Basta dar un paseo de buena mañana por la naturaleza, pueblo o ciudad, para descubrir la sinfonía habitual que el paisaje, el clima, la fauna o la vida de una región configuran marcando la identidad sonora de sus parajes. El placer de viajar nos ha permitido experimentar en primera persona la evidencia de que no suena igual ese paseo dado por la orilla de las playas de Cádiz, que el del Pirineo aragonés o el de la Gran Vía madrileña, y que esas diferencias contribuyen en gran medida a la formación de las peculiaridades de sus gentes, en cuanto a carácter, costumbres, recuerdos, vivencias y, por supuesto, en cuanto a su tradición musical. No solo el proceso se produce en el sentido de construir identidades sino que, nuestra memoria personal en torno a esa construcción, nos permite el proceso inverso, el del reconocimiento, y por eso determinadas melodías o canciones nos remueven emociones en torno a nuestras raíces a la par que contemplamos un pasado y nos situamos en un presente.

Como dijo el musicólogo italiano Enrico Fubini, “la música constituye un hecho social innegable, presenta mil engranajes de carácter social, se inserta profundamente en la colectividad humana, recibe múltiples estímulos ambientales y crea, a su vez, nuevas relaciones entre los hombres”. Es, por tanto, social porque para su análisis y entendimiento es necesaria la comprensión de los usos y funciones que presenta en la actualidad. Es social porque ese análisis solo es viable, a su vez, cuando se entiende la relación entre el hecho musical y las características de la sociedad que lo crea. Y es social porque la necesidad de producir y recibir música se manifiesta en las actividades fundamentales y en la cotidianidad del ser humano pues la música siempre ha acompañado al hombre, tanto en su día a día como a lo largo de la historia.

Tomemos la canción popular como reflejo de la vida rural y encontraremos multitud de ejemplos musicales que ilustran ampliamente el tema. Especial interés me causaron siempre las melodías asociadas al trabajo y sus ritmos monótonos destinados a acompasar la repetición de labores como la siega, la siembra o la molienda. En Castilla conservamos, como parte importante de nuestro folclore, los conocidos Cantos de las Panaderas. Mano extendida, puño sobre esa mano que pasa a dar vuelta y vuelta, de nuevo puño sobre mano, puño sobre mesa, palmada, golpe con mano extendida en la mesa y a comenzar el ciclo otra vez en un conjunto infinito de repeticiones enfocado a hacer más llevadera la monotonía del amasado que lleva al pan.

Junto a esos ritmos en bucle, la compañía de letras de naturalidad extraordinaria en las que aparecen continuas alusiones, no solo al propio trabajo y sus aparejos, sino a los elementos característicos del paisaje y a las formas de relacionarse establecidas entre las gentes de un lugar. “Cuando paso por tu casa, cojo pan y voy comiendo pa que no diga tu madre que con verte me mantengo. ¡Ay, qué panadera! ¡Ay qué panaderilla, el alma me lleva!” entonaban las panaderas al ritmo del amasado recordando piropos y amoríos de sus enamorados. Los pastores vivían en los “chozos”, en el “cuevanito” llevaban la hierba y las madres a sus hijos en el “cunero”. Majadas, teleras, cachaperas, talanqueras, solumbreras, barbianes, orates y sapencos, cargan los cantos populares de significado autóctono y los dotan de una personalidad incuestionable.

Los seres humanos estamos inevitablemente condicionados, en una cuantía imposible de medir, por la cultura en que vivimos y por los modos de sentir, pensar y hacer que ésta, en multitud de ocasiones sin ser conscientes, nos impone. La música, como parte fundamental de la expresión cultural, surge también de ese continuo proceso de construcción y evoluciona paralelamente, viéndose alterada por las cuestiones sociales, históricas o económicas de cada espacio. La nuestra ha generado, en los últimos años, multitud de formas que hacen de la música un hecho artístico mucho más accesible. Las nuevas tecnologías han promovido profundos cambios en la manera de consumir música que muchos ven como un retroceso y que yo más bien enfoco, simplemente, como el cambio de una sociedad y su necesaria toma de conciencia al respecto. La identidad cultural es uno de los lugares donde encontramos la música como subjetividad, donde está inmerso el sujeto creador y receptor dentro de un proceso continuo y dinámico; la identidad musical supone una mediación incesante entre tradición y renovación, entre permanencia y transformación.

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