Precariedad: prueba de esfuerzo

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Dentro del empleo precario se evidencia con mayor claridad la tendencia que ya enunció Polanyi y que denominaba «Segunda Gran Transformación». Este sueño del neoliberalismo supone que el empresario se libera finalmente de la gestión de su negocio, dejando en manos de unos trabajadores –convenientemente disciplinados mediante la autoexplotación– la asunción de responsabilidades que nunca le son reconocidas ni retribuidas, siempre bajo la amenaza latente del despido. Esta filosofía, que es reconocible bajo enunciados como «vales lo que vale tu último éxito», supone que los trabajadores no pueden apelar a años de entrega a una empresa y trabajo duro, sino sólo a sus últimos resultados. Para Baudelaire, el dandi debía “ser sublime sin interrupción»; la filosofía entrepeneur, que no acepta más sublimaciones que las del propio mercado, apuesta por este imposible como modo de supervivencia. Y es que el éxito, al fin y al cabo, no es más que la mera supervivencia dentro de lo precario: un capitalismo salvaje, caníbal, donde no hay lugar para los débiles como ideal central en las relaciones laborales. El listón de la debilidad, en este caso, se eleva a lo quimérico. Un sólo momento de inconstancia o una decisión errónea son el síntoma incuestionable de una debilidad emergente que no ha de ser perdonada.

Zygmunt Bauman lo explica así en su obra de 2013 Vigilancia Líquida: «Las empresas de la era de la «economía de la experiencia» deben y quieren prohibir –y de hecho prohíben– la planificación a largo plazo y la acumulación de méritos. Esta situación mantiene a los empleados en un movimiento continuo y ocupados en una febril e interminable búsqueda sin fin de la evidencia de que siguen estando dentro.» Y más adelante precisa: «A cada asalto, el más divertido y el más eficiente se gana una renovación del contrato, aunque sin garantía, ni tampoco una mayor probabilidad de salir ileso del siguiente asalto.»

Cabe preguntarse ahora si el concepto precario, o precariedad, excede a aquellos empleos temporales y mal remunerados, o si por el contrario se ha filtrado a otras realidades laborales que gozaban de mayores certezas y derechos. En nuestro país, la deriva del denominado pacto social no ha frenado los terribles avances de las tesis neoliberales. Más bien al contrario: los denominados «agentes sociales» se han corresponsabilizado de muchas de las constantes agresiones a los derechos adquiridos y han dejado la puerta abierta a la subcontratación como medio para aniquilar los antiguos empleos de calidad. El ímpetu de sus protestas ha sido puntual, momentáneo, testimonial, y es incorrecto calificar la actitud de los sindicatos mayoritarios (CCOO-UGT) como meramente pasiva, ya que han sido –y son– parte activa en la toma de acuerdos por la vía de convenios colectivos que han ayudado a articular la triste realidad de las subcontratas en nuestro país. Por otra parte, la subcontratación ha propiciado –como causa y como efecto– pérdidas de derechos para aquellos trabajadores que disfrutaban de empleos de calidad. La imposible competencia con los salarios y condiciones de los trabajadores subcontratados ha sido definitoria, y los despidos colectivos y reestructuraciones continuas han dejado, en algunos casos, plantillas meramente residuales en las grandes empresas.

Ha faltado solidaridad entre los trabajadores de las empresas matrices y de las subcontratas, ya que, como bien puede entenderse, el destino de unos está ligado irremediablemente al de los otros. La idea de la salvación individual ha fagocitado la necesidad imperiosa de la lucha en lo colectivo. Una filosofía soteriológica de marcado carácter individualista, que las empresas disfrazan mediante ilusorias técnicas de autogestión, y que sólo devienen en trabajadores que se autoexplotan para poder competir contra otros, igualmente autoexplotados. Todos vigilan a todos –no hay mejor jefe–; del mismo modo que no hay mejor censura que la autocensura.

Ya expuse en un anterior artículo –La Felicidad como Camisa de Fuerza– el modo en que la búsqueda de la felicidad permanente –narcisista, aunque bajo un hedonismo mal entendido– se erige como único medio para soportar una realidad sin certezas. También escribí otro texto recientemente –Identidades– sobre el modo en que tratamos de configurar nuestra identidad personal, una vez que el sistema de control y vigilancia nos identifica por medio de unos datos biométricos con los que, en realidad, no llegamos a identificarnos. Desde mi punto de vista, ambas cuestiones están relacionadas de forma muy estrecha con las cuestión precaria. Las distintas representaciones en que se vehicula soterradamente la ideología de la servidumbre en la sociedad actual, mediante una constante interpelación al individualismo bajo el lema «sálvese quien pueda», es indisoluble del problema de la ausencia de luchas colectivas. Éste es el significado de «individuación» hoy en día, tal y como afirma Bauman: “un proceso en el que el crecimiento de la dependencia se disfraza y se llama «progreso de la autonomía»”.

Vivimos bajo una ilusión de solidaridades momentáneas –a golpe de click–, que finalmente no se traducen en comunidad. Redes que dan la apariencia de movimiento tectónico pero que no llegan a producir temblor alguno; «redes» que tan sólo acreditan un compromiso a distancia; «redes» versus «comunidad» como forma real de contrapoder.

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