Media vida deslomado trabajando; muchos años expatriado pasando frío y penurias para poder volver a mi tierra y tener un empleo medio decente, unos metros cuadrados donde caerme muerto y una pequeña barca para de vez en cuando hacerme a la mar y pasar tres o cuatro horas sin escuchar gilipolleces. Por fin, con cuarenta años, muchas canas, una presbicia galopante y una hipoteca que con suerte terminaré de pagar con la pensión de jubilado si es que no se la fuma antes el PP, me hago con una Zodiac. No le pido mucho más a la vida.

Quedo con un par de amigos un domingo a las nueve de la mañana. Metemos unas tortillas y unas cervezas en la nevera de playa y nos echamos al agua. Hora y media para navegar desde Torre del Mar hasta la reserva natural de Maro. Llegamos a una zona de pequeñas calas; hay diez o doce personas salpicadas por un paraje absolutamente paradisíaco. Varamos en una calita de piedras blancas y plantamos la sombrilla, me tumbo en la toalla y saco un libro. Sólo se escucha el rumor del mar y el zumbido de las chicharras. Me invade un paz indescriptible; empiezo a dormitar y ¡SI NECESITA REGGAETON DALE! ¡SIGUE BAILANDO MAMI NO PARE! Por poco se me sale el corazón por la boca. A quince metros de la orilla se ha parado un barco con la música a toda hostia. Son dos familias numerosas; hay seis o siete críos saltando al agua por turnos y gritando como condenados.

¡TU CADERA CON LA MÍA (BOOM) HACEN UN SISMO! Sin pensármelo dos veces me tiro al agua y nado hasta el barco. Un señor enorme con una cadena de oro enredada en los pelos del pecho está sacando cervezas de una nevera y lanzándoselas a los demás. Es una estampa que por algún motivo me resulta familiar. ¡MUEVETE A MI RITMO, SIENTE EL MAGNETISMO! Una señora se está haciendo un selfie con uno de esos palos. Cuando me ve llegar, el señor de pelo en pecho me sonríe y me dice algo que no alcanzo a entender. Le hago un gesto para que baje la música. Alguien baja un poco el volumen.

—¡QUE SI VIENES A POR UNA CERVEZA! —me grita el tipo.

—¡No, gracias! Miren, ¿les importaría bajar la música? Es que estamos tranquilamente en la playa dando una cabezada.

Los cuatro adultos se miran entre ellos visiblemente ofendidos. Luego me crucifican a mí con la mirada. Tras un silencio incómodo, el otro señor baja el volumen al mínimo y masculla entre dientes:

—A ver si no va a poder ir uno con su barco donde quiera…

—Hombre, de aquí a Estambul hay mucho mar para poner la música a todo volumen —replico.

Nadie dice nada, así que vuelvo nadando a la playa y me tumbo de nuevo en la toalla. Por encima del zumbido de las chicharras se va elevando una voz. El señor de pelo en pecho está largando una interminable retahíla: Pues para echar una cabezada te quedas en tu casa… A la playa se viene a hartarse de cerveza y a escuchar música… Si hay mucho mar pues te puedes ir tú a dormir la siesta a Melilla… Bah, venga, nos largamos a una playa donde no haya tocapelotas.

No entro al trapo de la provocación y finalmente la embarcación se aleja. Me pregunto por qué estas familias han decidido fondear tan solo a quince metros de la gente que descansa tranquila en la playa, y entonces recuerdo de qué me sonaba la imagen del señor repartiendo cervezas: es uno de esos anuncios de verano de la Coca-Cola. Hace calor y la gente se aburre en silencio hasta que empieza a sonar la música, llega la pandilla de los cool y se lían a repartir refrescos bajo una lluvia de cubitos de hielo que resplandecen bajo el sol. Baile, risas, una joven en bikini sonríe pícara al macho alfa de la manada. Son el alma de la fiesta. Todos les admiran. Coca-Cola, sensación de vivir. Siente el magnetismo.

Los del barco han venido hasta la orilla porque necesitaban público. El objetivo no es pasar un buen día en familia; lo que buscan es ser admirados. Como el tipo del subwoffer en el coche que va haciendo retumbar las ventanas, o el señor que se te sienta al lado en la cafetería y se pasa una hora probando todos los tonos de llamada de su móvil nuevo. La publicidad nos bombardea permanentemente con un claro mensaje: este producto le hará el centro de todas las miradas. Como sociedad parece que estemos aún en esa fase infantil del ¡eh, mirad cómo molo!, y en nuestra inmadurez cívica somos incapaces de encajar que quizás estemos molando poco y molestando mucho, y además haciendo el ridículo. Encima como somos tan buenos gestionando conflictos, cualquier pequeño desencuentro puede ser la semilla de una enemistad eterna que va creciendo hasta culminar en un Puerto Hurraco.

De pronto me dan ganas de salir detrás del barco gritando: ¡Oigan, no se ofendan, pero los tocapelotas son ustedes! ¡Les han engañado, nos han engañado a todos! ¡La vida no es un anuncio! ¡Vuelvan y superemos nuestras diferencias, liberémonos del yugo opresor del consumismo! ¡Reneguemos de la obligación de molar a todas horas!

Cierro los ojos y vuelvo a quedarme a solas con el rumor del mar. Caigo en la cuenta de que no sólo se nos quiere hacer creer que consumiendo ciertos productos seremos admirados; también se nos induce a pensar que sin ellos el mundo no es más que una vieja película en blanco y negro donde la gente esta aburrida, deprimida y despeinada. Es la fórmula “Antes y después”, donde ambas mitades están manipuladas. Es posible que, para vendernos refrescos, nos hayan robado la chispa de la vida.

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