No ha hecho falta que nos detengan, ni que nos tomen las huellas dactilares o nos saquen una declaración a cambio de un café y un pitillo. Hemos sucumbido voluntariamente.

Estamos fichados.

De un modo u otro, la mayoría de nosotros forma parte de alguna red social. Un espacio web que nos ofrece un servicio aparentemente gratuito donde podremos interactuar con conocidos o desconocidos, compartiendo aficiones, opiniones, pensamientos, imágenes personales o hasta los planes del próximo fin de semana. Sin embargo, dicho servicio no es gratuito: nuestros datos son la necesaria moneda de cambio. Datos que, en un principio, tienen relación con la publicidad que aparecerá en nuestras futuras búsquedas por la red. Es decir, datos que por el momento sólo tienen un afán comercial. Sin embargo, nadie puede descartar que dichos datos, en un futuro, sean utilizados para cuestiones más preocupantes. Cuando algo es gratis, el producto eres tú.

Las redes sociales tienden además a darnos una impresión errónea de la realidad. Así, pensamos que la gente comparte con nosotros cierta visión del mundo sólo por el hecho de que nuestros contactos en redes mantienen cierta homogeneidad de pensamiento con nuestros puntos de vista. Algo así nos diría Zygmunt Bauman en su teoría sobre la modernidad líquida.

Autores como Stuart Hall nos hablan de la época postfordista –como un estado posterior al capitalismo– y de la gran fragmentación y pluralismo social, así como del debilitamiento de las viejas solidaridades colectivas. En un plano menos económico y más cultural encontramos a autores como Scott Lash o Gilles Lipovetsky, y conceptos como el de la “sociedad cool”, donde la imagen juega un papel primordial, el hedonismo, el culto al cuerpo y la búsqueda de proximidad hacia otras personas por medio de un humor cool que requiere espontaneidad, naturalidad y que se muestra insustancial a la vez que describe un universo radiante. La Era del Vacío, si tomamos como referencia el título de la obra de Gilles Lipovetsky.

Llama la atención que todo esto se escribiera antes de la irrupción de las redes sociales. Los autores citados publicaron estas ideas a principios de los años noventa. Sin embargo, el fenómeno de las redes sociales no ha hecho sino confirmar toda esta corriente de pensamiento con los problemas añadidos de la cesión de datos personales y, por tanto, de nuestra intimidad y preferencias a las grandes corporaciones.

Una sociedad totalitaria podría controlar a su población de manera mucho más meticulosa y efectiva gracias al uso de esos datos personales que los propios ciudadanos hemos cedido –voluntariamente, repito– a las redes sociales. A fin de cuentas, todos los procesos donde que se produce un ascenso del totalitarismo precisan del concurso de cierta inconsciencia colectiva.

Sin embargo, aunque algunos de estos puntos de vista coincidan con la opinión de los lectores de este artículo, hay un asunto que no podemos pasar por alto y que se impone a cualquier razonamiento sobre la posmodernidad: no soportamos la soledad. Nuestra autoestima de hoy por la tarde se alimenta de los likes recibidos durante la mañana. Si no conseguimos retweets nuestras convicciones destiñen, y es que a nadie le gusta predicar en el desierto. Somos niños mimados, o necesitamos serlo, aunque estemos inmersos en la edad adulta y salivamos como el perro de Paulov ante cada minúsculo reconocimiento.

No me cabe duda. Es para hacérselo mirar.

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