Las relaciones diplomáticas entre Rusia y Turquía no pasan por su mejor momento desde que, en noviembre de 2015, el ejército turco derribó un avión de combate ruso por ocupar espacio aéreo turco. Vladimir Putin definió aquella situación como un “ataque a traición” que sólo perseguía favorecer los intereses de ISIS en la región turcomana/siria de Bayirbucak, ocupada por las denominadas fuerzas opositoras.

El atentado de Andrei Karlov, embajador ruso en Turquía desde 2013, puede suponer ahora una ruptura total entre ambos países. El clima de tensión en relación a la guerra en Siria, evidenciado durante los últimos días mediante diversas manifestaciones en el país turco frente a los consulados de Rusia e Irán, puede dar una nueva vuelta de tuerca al conflicto. En dichas manifestaciones se coreaba la misma consigna que ha utilizado el policía Mevlüt Mert Altintas antes de disparar al embajador ruso en Turquía, Andrei Karlov.

Consignas que clamaban venganza por Alepo al grito de Alá es grande.

Surgen muchas preguntas tras el asesinato de Andrei Karlov. Preguntas, nuevamente, en torno a la financiación del ISIS para derrocar el gobierno de Bashar al-Ásad. Porque la participación de grupos yihadistas dentro de la oposición siria es ya una realidad incuestionable.

Yo también recuerdo aquellas manifestaciones de 2011 en que los ciudadanos pedían el fin del estado policial y de la corrupción en Siria. Creo sinceramente que quienes pedían libertad entonces no son estos “buenos opositores” que se hacen fotografías con cabezas humanas hoy. Porque el conflicto ha mutado. Aquellas personas que entonces pedían libertad se han visto atrapadas en mitad de un conflicto de intereses entre el régimen de Bashar al-Ásad y sus aliados –Rusia principalmente–, y una oposición financiada por Estados Unidos con la incorporación del ISIS como mercenarios a sueldo. Y ha sido –está siendo– una guerra sangrienta, despiadada. Un millón de muertos y cuatro millones de refugiados según algunos organismos internacionales. Sinceramente, a estas alturas resulta casi imposible optar por una opción como mal menor tras los bombardeos de Alepo por parte de las tropas de Bashar al-Ásad durante las últimas semanas. Sin embargo, el mal menor parece seguir siendo el propio Bashar al-Ásad.

Por otra parte, respecto a la crisis de los refugiados, ni la Unión Europea, ni Estados Unidos ni Turquía tienen autoridad moral para decir una sola palabra. Por eso, me resulta especialmente molesto que quienes huyen del horror en Siria sean señalados como “posibles islamistas radicales” desde las cabeceras o las bancadas políticas más intransigentes de este país. Tras el atentado de Berlín, diversos medios ponen de relieve el miedo de la sociedad alemana por la avalancha de refugiados que ha entrado en el país. El miedo, siempre el miedo, con fin último para amplificar los efectos de cada atentado terrorista.

Es un contienda muy compleja –me hago cargo– pero a veces no hay más ciego que quien no quiere ver.

El asesinato del embajador ruso puede ser el detonante de una nueva dimensión del conflicto y, por tanto, una nueva prórroga a toda esta ola de dolor que dura ya cinco años.

 

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