martes, 19marzo, 2024
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Sequía

Jesús Ausín
Jesús Ausín
Pasé tarde por la universidad. De niño, soñaba con ser escritor o periodista. Ahora, tal y como está la profesión periodística prefiero ser un cuentista y un alma libre. En mi juventud jugué a ser comunista en un partido encorsetado que me hizo huir demasiado pronto. Militante comprometido durante veinticinco años en CC.OO, acabé aborreciendo el servilismo, la incoherencia y los caprichos de los fondos de formación. Siempre he sido un militante de lo social, sin formación. Tengo el defecto de no casarme con nadie y de decir las cosas tal y como las siento. Y como nunca he tenido la tentación de creerme infalible, nunca doy información. Sólo opinión. Si me equivoco rectifico. Soy un autodidacta de la vida y un eterno aprendiz de casi todo.
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análisis

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El polvo delataba a cualquiera que llegara al recinto. A lo lejos, desde el cerro de las Viñas, una gran polvareda corría parsimoniosamente en dirección a lo que un día fue el pueblo, convertido hoy en una escombrera de adobes, vigas deshechas y restos de tejas, cemento y algún que otro ladrillo o piedra suelta. Un sol justiciero atormentaba el paisaje. El horizonte era una gran mancha de tonos rojizos y marrones, salpicada por algunas humaredas polvorientas, que surgían de la nada, ya fueran en caminos producidas por vehículos, ya por pequeños remolinos de viento.

En un pequeño valle escondido entre el cerro de las viñas y los altos de la Collera y Andavellido, se encontraba la única fuente que aún daba agua en cuarenta kilómetros a la redonda. En ella, algunos robles y encinas eran los únicos supervivientes de lo que en su día fuera una gran extensión de monte bajo en la fría Castilla, convertida hoy en un tórrido desierto. Junto a la fuente, una casa enterrada en la ladera albergaba a los únicos habitantes de la zona. Allí solían estar a salvo de salteadores y traficantes de agua. Los árboles sólo eran visibles desde el aire y la casa, camuflada en el entorno, sólo era una polvorienta protuberancia. De no ser por el escaso centenar de encinas y robles que rodeaban el lugar y de que ésta era la única vegetación que crecía en muchos kilómetros en derredor, pasarían desapercibidos incluso desde el aire. No había hierba, ni juncos, ni espadañas. El manantial había sido mimetizado con el paisaje y anexado a la casa. El agua que de él salía, llenaba dos enormes piscinas bajo tierra y un sumidero camuflado en un encaño de guijarros tapados con tierra, desaguaba el sobrante adentrándose entre los árboles dónde acababa evaporándose.

Hacía más de veinte años ya que la lluvia era una excentricidad. En cincuenta años, la meseta norte había pasado de ser un lugar habitual de cultivos de remolacha, maíz y cereales a un desierto en el que apenas caían cincuenta litros por metro cuadrado en un año. Ya no crecían ni las aliagas. Sólo las tierras colindantes al Duero, convertido en arroyo seco en verano, eran lugares habitables. El resto, hasta llegar casi a las tierras de Cantabria o Euskadi, se habían convertido en lugares polvorientos dónde no habitaban ni los lagartos. Las ciudades de Burgos, Valladolid o Palencia, sobrevivían con el agua que un gran acueducto traía desde una desaladora situada a pocos kilómetros de Santander. Ya no había jardines, ni plantas ornamentales en ellas y el gasto de agua que no fuera para el consumo humano o industrial, estaba penalizado con la cárcel. Las duchas diarias eran costumbres que sólo los ricos podían permitirse y el lavado de ropa era un lujo que muchas familias no podían tolerarse.

Desde que las lluvias empezaron a escasear y la temperatura a elevarse, desde que los inviernos pasaron a ser suaves y los veranos tórridos, España se había convertido en un lugar peligroso. El agua estaba en manos de empresas privadas y nadie, que no tuviera la concesión de un gobierno mafioso, podía explotar un manantial o gestionar el preciado líquido. Los salteadores de manantiales y los traficantes de agua, eran los nuevos capos de la droga. Y cualquiera que descuidase sus recipientes de agua , corría el riesgo de morir en una reyerta.

La nube de polvo se iba acercando a las ruinas de Valdorros. Desde un mirador camuflado entre los guijarros del alto de las viñas, Modesta, observaba su trayectoria. Si se acercaba demasiado a sus dominios, estaban preparados. Como en otras ocasiones, primero cerrarían el muro relleno de tierra que tapaba la fachada de la casa y si daban con ellos, usarían las armas de fuego que escondían entre las trincheras camufladas. Después de la reyerta, en la que ningún visitante podía salir con vida si querían seguir existiendo, enterraban los cadáveres valle abajo.

Modesta miraba con preocupación. La nube de polvo era importante y dedujo que no se trataba de unos simples salteadores de agua. Desde su posición pudo observar como una decena de vehículos blindados escudaban a lo que parecía una gran taladradora. Sin duda, venían dispuestos a encontrar el manantial que hacía que el pequeño bosque siguiera vivo. Y esa era una situación para la que no tenían estrategia.

 


 

Lo que no aparece en la televisión o en los medios no existe. Por eso, en las encuestas del CIS nadie se acuerda de uno de los mayores problemas que existen en España en la actualidad.

Venimos de un puente largo. Como siempre que puedo, lo he pasado en mi pueblo natal. Una villa situada en la zona de la península en la que los mapas hidrológicos nos dicen que la precipitación anual media está alrededor de los 600 litros por metro cuadrado. Ahora, incluso las aldeas ya no pertenecen a ese ruralismo atrasado en el que todo se deja al azar y a la gracia de dios. Ahora, los agricultores tienen ordenadores con los que llevan contabilidad de costes, y una serie de tablas y gráficas con datos y porcentajes de rentabilidad. Y entre esas “modernidades” en mi pueblo no hay agricultor que no tenga instalado un pluviómetro. El de mi vecino dice que, entre los meses de mayo de 2016 y octubre actual, apenas han caído del cielo doscientos cuarenta litros por metro cuadrado.

Tampoco parece que las temperaturas sean muy normales. A un verano excesivamente caluroso y seco, con muchos días sin viento de norte, lo que no es nada habitual en mi zona, se le ha solapado este otoño veraniego en el que, durante todos los días del puente hemos alcanzado temperaturas de 28º centígrados (¡VEINTICOCHO GRADOS EN OCTUBRE Y EN BURGOS!), viento nulo y una sensación de bochorno realmente atosigante.

Y lo que es peor, todos los acuíferos en las últimas. Fuentes que nunca habían dejado de manar aparecen ahora con sus caños agotados. Arroyos por los que nunca dejó de pasar el agua, se han convertido en enjutos secarrales de hierbas y juncos. Y lo que nunca había visto hasta ahora que, vayas por dónde vayas, puedas localizar a los tractores que labran las tierras por sus enormes polvaredas. Y eso que en mi tierra, hasta hace pocos años, podías encontrar agua cavando con un palo.

Leía este artículo aquí en Diario 16, en el que el escritor Vazquez Figueroa, denuncia la desaparición de un proyecto con más de dos mil folios que podría solucionar la pertinaz sequía que ya no es casual sino endémica en una península en la que nos empeñamos en que la huerta esté en el desierto y en la que seguimos construyendo casas y campos de golf como si no hubiera un mañana. Y es que en este país dónde el más tonto cuelga una bandera, el 80% del agua se utiliza para regadíos. Hasta tal punto que, en un estado dónde de Madrid hacia el sur, ya es complicado que llueva, se promueven unas 700.000 hectáreas nuevas de regadío. Recomiendo leer este impagable artículo de Cristina Monge en Ctxt.

Hace unos cuantos años que el presidente de esa gran multinacional de la alimentación que vende agua de manantial embotellada, Nestlé, dijo que el agua no es un derecho y que debiera ser privatizada. Y esa ha sido la tónica general hasta el punto que, por ejemplo, se deseca el Tajo y se oprime económicamente a los habitantes de Castilla La Mancha, para que quién siembra tomates o pepinos en el desierto murciano o almeriense pueda hacer negocio privado.

Tenemos un serio problema de subsistencia. Un problema que no se arregla con poner banderitas en los balcones. Un problema que no se resuelve sacando cristos o vírgenes en procesión. Un problema que subyace porque a las televisiones no les interesa que las grandes multinacionales de la alimentación les abandonen y se lleven la publicidad a otros medios. Un problema que ya está causando cuantioso gasto sanitario en alergias y enfermedades respiratorias y que a los del “soy español, español, español” parece no preocuparles.

Supongo que pensarán que el gobierno de los numerosos casos de corrupción, que descuida el entorno hasta el punto de poner en peligro a la población, no les va a dejar en la estacada cuando abramos el grifo y no salga agua. Eso mismo pensaban en Sacedón y hoy ni pueden vivir de la agricultura, ni tampoco del turismo.

Pero no se preocupen ustedes porque el desfile del día de la hispanidad ha sido grandioso y eso lo arregla todo. Desde la sequía, hasta Catalunya. Y sino una banderita.

Salud, laicidad, república y más escuelas.

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