Nicolas Edme Restif (o Rétif) de la Bretonne fue compatriota y contemporáneo de Sade, y, al igual que este, célebre entre gabachos y gentiles por sus escritos libertinos. Sin embargo, Restif de la Bretonne, frívolo, hedonista y siempre lúdico, estaba en las antípodas de los gustos criminales del marqués, contra quien se posicionó públicamente en su Anti-Justine (1798). Autor también de éxitos de alcoba como El pie de Fanchette (1769) y El campesino pervertido (1775), las fantasías más recurrentes de Restif de la Bretonne giran en torno al fetichismo de los pies, las medias y el calzado. Tanto es así que los psiquiatras de antaño, molestos con eso de que a la gente le gusten otras partes de la mujer además de la cara y el coño, convinieron en bautizar con el nombre de nuestro escritor a este grupo de parafilias, que aparecen consignadas como retifismo en los manuales clínicos. Restif de la Bretonne, tan prolífico en libros como en hijos naturales, no quiso limitarse al género de la novela erótica; a lo largo de su vida entregó a la imprenta una nutrida colección de ensayos y obras mixtas e inclasificables, entre ellas la que aquí quiero tratar: El pornógrafo, o la prostitución reformada (1769).

Como su también coetáneo Choderlos de Laclos en Las amistades peligrosas (1782), Restif plantea El pornógrafo en forma de intercambio epistolar; en este se entreteje una trama galante (la seducción de una monja por Monsieur D’Alzan) con la presentación de un prolijo proyecto para la legalización y reglamentación de la prostitución, elaborado en la ficción por el mismo D’Alzan. Casi un cuarto de milenio después, los argumentos del autor resultan de lo más actuales. Este manifiesta en primer lugar su preocupación por las lacras sociales que siempre acompañan al sórdido negocio de la mancebía: el contagio de la sífilis (hoy preocuparía más el SIDA), la trata de blancas y la desprotección de las trabajadoras sexuales. D’Alzan echa la culpa de estos males a la proscripción y criminalización del oficio más viejo del mundo, obra de una sociedad que prefiere mirar hacia otro lado a minimizar las miserias de la prostitución mediante una regularización de sus actividades. Aunque, en épocas anteriores, ciudades francesas como Narbona, Toulouse o Aviñón tenían la prerrogativa de contar con una “calle caliente” (rue chaude) supervisada y controlada por las autoridades locales, en los días de Restif ya habían sido todas ellas clausuradas por la presión conjunta de la hipocresía y el celo religioso. Aún hoy en día, algunas ciudades portuarias de la antigua región hanseática mantienen este tipo de privilegio, perpetuado en forma de vacío legal, y así encontramos el fósil medieval de permisividad y visibilidad de la prostitución que es el Rosse Buurt de Ámsterdam, atracción turística por excelencia de la ciudad de los canales.

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D’Alzan, portavoz del propio Restif en la ficción, ensaya una incursión en la novedosa disciplina que bautiza como pornognomonomía, esto es, la “ciencia de la administración de los lugares de prostitución”. Según el proyecto, en cada municipio de cierta importancia debería existir una institución pública a tal efecto, a la que da el muy helénico y respetable nombre de partenión. En unos estatutos que constan de cuarenta y cinco artículos, D’Alzan describe minuciosamente el funcionamiento del partenión, incluyendo su trazado arquitectónico y la organización de sus dependencias. El pornógrafo establece que el complejo se localizará en un barrio discreto de la periferia, alejado del casco urbano, para proteger así tanto la moral pública como la intimidad de los clientes. El partenión consta de un patio de acceso con taquillas a la entrada (“bureaux semblables à ceux de nos spectacles”), un edificio principal distribuido en pasillos, cámaras de recepción, aposentos y espacios comunes de las internas, y un jardín cerrado de uso exclusivo para el personal. Las muchachas, según su edad y belleza, están divididas en distintas categorías y subcategorías, el precio de cuyos servicios está estipulado en una lista oficial de tarifas que oscilan entre los seis sous (cuarentona poco agraciada) y las noventa y seis libras (bella púber de catorce años, esas criaturas que Nabokov llama nymphets en su Lolita). D’Alzan detalla un sistema de reconocimiento cruzado, a través de mirillas en las paredes, por el que el cliente escoge, dentro de la categoría por la que ha pagado, a una muchacha en concreto; para que la experiencia no sea en ningún caso traumática ni coercitiva para la trabajadora, ella ha de dar también su consentimiento tras echar un vistazo al cliente, reservándose en todo momento el derecho de negarse a acostarse con alguien que le resulte desagradable. Todo el proceso es dirigido por la figura de la gobernanta; aunque, para ocultar su identidad, el cliente puede presentarse embozado o enmascarado (incluso conservar la máscara durante el servicio), está obligado a mostrar su rostro a la gobernanta que gestione su cita, para que pueda identificarlo y declarar en su contra en caso de incidente. La obsesión de Restif por la prevención del morbo gálico (que, teniendo en cuenta su historial, seguramente había vivido en sus propias carnes) se plasma en otro de los cargos del partenión: ancianas que, bajo el nombre de visitadoras (no confundir con las del Pantaleón de Vargas Llosa), se encargan de examinar cuidadosamente, antes del acto, los genitales del cliente para garantizar que no está infectado, así como de examinar diariamente a cada una de las trabajadoras. Para mantener el control sanitario y ofrecer unas condiciones óptimas de trabajo, se prohíbe a cada muchacha acostarse con más de un cliente al día.

"Un magnífico Jean-Louis Barrault como Restif de la Bretonne en 'La noche de Varennes' (Ettore Scola, 1982)".
«Un magnífico Jean-Louis Barrault como Restif de la Bretonne en ‘La noche de Varennes’ (Ettore Scola, 1982)».

Restif de la Bretonne era un ferviente antiabortista. Por consiguiente, uno de los fundamentos de su partenión era garantizar que se llevaran a buen término todos los embarazos que sobrevinieran a las trabajadoras durante el natural ejercicio de sus funciones. Los nacidos en la institución serían criados en ella, según un plan que se inspira en la famosa comunidad de mujeres e hijos descrita por Platón en el quinto libro de La república; las niñas, al alcanzar la pubertad, podrían escoger entre permanecer allí y hacer carrera como cortesanas o integrarse en la sociedad y contraer matrimonio, para lo cual quedaba estipulado por ley concederles una dote de mil escudos (procedentes de los fondos públicos, por supuesto). En cuanto a los hijos varones, serían destinados a la carrera militar, y formarían batallones específicos de partenianos. Nacidos de mujeres públicas en instituciones públicas, estos hijos de puta à la lettre son verdaderamente hijos del pueblo, auténticos enfants de la patrie concebidos por Restif veintipico años antes de que Rouget de Lisle escribiera la exaltada letra de La marsellesa.

Y no es este el único destello de clarividencia que encontramos en El pornógrafo. Los detalladísimos estatutos que Restif diseña para su casa de citas municipal fueron inspiración para los utopistas políticos surgidos en suelo galo escasas décadas más tarde y con la Revolución Francesa de por medio. Restif fue fuente de inspiración para Saint-Simon; el partenión de El pornógrafo es claro precursor del falansterio de Fourier. A su vez, Fourier y Saint-Simon fueron referencia indispensable para los teóricos de los subsiguientes movimientos sociales: socialismo, comunismo, anarquismo. El sueño de la Revolución hunde sus raíces intelectuales más recónditas en aquel burdel soñado por un sátiro socarrón, Nicolas Edme Restif (o Rétif) de la Bretonne.

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