión le es imprescindible a la derecha para que los ciudadanos no descubran, en palabras de Ezra Pound, que esclavo es aquel que espera por alguien que venga y lo libere.

Los regímenes políticos en España han sido tradicionalmente y en exceso paréntesis que se extendían formando una discontinuidad histórica propensa a que desde el diagnóstico de Napoleón sobre una España gobernada por curas y caciques, los equilibrios de poder se hayan perpetuado entre la rigidez autoritaria y el orden impuesto por los intereses de las minorías organizadas. Según Ortega, la legitimidad es la fuerza consagrada por un principio, de lo cual también se colige que cuando los principios son sustituidos por la ambigüedad y la confusión para atrincherarse en la impostura, el poder se pretende legitimar a sí mismo por la fuerza que supone el simple hecho de serlo. Sin embargo, las brechas democráticas, la corrupción no como excrecencia sino como savia del sistema, la consolidación de una obscena desigualdad, la espada de Damocles de la exclusión y la pobreza sobre las mayorías sociales, la demolición del mundo del trabajo, el desproporcionado poder de las élites económicas y financieras, conforman un escenario sin credibilidad para la ciudadanía que no encuentra en las permanentes agresiones que recibe instrumentos de autodefensa en un régimen de poder cada vez más deslegitimado por la mayoría cívica.

Ello conduce a una falta de representación que para Aranguren cristaliza por una carencia de contenidos sustantivos que provoca la desmoralización colectiva. Seguramente porque el individuo no sabe qué responder, porque carece de criterios, se siente desorientado. La respuesta depende de la convicción y fidelidad a unas ideas. Pero también depende del sentimiento. Cuando falta contenido, no hay convicciones, el sentimiento no tiene donde adherirse y falla también. Falta el estímulo para responder. Ortega, por su parte, afirma que la moral no es un añadido del ser humano, sino su mismo quehacer para construir la propia vida. Y añade: “un hombre desmoralizado es un hombre que no está en posesión de sí mismo.”

En este morboso ecosistema político y social, ¿Dónde se encuentra la gran causa moral del Partido Socialista? ¿Cuál es el instrumento ideológico del cambio social y político? La carencia de estos elementos sustantivos de su razón de ser constituye la pulpa nutritiva de la grave crisis que padece en la actualidad el socialismo español. Una crisis difícil de sobresanar mientras exista una incomprensión por parte de algunos de sus dirigentes de que la capacidad de vertebrar un modelo de sociedad alternativa a la actual ya no tiene sustitutivos creíbles. Se han agotado los espacios placebos que transferían las políticas redistributivas de la riqueza, icónicas de la izquierda, hacia el concepto liberal de la igualdad de oportunidades, malquisto y epidérmico por la estructura clasista del sistema o suplir el conflicto social causante de la exclusión, la pobreza y la desigualdad por el progresismo identitario y de estilos de vida poco contencioso con las élites económicas y financieras.

Un Partido Socialista cuyo bagaje de emoción popular es la monarquía, el neoliberalismo corregido, la contemporización con los poderes económico-financieros y uno de los más precarios sistemas sociales de la Unión Europea, tiende a resultar tan fallido como el régimen político de la Transición. Todo ello conduce a un callejón sin salida para el Partido Socialista y para España.

 

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