Biblioteca

Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, lo cual en México no es cualquier cosa. Tras visitar Real del Monte, Mineral de Chico, Teotihuacan y Tenochtitlan estos primeros días, Crocoy y yo decidimos pasar el día entero en la compañía hogareña de su familia. Debemos reservar fuerzas: mañana partiremos hacia Yucatán en coche, pero hoy la Tía Lore y su hijo Pichi cocinan durante todo el día para la cena, que espero con ilusión, consultando constantemente mi reloj de pulsera. Lasagna verde y roja. Pavo. O pastel helado: «Un boom de energía: lleva galleta, mantequilla, café, nescafé, nueces… «, afirma risueña Tía Lore. «Cuando llegues a España va a decir tu madre: «¿Qué le hicieron a mi niño?… Él no venía así…».

Y lleva mucha razón: entre tacos y cervezas voy engordando a marchas forzadas. Afortunadamente Teíco hace su caldo de verduras a la hora de comer. Me encantan los caldos que hace Teíco: creo haber soñado con ellos en mi ausencia. Teíco es una mujer de noble aspecto indígena que lleva cocinando en esta casa desde que el mundo es mundo, y que murmura cosas a las ollas: «Un caldo sin hierbabuena no queda bien…». Reprendiéndolas incluso, no sea que se distraigan al hervir: «Vayan rapidito, niñas, que no son reinas…«.

Crocoy me confía, en voz baja, la opinión de Teíco sobre los hombres: «Todos son iguales. Imagínate a los astronautas, ¿tú crees que van a estar un año sin vieja (mujer)?… Ay, si por detrás de la nave es que las suben…». Y todos suelen contestarle, escépticos: «Puede ser, Teíco, puede ser…«. Pero ella es la mandamás. «Que luego es méndiga (infame)«, confirma Tía Lore, «Tiene su receta de esto y lo otro y cuando le pregunto qué más pone, ella dice que nada. Luego se da la vuelta y siempre le echa algo que nunca sé lo que es«.

Aldegunda

Aldegunda, a quien asimismo ví trabajar en la casa hace años, ya falleció. Aldegunda sí era indígena de veras. Gordita, bajita y sonriente, justificaba con estas palabras el hecho de no saber leer: «Me quitaría la felicidad… ¿Y si pone algo feo? Yo sola puedo imaginarme que todo está bien».

Hace doce años, allá por el 2004, me presentaron al fin a su abuelo, anciano de aspecto venerable, gafas, barba poblada y carácter decidido cuya salud empeoraba. Ante mi sorpresa, me hizo formal entrega -documentarme acerca de su país era conceder hospitalidad-, de unos libritos: «Historia sinóptica de México. De los olmecas a Fox» (olmecas: antecedentes de los aztecas; Fox: el presidente de entonces), «La bandera mexicana. Breve historia de su formación y simbolismo» o «Vida, pasíón y muerte de Tenochtitlan» (por no hablar de un pequeño volumen escrito por él mismo titulado: «El libro -La cultura«).

«A mí ya me llevó el diablo, pero aunque yo no esté, quiero que el día 24 y el 31 esa mesa esté con cena, pavo, todo«. Así me cuenta Lore que pidió él en esos días. Y así fue. Y así estuvo: apenas quince minutos con nosotros. Débil, lúcido y alegre (y sorbiendo de una copita de vino a escondidas), en una cena fantástica en la que se comió pavo, en efecto -y yo nunca lo había comido en Nochebuena-, y en la que él mismo se arrancó a recitar el principio del Quijote con gusto y entusiasmo, no en vano llegó hasta lo de: «pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad«.

Entonces dijo: «Ya no puedo» y se subió. Fallecería justamente el día de Navidad del año siguiente y Crocoy, que se hallaba conmigo en España, no pudo estar con él, pero su impronta permanece. En todos los rincones del hogar. Desde el bar vikingo del salón hasta su biblioteca. Lo habitual es que toda biblioteca ocupe varias de las paredes de una casa, quién sabe si cientos de volúmenes extendiéndose incluso hasta algún rincón del baño. No así que su dueño mande construir un edificio anexo, tan amplio y luminoso como esa misma casa, para albergar sus libros. Es una biblioteca de dos pisos, unidos por una sencilla escalera de caracol. Abajo, la chimenea o el propio baño incorporado (con libros, claro). Arriba, una hermosísima barandilla, alzada sobre la mayor biblioteca del estado de Hidalgo, a la que uno accede a través de un pequeño jardín, según se sale del salón.

Biblioteca

Pero una biblioteca ha de medirse no por su tamaño sino por la calidad de sus libros, y aquí los hay tantos y tan buenos que ni siquiera el ama y la sobrina, tras insistir al barbero y al cura en su quema gracias a haber secado el cerebro de su propietario, como en la primera parte de El Quijote, impedirían que ambos se deleitaran no solo con el «Amadís de Gaula«, el «Tirant Lo Blanc» o «La Galatea» del propio Cervantes, sino con miles de volúmenes organizados por temas, destacando los relativos a México. Ni siquiera la versión azteca del encantador Frestón, acérrimo enemigo del Caballero de la Triste Figura, habría conseguido evaporarla a golpe de mero encantamiento.

De hecho este asesor del rector de la Universidad Autónoma de Hidalgo gustaba de aislarse días enteros allí dentro, como Alonso Quijano en la suya, aunque sin excesivas caballerías. Caballero de la Estricta Figura, más bien. Rodeado de sus objetos personales predilectos -cuadros, estatuas, diplomas, mueble bar, equipo de música, globo terráqueo sobre el suelo de mármol-, y exiliándose de su propia familia. Concibiendo aquel espacio no ya para leer, sino para vivir. Los hay que apenas saben diferenciar ámbas cosas.

Es el paraíso. Allí no pasan las horas, siquiera me hace falta consultar mi reloj. Algunos de los sofás y sillones más confortables de toda la casa se hallan en su interior, y Crocoy es la única en pisarla, frecuentarla y ponerla al día (exceptuando a Mosh, ese perro que no sabe leer, pero igual le entran ganas). En habilitar la memoria de alguien cuyas «Memorias de un adolescente. Crónicas y poemas» presiden la gran mesa rectangular, frente a la puerta.

¿Cómo pudo Hernán Cortés, al poco de contactar con los aztecas, entenderse con ellos?… Son curiosidades de estos días, inspiradas tras nuestra última visita al Templo Mayor. La india Malintzin -La Malinche-, actuó de guía para él (quien acabaría posteriormente en sus brazos; era todo un conquistador; ¿y quién dijo que lo Cortés no quita lo caliente?). Solo que no hablaba más que castellano. Y con acento extremeño además. Y ella, el náhuatl.

¿Nahuatl?… Yo mismo, antes de venir por vez primera, desconocía la existencia de esa lengua franca, impuesta en los territorios conquistados por el Imperio mexica -o azteca-, desde el siglo XIV. Es decir, que ellos hablaban eso, vamos (esa actual lengua nativa para aproximadamente un millón y medio de mexicanos, la mayoría bilingüe con el español). E ignoraba que poseyera una gramática explícita ya desde el 1457 tres años antes, por tanto, de la primera gramática del francés-, gracias a Juan Andrés de Olmos, quien transcribió textos clásicos con el concurso de los sabios indígenas (tlamaltinime), maestros en las escuelas de educación superior (calmecac).

Libros

Un tomo de historia de México nos proporciona la respuesta: Malinche, cedida como esclava en territorio maya siendo niña, hablaba con fluidez tanto ese náhuatl como el maya. Regalada como esclava a Cortés en 1519, él la utilizó como intérprete nahuatl-maya. Ahora bien, aún nos faltaba una pieza, alguna tercera persona que sirviera de filtro entre los dos. Y fue Jerónimo de Aguilar, náufrago español quien, tras caer cautivo en Cozumel pocos años antes de que el propio Cortés pisara esas tierras, fue rescatado por este. ¡Eureka! ¡O Eurekatl!: toda vez que el conquistador se dirigía en español a Aguilar, este se lo traducía a la Malinche en maya, quien a su vez pasaba ese idioma al náhuatl y viceversa, pudiéndose llevar a cabo todos los contactos entre españoles y aztecas de aquellos históricos días (en otro orden de cosas, hoy existe el adjetivo «malichista» para designar a aquel que traiciona a su propia patria, yéndose con el enemigo).

Nadie puede decir, no obstante, que Cortés perdiera precisamente el tiempo: tuvo un hijo con La Malinche, pero asimismo otro con Tecuichpo (hija de Moctezuma y mujer de Cuauhtémoc). Y agárresense los machos: otro libro nos informa de que el hijo concebido con la primera -Martín-, participaría años después en un levantamiento contra el virrey Luis de Velasco como protesta a las restricciones a las encomiendas de indios. Primer mestizo y primer precedente a la vez de lo que sería la Independencia. Si todo esto no es fascinante, les ruego: repásenme el significado de la palabra «fascinación», que me he perdido («interesante», en náhuatl, es «iuani«; pero se me queda corto).

Curioseo diversas recopilaciones de poetas aztecas, como Nezahualcóyotl –autor de aquel poema incluido en el billete de 100 pesos-, o también el «Canto triste» de Cuacuauhtzin (Cuacuauhtzin icnocuicatl):

«¿Adónde en verdad iremos que nunca tengamos que morir? Aunque fuera yo piedra preciosa, aunque fuera oro, seré yo fundido, allá en el crisol seré perforado. Sólo tengo mi vida, yo, Cuacuauhtzin, soy desdichado».

O este extracto de»Las flores y los cantos» de Ayocuan Cuetzpaltzin:

«¿Sólo así he de irme como las flores que perecieron? ¿Nada quedará de mi nombre? ¿Nada de mi fama aquí en la tierra? ¡Al menos flores, al menos cantos!».

Miguel León Portilla

¿Quien suele recopilar todo esto?… Miguel León-Portilla, principal experto en pensamiento y literatura náhuatl (idioma que habla perfectamente, a sus prometedores noventa años de edad). Crocoy y yo recordamos aquella tarde del año 2007 en que, dejándonos caer por un acto de la Casa de América de Madrid, vimos despuntar a un ponente de aspecto menudo, gafas y una forma de hablar irresistible, por erudita y graciosa a la vez. León-Portilla se ganó a la audiencia enseguida. Él mismo explica, en una conferencia que cualquiera puede contemplar en youtube, su primer contacto con el náuhatl:

«Todo comenzó con el padre Angel María Garibay, profesor en la facultad de filosofía de México. Les voy a a decir cómo fue la cosa: «¿Es usted el padre Garibay?. «Sí». «Quiero hablar con usted». «Ya está hablando, díga qué quiere». «Es por una consulta de su obra…». «Mire, venga a mi casa el viernes a las seis, y si no viene me da igual». Y colgó. Excuso en decirles que llegué el viernes a las cinco y media y temblando. Garibay salió a recibirme a la puerta. Tenía una pequeña sala con cientos de libros. «Conque usted dice que le interesa el náhuatl, ¿y sabe algo de náhuatl?». «No, no sé nada». «¿Y cómo va a estudiar esto?… Aquí en México tenemos grandes helenistas que no saben griego. Grandes estudiantes de Kant y de Marx que no saben alemán, figúrese. Y usted quiere estudiar el pensamiento y la poesía náhuatl y no sabe náhuatl… Mire amigo, le voy a regalar este libro, que es una introducción que yo he escrito, y va a venir de aquí en quince días. Si no prepara o no prepara bien las tres primeras lecciones, mejor no venga, porque yo no pierdo el tiempo ni con tontos ni con flojos«. «Muchas gracias«. Naturalmente temí que me echara con la escoba. Llegué y pasé la prueba. «Bueno, no estuvo del todo mal. Prepare más lecciones y vuelva«. Total, esto comenzó en el año 1952. Probablemente nadie entre mis oyentes viviera ya aquí en la tierra. Todos estaban el árbol nodriza, en el tlalocan. Goteaba leche en el chichihualco, el árbol chichihuac« (risas de la concurrencia).

Abuelo

Unos dos meses después de aquello nos hallábamos en el barrio de Coyoacán cuando se nos ocurrió buscar la fachada de su casa, como en un juego. En determinada página web constaba su dirección, y una vez ante su puerta pulsamos el timbre, atrevidos: nos abrió una mujer, a quien explicamos cándidamente que proveníamos de España, que nos encontrábamos de camino al Colegio de México y que nos habíamos atrevido a saludar.

Aquello del Colegio de México, institución pública de educación superior, era cierto: allí trabajó mi tío abuelo, José Medina Echavarría, republicano exiliado a México entre 1936 y 1945, y catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Central de Madrid (cuya plaza ocuparía Alfonso García Valdecasas, fundador de la Falange), y queríamos visitarlo. De tanto oír mencionar al Tío Pepe en mi casa y desde que tuve uso de razón, toda vez que pasaba de pequeño por la Puerta del Sol y veía el célebre cartel de «Tio Pepe» pensaba que hacía referencia a él (apenas sabía leer, y no me desentonaba aquel slogan: «el cielo de Andalucía embotellado«). Aparte, mi familia solo pudo volver a verle en persona allá en París. O ya en Madrid, solo tras la muerte de Franco.

Así que aguardamos, incrédulos, en una deliciosa salita repleta de libros -quizá como la de Garibay; aunque sin anexo propio de dos pisos, ¿eh?-, y a los pocos minutos apareció Miguel León-Portilla en persona. Amable, cercano, aunque al cabo algo confuso, no tardó en preguntarnos con sonrisa algo perspicaz cómo es que le habíamos encontrado. Al confesarle que debido a Internet, quedó más confuso todavía: él nunca había autorizado su difusión en la red. Tenía ochenta años y estaba como una rosa (o xochisuatl, como diríá él). Era extraordinario estar allí, como intrusos, aunque a lo mejor nuestra conversación no se le antojó especialmente estúpida, ni le transmitimos particular sensación de ir a robarle en su preciosa casa de tenues luces, de luminosos motivos decorativos prehispánicos: nos fue tan hospitalario que durante una buena media hora hasta nos invitó a sentarnos junto a él y su mujer, una lingüista y académica española llamada Ascensión, quien por puro azar era especialista en exiliados republicanos.

«Algo así solo nos puede ocurrir a tí y a mí «, solemos decirnos un Ex a otro.

Ahora bien, en el capítulo anterior de «Por Mex con mi Ex» confundí muy torpemente a Bernardino de Sahagún -de quien León-Portilla es rendido especialista-, con Bernal Díaz del Castillo. De haberse enterado de una cosa así, nuestro anfitrión, al peor estilo Garibay, tal vez no me hubiera dejado entrar en su casa ni recitando a Nezahualcóyotl en náhuatl.

Pero no: observó los mejores modales (o nemakayotl). Hasta nos regaló un libro dedicado («Rostro y corazón de Anáhuac«). Y Ascensión en persona acabó mostrándonos en la calle el bus más adecuado para alcanzar el Colegio de marras –Pedregal de Santa Teresa, muy al sur-, donde la noticia de venir de España con un tío abuelo que puso en marcha un Curso de Estudios Sociales, colaborado en la Revista Mexicana de Sociología o impartido clases en la UNAM, hizo que nos recibieran con mayor amabilidad todavía (mostrándonos una placa con su nombre, que algo queda).

Pero basta de egregias literaturas: miro mi reloj de pulsera, son las ocho de la tarde y tenemos hambre. Conviene ir a ayudar en la mesa. «Les agradezco mucho y estoy muy contenta por esta deliciosa cena navideña, hecha con todo el amor, disfrútenla, coman, no desprecien nada, avancen«, exclama Tía Lore. Y tras el preceptivo intercambio de regalos –yo les convido a turrón, que no abunda tanto en estos lares, y todos se abalazan sobre él-, se recuerda por supuesto al abuelo. Y su carácter.

Lore, de joven, le confesó su pretensión de trabajar en Sanborns -poderosa cadena de restaurantes, cuyas meseras visten un vistoso traje típico oaxaqueño-, «por llevar el pañuelito que ellas llevan«. Él razonó entonces: «Eres una analfabeta funcional, y por lo tanto lo puedes hacer: hablas, caminas, también sabes ir al baño. Escribes y lees. Bueno, puede ser…».

La mañana en que se produjo el espantoso sismo de Ciudad de México, y consciente de que su propia hija –Gabriela, madre de Crocoy-, se hallaba allí -y sus pocas posibilidades de haber sobrevivido-, él apagó la televisión de golpe y les dijo: «Ni modo. Aquí los hombres no lloran«. Esto en una casapobada únicamente por mujeres, incluída su propia esposa. Y se metió en su biblioteca.

Pero es la hora de brindis. No me hace falta consultarlo en este mismo reloj de pulsera que a él pertenecía y que Crocoy me regaló hace unos años. Aquel con el que él murió, y cuya correa hice arreglar antes de venir. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.

«¡Salud!…», exclama alguien en el entrechocar de copas. «Porque estamos aquí…».

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