Mi Ex mujer y yo nos disponemos a pasar dos días en Ciudad de México, y es tan comprensible que ella prefiera dejar el coche en casa: manejar a través de semejante Babel, conocida hasta hace bien poco como el «D.F.» (o «DeFectuoso», según el resignado sentir de muchos), puede intimidar al más pintado. De ahí que Crocoy y yo nos dejemos caer por la modesta estación de autobuses de Ciudad de Pachuca (o «Pachuca» a secas; si bien aún más defectuosa todavía, según el resignado sentir de ella).

Y bueno, ¿es qué no hay trenes de pasajeros?… Salvo en el norte del país, estos son exclusivamente de mercancías, no sé si lo sabían. Nosotros sí, por lo que nos acodamos frente al mostrador de la empresa Ado con intención de dirigirnos a la capital (o Tenochtitlán, según el entusiasta sentir de ambos). Allí un par de empleados, de impecable camisa y corbata, registran nuestros nombres en su compu (ordenador), imprimen con aire eficiente los boletos (billetes) y nos cobran 76 pesos por cabeza (un euro equivale a 20 pesos; poco más de tres euros y medio). Cualquiera diría que nos disponemos a tomar un avión: todo parece muy ordenadito y en regla, de acuerdo a ese acusado gusto local por las ceremonias y formalidades. Para acceder a las cocheras, sin embargo, otros empleados menos elegantes cachean nuestros antebrazos, cinturas y pantalones con espíritu tranquilo. «Poco más que un mero trámite cotidiano«, parecen decir. «Nada hay de intimidante en ello» (ocultando una verdad aún más intimidante todavía). Por cierto que justo antes de arrancar, otro empleado se pasea presto hasta el último asiento filmando los rostros de todos y cada uno de los pasajeros por medio de una pequeña cámara de vídeo.

Crocoy me informa: bien, es por si a alguien se le ocurriera cometer un acto peligroso a bordo: así podrían comprobar más tarde la identidad del culpable.

Ya en ruta, unos monitores dispuestos en el techo proyectan un vídeo corporativo de la empresa, y una melosa voz -como solo una locutora mexicana puede tenerla-, declama a elevado volumen: «Gracias por su preferencia. Estamos orgullosos de servirle…«. Llegado mi cuarto día en México, no obstante, mi instinto ya se ha aclimatado lo suficiente como para añadir en mi cabeza: «…Y de considerarles potenciales asaltantes armados, dispuestos a tomar el vehículo en el instante más inesperado. Disfruten del viaje«).

A lo largo de nuestra relación -y cuatro viajes anteriores-, Crocoy ha ido guiándome por la comercial Zona Rosa, las sofisticadas Colonia Roma, La Condesa o Polanco o la bohemia Coyoacán. Accedido a atravesar enormes distancias, inabarcables avenidas –Insurgentes; Reforma-, solo para compartir conmigo la originalidad de Xochimilco, el innegable magnetismo de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), las maravillas de cada una de las salas del Museo Nacional de Antropología o el encanto del céntrico bosque de Chapultepec. Proporcionándome mucho más que una ligera idea de lo fascinante, bella y terrible que puede resultar Tenochtitlán (aunque eso sí: absteniéndonos de pisar diversos otros sectores capaces de hacer peligrar tu vida -véase el barrio de Tepito-, incluso a plena luz del día).

Hoy nuestra visita será más modesta, sin vocación de abarcar tanto. Desplazarse a otros barrios exige un tiempo y una resistencia de que ene stos dos escasos días no nos apetece disponer. No importa: solo sé que ella dormita aquí, en el asiento próximo. Y que no abundan Ex de este calibre. Lo digo ex profeso, no es un exabrupto: yo les juro que así ex. Tras más de un lustro de ausencia, vuelvo a revivir ciertos detalles que siempre atesoré en mi memoria y hasta creí perdidos, como esa Ciudad de México que asoma interminablemente tras la ventanilla. Uno siempre cree estar a punto de llegar a ella, pero es mentira: verdaderos océanos de viviendas -color cemento, techos de uralita-, ascienden cual plaga de hormigas hacia los cerros circundantes. Hacia esos improvisados hormigueros donde, teóricamente, no cabrían ni la mitad de ellas.

Pero ahí están. Trepando cada día. El principal acceso norte es «Indios Verdes»: no solo una estación de metro sino la confluencia de cientos, miles de poblaciones cercanas, y donde una marea humana nos arrastra, obligándonos a permanecer atentos del todo. El nombre de cada estación -de infraestructura sencilla y funcional-, viene acompañado de su respectivo icono, en forma de silueta o dibujo: la población que no sabe leer -y son tantos-, puede reconocer así dónde se encuentra. Ya en nuestro andén, un policía nos berrea que la cabeza del tren se halla destinada al uso de las mujeres. Y la cola, al de los hombres. Todo para evitar que estos últimos, aprovechando las aglomeraciones, se sobrepasen con las primeras. Así como suena. Crocoy permanece conmigo durante la media hora de trayecto hacia el centro: sucesivos vendedores ambulantes van deslizandose trabajosamente entre la gente, altavoz en la espalda, ofertando una música feroz y atronadora (corridos, mayormente). Aunque también los hay que ofrecen narraciones propias a voz en grito, a cambio de una voluntad.

 

Al carecer -hemos carecido siempre ,ya desde el primer día-, del más elemental sentido de la orientación, precisamos cuidarnos el uno al otro aún con más detenimiento que cuando éramos pareja oficial. Víspera de Navidad, y todo abarrotado. Tras mucho preguntar por el hotel Isabel la Católica, hallarlo al fin y depositar nuestro equipaje en él, callejeamos por las calles que, partiendo del Zócalo, alcanzan el solemne Palacio de Bellas Artes (donde, entre otras muchas cosas, tuvo lugar el funeral de cuerpo presente de Gabriel García Márquez). La arteria más comercial, armoniosa y céntrica de toda la ciudad (y que apenas augura, que hace olvidar casi -solo casi-, la caótica dinámica del resto).

En nuestro afán por beber algo, no nos conformamos con el primer bar a la vista: damos tenazmente con La Ópera, lo más parecido a antiguo un café vienés -espejos, lámparas, vidrios estilo francés-, que halla visto en México. Ahora bien, y al menos que yo sepa, en los cafés vieneses nadie acostumbra a disparar con su pistola al techo, tal y como hiciera Pancho Villa durante los tempestuosos días de la Revolución. Alzas la vista y ahí se conserva, intacto, ese histórico orificio de bala.

No soy muy aficionado al tequila, pero este lugar me provoca las ganas, y pido uno. Aunque ni bebiéndome una botella entera «pa mi solo» podría asimilar la imagen de esos hombres anuncio que, en la Avenida Francisco Madero, sostienen unos carteles con gesto hiératico e impasible y que rezan -y nunca mejor dicho-: «Tu vestir sensual o provocativo ofende a Dios«. O bien (o más bien mal): «Casarse con un divorciado y mirar a una mujer y codiciarla es adulterio«. Todo ello, curiosamente, a menos de cien metros de la Torre Latinoamericana, enorme rascacielos de vidrio y alumnio y verdadero símbolo de la modernidad nacional. Y A cuyo mirador, de 44 pisos de altura, ascendemos por mero impulso. Y además en ascensor (no reparamos en lujos). Divisando, en su plenitud, todo el inmenso valle circundante.

La urbe -unión y mezcolanza de urbes-, no solo se extiende hasta más allá de donde pueda alcanzar la vista sino del propio entendimiento. Algo en la monumental dimensión de todo esto -que no monumentalidad: priman las construcciones algo bajas-, lo asemeja a un organismo vivo. Ni siquiera sus cerros más lejanos, con sus faldas de cemento, lo parecen tanto. Solo que en este mismo valle vino a alzarse la grandiosa capital del imperio azteca, esa Tenochtitlán de trece kilómetros cuadrados y asentada de forma inverosímil sobre la laguna de Texcoco. Con sus sofisticados canales, plazas, templos y mercados. Los mismos que Hernán Cortés visitaría, conquistaría y destruiría en definitiva y para siempre corriendo el año 1521.

El mismo día en que aterricé en este país, comencé a cobrar asombrada conciencia del personal mundo de Crocoy, allá en los albores de nuestra relación, pero asimismo de un imperio superpuesto literal y físicamente sobre otro: los españoles construyeron, sobre el propio epicentro de uno de los más impresionantes lugares del planeta, una imponente catedral colonial. Y, enfrente de ella, un gran Zócalo -una de las explanadas más grandes del mundo-, custodiada por palacios elegantes, muy al gusto europeo. Tal vez otros imperios ganadores hubieran hecho lo mismo, y sin embargo Tenochtitlán no supone otro mundo fascinante aunque extinguido: sigue constituyendo un hecho palpable, no solo una mera entelequia o mito. Nunca una serie de piedras mal dispuestas tras la vitrina de un museo.

Digo «palpable» porque se puede tocar. Y a ras del suelo, esta vez. O debajo del él (¿acaso bajo la propia Torre Latinoamericana no llegaría a alzarse la Casa de Animales del emperador Moctezuma?). Desenterrado de él. En el centro de centros.

Su nombre: el «Templo Mayor». Al día siguiente, muy temprano, Crocoy y yo paseamos hasta la zona arqueológica descubierta, de forma casual e improvisada -o sea, tan mexicana-, por un grupo de trabajadores de la Compañía de Luz en 1978. Siempre lo habíamos postergado y aquí estamos, cruzando ese Zócalo –en donde siempre suelen desfilar individuos caracterizados, de pies a cabeza, como imponentes guerreros aztecas-, hasta ese este recinto abierto, situado literalmente un tiro de piedra de la abrumadora catedral, y cuyas torres y bóvedas, desde su costado oriente, parecen observar a su vecino con la culpable curiosidad de un intruso. Zona en constante exploración, y cuya entrada me sale por 65 pesos -a ella gratis, por ser profesora-, invitándonos a trazar su recorrido y trasladándonos al momento preciso y precioso -y fantástico y cruel y terrible-, de la Historia. Con mayúsculas. Prehispánica o no. De aquel milagroso Año I Conejo, según la cronología azteca, en que aún reinaba Moctezuma.

Ante los sobrios restos de la Casa de las Aguilas (ámbito que solo los sacerdotes y el emperador podían frecuentar), el Adoratorio de Tláloc, dios de la lluvia o el Tzompantli (altar recubierto -y esto se dice pronto-, de calaveras humanas), ninguno de los dos se atreve a añadir nada. A veces no hay palabras. No sé si me explico. O sí las hay, mejor dicho: porque ahí arriba, coronándolo todo, existe un gran muro que incluye, inscritos con gran gusto y sutileza pese a su gran escala, breves extractos de los escritos del propio Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V. Sin duda se explican por sí mismas:

«Hay bien cuarenta torres muy altas y bien obradas, que la mayor tiene cincuenta escalones para subir al cuerpo de la torre; la más principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla» (…). «Tiene esta ciudad muchas plazas tan grandes como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo».

O de los de aquel aquél soldado español, llamado Bernardino de Sahagún, quien en «La historia verdadera de la conquista de la Nueva España«, trazó una cronología en primera persona:

“Entre nosotros hubo soldados que habían estado en muchas partes del mundo, en Constantinopla y en toda Italia y Roma, y dijeron que plaza tan bien comparada y con tanto concierto y tamaña y llena de gente no habían visto”.

El Templo Mayor que estamos pisando, incrédulos, data del año 1325, alcanzaba una altura de 45 metros al igual que la Pirámide de la Luna en Teotihuacan-, y contaba con ciento veinte escalones (hoy no quedan más que unos pocos, pero quedan). El pueblo solía congregarse al pie de la construcción, mientras que en su cúspide exclusivamente lo hacían el sacerdote y las víctimas del sacrificio a los dioses. Reconstruido siete veces a lo largo de dos siglos, dispone de una capa encima de la anterior, al igual que una cebolla o un juego de muñecas rusas.

Si pocas cosas en el mundo pueden despertar nuestra imaginación como aquel choque de culturas, respectivamente en la cima de su poder, y verdadero origen del mestizaje que aún pervive y condiciona la personalidad del país, el propio encuentro personal entre Moctezuma y Cortés resultó un auténtico milagro. Juzguen ustedes mismos, se lo ruego: el primero, interpretando la llegada de este como un presagio, le tomó por un Dios, circunstancia que Cortés bien supo aprovechar, precipitando trágicamente los acontecimientos. Algo que sin duda Crocoy y yo elegiríamos ver, o eso convenimos, en caso de caer en nuestras manos la mítica máquina del tiempo.

Porque precisamente eso es el Templo Mayor: una auténtica máquina del tiempo. Y aún mucho más. Como bien dice John Carlin: «El asombro de los españoles ante lo que vieron en tierras mexicanas, y el de los nativos al ver a los españoles por primera vez (“creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo uno”), solo es imaginable hoy en caso de que descubriéramos una civilización avanzada en un planeta lejano».

Aledaño al recinto se ofrece un fabuloso museo en el que admirar esculturas, máscaras, tallas, incripciones de un valor incalculable. El problema es la propia palabra: «museo». Es como si uno estuviera hablando de cosas muertas («una cerveza bien muerta», en México, es una cerveza helada). Cuando están tan vivas, devolviendo su mirada, que parecen decir, con voz nada melosa (y tal como afirmaron en otro de los textos escogidos de entonces, que también se alzan en otro espléndido muro):

«Orgullosa de si misma se levanta la Ciudad de México-Tenochtitlán. Aquí nadie teme a la muerte en la guerra. Ésta es nuestra gloria. Éste es tu mandato. ¡Oh, dador de la vida! Tenedlo presente, oh príncipes. No lo olvidéis. ¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlán? ¿Quién podrá conmover los cimientos del cielo? Con nuestras flechas, con nuestros escudos. Está existiendo la ciudad. ¡México – Tenochtitlán subsiste!».

Sí, sí que subsiste. A su manera, claro. Pero subsiste. Como bien sabe el barrio colonial de Coyacán, que cobijó al propio Cortés en los primeros días, y al que nos acercamos en una combi (esas furgonetillas invariablemente atestadas de pasajeros y que sí merecen el nombre de «anacrónicas» gracias a su indescriptible palanca de cambios, su claxon chirriante que parece datar de la propia época de Moc Moc Moctezuma, y cuyo conductor devora una chocolatina con una mano mientras maneja descuidadamente con la otra).

Ahora Crocoy pide una gran jarra de cerveza en ese mismo y apartado bar en donde brindamos por primera vez, hace ya doce años, pero el mesero es un chico con actitud medio adormilada que tan solo sabe repetir: «¿Mande?» a cada sencillo requerimiento. Crocoy resopla. Tenochtitlan tal vez subsiste, pero el grueso de sus herederos –especialmente los del sector servicios-, parecen rendir exclusivo culto al dios Cloroformoatl.

Coyoacán es un delicioso canto a la vida, el problema es que luego nos toca volver en metro a Indios Verdes y coger el autobús de vuelta a Pachuca en un viernes, 23 de diciembre. Y que la salida norte sigue sin ofrecer salida alguna a todos los vehículos que, literalmente atascados, pretenden escapar. «¿Quién podrá sitiar a Tenochtitlán?…». Los aztecas, pese a su temor a tantas amenazas y presagios, jamás pudieron imaginar que algún día existiría una ciudad construida sobre su propia ciudad. Y en la que esos extraños coches, autobuses y motos (visión parisino-azteca que inspiraría el cuento «La noche boca arriba» de Julio Cortázar), no cabrían. Una locura capaz de sitiarse a sí misma cada día, conmoviendo los cimientos del cielo.

Nosotros hemos estado asimismo en algunas partes del mundo (no en Constantinopla pero sí en alguna parte de Italia -Florencia, este mismo verano-), y podríamos añadir en este mismo instante que «plaza tan mal comparada y con menos concierto y tamaña y llena de gente no habíamos visto”. O bien aquello de: «tiene esta ciudad muchas plazas tan grandes como dos veces la ciudad de Salamanca -hoy queda el Zócalo-, toda cercada de portales alrededor, donde hay cotidianamente arriba de sesenta mil ánimas comprando y vendiendo».               

Armados de paciencia –aún restan por llegar dos autobuses de retraso-, advertimos que la gente que nos rodea –ignoro si sesenta mil almas, pero un montón sin duda-, no es tan amenazante como uno tiende a pensar en un principio. No hay tanta hostilidad sino dureza, resistencia. El sufrido pueblo mexicano, con justificada fama de indolente, de violento, está más que harto de aguantar y resistir humillaciones, y no sabe solucionarlas. O así comentamos, aguardando a ser convenientemente filmados como presuntos criminales en la propia puerta del vehículo.

«Entre las muchas ofrendas que ha recibido el Templo Mayor», afirma con genial humor Juan Villoro, «la más postmoderna de todas fue la de un coche que entró por la calle en exceso de velocidad y saltó hasta pirámide. Iba tripulado el coche por un conductor profundamente borracho que, sin embargo, dejó una prueba arrolladora de lo que pueden ser las ofrendas en nuestra época. Un testimonio votivo de que a esta ciudad le hacen falta lugares de estacionamiento…«.

Sí: sin duda mejor no haber traído el coche.

 

2 COMENTARIOS

  1. Fé de erratas: de burradas, prácticamente, pues el autor, en un descuido imperdonable, ha atribuido las palabras de Bernardino Diaz del Castillo a Bernardino de Sahagún. Error grave: bastante poco conocemos a nuestros cronistas en España como para que un espaňol haga bailar las fuentes. Miguel León-Portilla me daría un merecido garrotazo. Expresado queda, pues, mi descuido. Y que viva México!

  2. Fe de erratas: de burradas prácticamente, pues el autor confiesa haber atribuido muy negligentemente las palabras de Bernal Díaz del Castillo a Bernardino de Sahagún. El primero sí que era soldado, mientras que el segundo fue un misionero franciscano que incluso hablaba náhuatl. El error es grave, puesto que bastante poco conocemos ya en España a nuestros cronistas como para que un español despistado haga bailar las fuentes en Internet. Miguel León-Portilla, la mayor autoridad viva en estas lidesm me hubiera dado un merecido pellizco. Expresado queda el error desde aquí, es todo cuanto puedo hacer, y no repetirlo. Y que Viva México.

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