Estamos en un escenario político, tal y como quedó retratado en el último intento de investidura, en el que un Pedro Sánchez convertido en gran símbolo de la política tomada como rehén de factores personales (no será él ni el primero ni el último que lo haga) nos dibuja en su discurso previsible un país de trabajadores agotados en jornadas extenuantes enmarcadas en contratos mínimos, mientras que un Mariano Rajoy no menos obcecado en su deseo de permanencia relata que ha subido dos puntos el índice de estabilidad en el empleo.

La realidad, más allá de las sombras chinescas parlamentarias con la que todos de una u otra forma nos intentan convencer de lo suyo, es que España es desde el estallido de la crisis hace ya más de un lustro un país de condiciones laborales a la baja y clases medias menguantes. La realidad es también que la política de recortes comenzó con José Luis Rodríguez Zapatero, en aquella sesión parlamentaria de mayo de 2010, en la que finiquitó el sueño socialdemócrata de la abundancia repartida. La realidad es, en fin, que a día de hoy no hay ningún gobierno socialdemócrata en la UE que tengan una clara voluntad de hacer algo distinto. Seguramente Pedro Sánchez lo sabe y lo asume por más que quiera fundamentar su rotundo NO en cuestiones ideológicas.

Hoy el empleo sigue sin repuntar, como hemos comprobado en las cifras de agosto, y no arranca ninguno de los nuevos tiempos posibles, de manera que en medio de esta gran confusión emerge (otra vez) un Mariano Rajoy que se quiere convertir en la voz de la costumbre, en el mejor gestor de lo previsible, como si eso fuera fácil a día de hoy. Quiere ser como Ana Blanco en el telediario, un sonido clásico del que no se puede prescindir, por más que luego veas a Mara Torres, en La 2, gesticulando novedosamente con las manos o aquella otra con un escote de escándalo anunciando vientos huracanados. Esa es la baza de Mariano Rajoy mientras los otros, los nuevos, se esfuerzan por mantenerse a flote con unos sonidos que en casos como el de Podemos y su líder son como las tamborradas que pasan por la plaza del pueblo en las fiestas: ruido sin melodía. Así fue Pablo Iglesias en la tribuna de oradores durante la investidura fallida.

Pablo Iglesias, sin embargo, puede continuar algún tiempo más colgando nuevo cachivaches en su feria, pero las urgencias de Pedro Sánchez son más perentorias. Tiene razón Rafael Hernando, el portavoz del PP, cuando le dijo que parece pretender convertirse en referente de las esencias socialistas europeas haciendo lo contrario de lo que hacen sus homólogos socialdemócratas en otros países del entorno UE que no dudan en pactar con el centro-derecha si las circunstancias lo requieren.

Y, sin embargo, el problema profundo de Sánchez no es ese. No lo es porque realmente su socialismo no va mucho más allá de lo que predican y practican Manuel Valls o Matteo Renzi (llamarlos izquierdistas moderados sería algo exagerado cuando realmente la izquierda es para ello como mucho una referencia sentimental). El problema de Sánchez es una pura y simple encrucijada personal. En un mundo en el que la política está determinada por instancias internacionales y en el que Bruselas nos espera a la vuelta de la esquina con los deberes sin hacer, Sánchez no va a salvar ningún socialismo con su NO rotundo. Ni siquiera lo pretende. Quiere salvar, eso sí, su trayectoria política.

En el otro lado, Mariano Rajoy espera proclamándose guardián de lo previsible, aunque lo previsible tenga aquí y ahora una evidente levedad en un país con su integridad en apuros; en un marco europeo, al que todavía nos acogemos como niños asustados, con importantes grietas en su estructura.

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