Sí, continúo en México. Tratando de conservar, a cada momento, esta sensación de felicidad y sorpresa constante a partir de elementos ya conocidos -mi quinta visita a Pachuca ya-, y que hace un tiempo creí que ya no volvería a ver, dada la enorme distancia entre mi ex y yo (amén de otras sucesivas parejas). Este Mex Lag me hace sentir algo cansado ya desde primera hora de la mañana, solo que me es posible alargar el brazo y presionar suavemente el de Crocoy y preguntarle, animado, qué podemos desayunar en este modesto establecimiento del Mercado Revolución.

Entiendo muy bien eso de «huevos con jamón, con tocino, con chorizo, con salchicha, rancheros, a la Mexicana«, aunque no tengo tan claro en qué consistirán esos «tlacoyos, enmoladas, tacos dorados o antojitos«. Crocoy va explicándome la particularidad de cada cosa («una torta es un bocadillo, ¿recuerdas?»), sin reprochar mi desastrosa memoria. No en vano acabo de pedir «chilaquiles» cuando quería decir «enchilada«. Puede que esta última suene contundente, terrible, pero no consiste más que una tortilla de maíz doblada o enrollada -como la de los tacos-, cubierta con una salsa de chile y jitomate (tomate), y rellena normalmente de pollo, más algún toque de nata o queso por encima. Resulta muy suave y cremosa al paladar: fue lo primero que probé al poco de llegar, más de diez años atrás, en una terraza del barrio de Coyoacán de Ciudad de México, y me encantó. La cantidad de chile siempre se puede negociar, y los chilaquiles (con esos totopos -Doritos de toda la vida, vamos-, bañados en una salsa de chile verde o roja y trocitos de cebolla), se me antojan como combinar el aperitivo con la comida. En cambio Crocoy siempre suele saber lo que le gusta y cómo pedirlo.

TTeotihuacán 88 SI - copia

Los platillos (platos) mexicanos son siempre susceptibles de un sin fin de negociables matices. Y la comunicación entre clientes y meseros mexicanos, más rica que entre clientes y camareros españoles. Un menudo señorcito viene y va, consultándonos detalles antes de regresar al trajín de sus modestos cacharros. Nada de materiales de última generación en un mercado. Bebo mi jugo (zumo) de naranja, degusto mi licuado (batido con leche) de papaya. ¡Qué fruta tan sabrosa hay por aquí!… Si bien el café, conocido como «de olla o piloncillo» (dulce preparado a partir del caldo, jarabe o jugo no destilado de la caña de azúcar, y aromatizado con canela), posee un sabor algo amargo, anisado incluso, me cuesta verdaderamente hacerme a él. Para endulzarlo apenas se sirven de alguna tímida crema y deja ya de contar. «¿Te sirvo?», le pregunto, taza en mano, a esta Crocoy que, retomando uno de sus habituales chistes, contesta divertida: «No, pero me entretienes«. Ay, siempre vuelvo a picar.

Ayer mismo, en Real del Monte, fue un entrar ya en cierta espiral de perdición en cuanto al consumo de cervezas se refiere. Presumo que nada me impedirá engordar en unos días, cosa tan fácil de lograr por aquí. Aparte, la marca Coca Cola es presencia verdadera y omnipresente en todas partes. No hablo de su publicidad, sino del hecho de que un litro de esa pausa que refresca resulte aún más barato que un litro de leche. Por lo que no es raro observar a ciertos padres suministrando sorbitos de esas botellas a su pequeño bebé, a modo de improvisado biberón. De ahí el sobrepeso crónico o diabetes que aqueja a gran parte de la población, comenzando por determinados elementos del «cuerpo policial«: algunos no parecerían capaces ni de perseguir al primer maleante cojo.

Disfruto acompañando a Crocoy a realizar trámites cotidianos. Hoy toca sucursal bancaria, y decenas de pachuqueños aguardan turno ante sus ventanillas. Pese a existir la clásica pantallita provista de números digitales, es un oficial del banco quien va asignando a dedo los turnos, lo que aporta un asombroso aire de improvisación, como si todos se acercaran a la fuente a rellenar los cántaros de agua en la plaza del pueblo. Ello hace chasquear la lengua a Crocoy, hasta la madre (harta) de esta combinación de incompetencia infraestructural y adormecimiento generalizado que impregna tantos y tantos lugares del país.

Tomamos el coche después. O es ella quien lo toma, pues: he olvidado mi carnet de conducir en España (Crocoy me había informado de que, por unos pocos pesos, podría convalidarlo en alguna parte). Pretendo que ello no nos arruine la fiesta. Durante el desayuno hemos repasado las diferentes escalas de nuestro viaje a Yucatán, apenas en un par de días, y será ella quien maneje todo el rato. Adoro ir al volante por México, pero intentarlo sin acreditación no se contempla: Crocoy es prudente y, con su generosidad habitual razona que, en caso de manejar yo, ello la obligaría a apendejarse (marearse) tanto como en nuestro último viaje hasta Italia, este verano, consumiendo cantidades industriales de Dramamine.

La primera vez que me saqué un carnet internacional -oficina de Tráfico de Arturo Soria-, allá por el año 2004, un funcionario se me carcajeó en la cara ante la peregrina idea de pretender utilizarlo en tierra azteca. Y la primera vez que conduje por aquí fue en la ciudad de Cuernavaca y de noche: acababa de llegar al país y apenas había arrancado cuando efectué un inofensivo cambio de sentido en un callejón solitario -al que ella misma había dado el visto bueno-, cuando cerniéndose de entre las sombras surgió la tan inesperada como oportunista figura de un policía que, ni corto ni perezoso, nos informó -con el tono de a quien no le quedaba más remedio-, que iba a encasquetarnos una multa. «No hagas ni digas nada, déjame a mí«, me susurró Crocoy. No hizo falta que lo dijera dos veces. «Ándele, señor», le dijo al policía, «seguro que podemos arreglarlo«. Pausa grave. «¿Y cómo?», contestó él, «les he visto y hay evidencia«. «Ándele, señorcito, seguro que es usted muy amable y se hace cargo«, repitió ella. El otro parecía hacerse de rogar. «Sí, seguro que podemos arreglarlo«, insistio Crocoy. Yo, justo en medio de los dos, apenas entendía nada. Si acaso percibía todo aquello como una especie de extraño cortejo. «Pero señorita, mire que a mí me sienta muy mal…«. «Sí, seguro que podemos arreglarlo«. Y saliendo del coche se aproximó a él, tendiéndole la mano sin bajar la mirada. Mano que el otro aceptó, manteniendo la suya. «Pasen pues«, dijo el hombre. Ella volvió a montarse y yo arranqué al fin, estupefacto. Pudiendo advertir, por el espejo retrovisor, cómo aquel tipo consultaba detenidamente el contenido de su mano. «Era un billete, claro«, dijo Crocoy sonriendo. Ahí comprendí que si ella le hubiera hablado de dinero, él se hubiera ofendido: como en cualquier pacto entre caballeros, siempre existe un código a seguir. «Ay, aquí casi todo funciona así«, me advirtió, sin mencionar el término «mordida mexicana«. Y ni mayor falta que hacía.

TTEOTIHUACAN 2 SI

Pero somos dichosos: nuestro inminente destino es Teotihuacan. Así como la búsqueda de Rosita en sus inmediaciones. La primera vez que oí el nombre de Teotihuacan de labos de mi ex, este apenas me dijo nada. Su tía Lore sí había llegado a comentarme, allá en casa, que era un lugar muy bonito y todo eso, pero ahí quedó la cosa. Pero hasta que no ví ese lugar en persona -y se me escapó decir con la boca abierta: «La madre que parió a Peneque«-, no entendí, entre otras cosas, que ella no había querido adelantarme ni una sola palabra, hábil guardando sorpresas. Todo cuanto yo conocía acerca del pasado milenario de México, antes de esa primera visita, eran meros detalles aislados, promocionados en las agencias de viajes: algo sobre la antigua Tenochtitlán de Moctezuma y Cortés por aquí, algo sobre las ruinas mayas de Chichen Itzá por allá, etc. Pero Teotihuacan es algo indescriptible y Crocoy vuelve a recordarme que, en todos estos estos años, nunca quiso volver por allí, a no ser que fuera conmigo. Oyendo como siempre el el mismo disco, cantando apasionadamente las mismas letras.

Solía viajar en el metro de Ciudad de México, cada mañana, y oír al mismo joven provisto de auriculares cantando muchas frases y poemas en voz alta. Gustándole todas y cada una de ellas, ella no reprimió su curiosidad y tuvo que preguntarle. Se trataba del disco «Lo Cortez no quita lo Cabral«. Y desplazarse en coche junto a Alberto Cortez y Facundo Cabral sigue constituyendo toda una tradición teotihuacana (de hecho ahí es donde Cabral comenta haber oído decir a cierta niña mexicana: «¿Pa qué voy a tener hambre si no tengo qué comer?…»).

En cuanto a Rosita, era una de las meseras en unos de los lugares de comidas situados a la entrada de nuestra zona arqueológica predilecta, y con quien hacíamos buenas migas cada vez que nos dejábamos caer a tomar algo. Y no hay como regresar a ciertos lugares para saludar a quien merece la pena. Ignoramos si la encontraremos, y ella probablemente no se acuerde de nosotros, pero nosotros sí en cambio de su sencillez, inteligencia despierta o afición a practicar el kárate en sus ratos libres (o eso nos dijo).

Solo que parecemos destinados a perdemos por el camino (conduzca quien conduzca; es de no creer). En teoría todo consiste en coger la carretera Ciudad Sahagún-Pachuca/México 88 y Tulancingo, luego la Ecatepec De Morelos/México 132 (ah, pero por aquí «coger» es equivalente de «follar«; y al preguntar a la gente direcciones del estilo: «¿cojo por aquí o por allá?», suelo despertar reacciones encontradas). Esta vez, sin embargo, lo conseguimos, y con no poco miedo justo antes de doblar (girar) a la derecha en el desvío. No hemos tardado ni media hora en contemplar ese gran arco que anuncia San Martín de las Pirámides, y entonces todo parece ir sobre ruedas, dada la ingente la cantidad de vulcanizadoras que abundan a ámbos lados del camino. «Vulcanizadora» es el nombre genérico de los talleres de reparaciones de automóvil, en particular de llantas ponchadas (pinchadas). Así que este es el único lugar del planeta donde les recomiendo sufrir un percance así. Tal y como nos ocurrió hace seis años, por cierto, aunque en un cuarto de hora rodábamos de nuevo hacia las ruinas. Eso viene a ser Teotihuacan: unas ruinas. O -mucho mejor dicho-, una ciudad literalmente abandonada. Y una de las mayores ciudades prehispánicas de Mesoamérica, lo cual se dice pronto.

Aparcamos el coche en un terreno habilitado justamente al lado de lo de Rosita, negocio familiar repleto de sillas y mesas de andar por casa. Decorado con todo tipo de coloridos sarapes y lonas. Habilitado, en una esquina, con gran multitud de cacerolas y ollas. Su propio hermano nos confirma que ella vendrá más tarde -como a las cinco-, y satisfechos nos encaminamos hacia esa ancha calle flanqueda por diversos puestos con mercancías, souvenirs, etc, donde ya divisamos la inconmensurable Pirámide del Sol. Hipnotizados, incapaces de bajar la cabeza, emocionados en suma por haber vuelto, nos encaminamos hacia ella.

Es como si alguien hubiese tallado una gran montaña de piedra oscura por sus bordes, estrechándolos en sucesivos niveles y bloques a partir de una planta de 225 metros por cada lado hasta una cima de 63 metros de altura. Montaña en cuyo centro distingues, admirado, un carril de escaleras y unos puntitos insignificantes que se mueven lentamente: resulta que son gente. Una anchísima avenida principal –Calzada de los Muertos-, permite descubrir, a la izquierda, muchas otras pequeñas pirámides adosadas hasta la Pirámide de la Luna, de menores dimensiones que la del Sol y, a la derecha, cuatro kilómetros en línea recta cuyo final uno nunca alcanza a apreciar en el horizonte.

Advertidos, traemos cada uno un sombrero: aquí no hay donde cubrirse del astro. Crocoy me explicó, ya el primer día, que Teotihuacan llegó a disponerr, hacia el siglo III después de Cristo, de un área de 20 kilómetros cuadrados, equivalente a la Roma imperial, y una población de cien mil habitantes. Construida a imagen y semejanza del cosmos, fue abandonada sin que aún nadie sepa aducir la razón. Cuando los mexicas la encontraron, totalmente abandonada, atribuyeron su construcción a los dioses, bautizándola en consonanancia como «Ciudad de los Dioses». Y yo hubiera hecho lo mismo: su aspecto es el de esa civilización de otros planetas que imaginamos al imaginar otros planetas. Nadie conoce, no obstante, el nombre que sus habitantes originales le asignaron.

Al ser Navidad, temporada alta, circula todo tipo de gente, pero para llenar un lugar así haría falta despoblar otra ciudad solo para intentar ocupar esta. Numerosos vendedores de collares, artesanías, etc, se te acercan tenaces, por si muerdes el anzuelo. Deben residir en el propio pueblo cercano de San Juan Teotihuacan, y no circulan menos de doscientos de ellos. Muchos, al soplar a través de un pequeño artefacto que reproduce el rugido de un jaguar, imprimen cierto aire fantasmagórico al lugar. Otros, aislados, fatigados, se limitan a lucir con un tímido gesto su mercancía, aposentados con aire algo melancólico.

Un cartel advierte en la base de la Pirámide principal: «Evita subir si: tienes una cirugia o lesión reciente; problemas cardíacos; en espalda, cuello o huesos; presión alta o aneurisma; estás embarazada o bajo la influencia del alcohol o drogas; portas calzado con suela resbaladiza o tacones altos». Lo que nosotros dos tenemos, en fin, es algo más de cuarenta años, así que nos tomamos con calma un ascenso especialmente trabajoso para quien no dosifique sus fuerzas o ignore las virtudes del ziz zag como óptima táctica de alpinismo. La estrechez o altura de estos escalones -los antiguos pobladores adaptaron su proporción a la de ellos mismos, y debían ser algo chaparritos-, resulta aún más exigente que su considerable número. Niños, adolescentes casi, sudan la gota gorda. Pero la cima, no muy amplia -en la que cabrán unas cien personas bien juntitas-, ofrece toda la inmensidad del Valle, de la Calzada misma, del mundo entero en definitiva y allá en derredor. Es el eje del mundo.

En cierta ocasión, tras descender de la Pirámide de la Luna, le pedí a un señor que nos tomara una foto. Este nos dió conversación, era muy amigable, y dos minutos después percibimos un «Ejem» que nos hizo percatarnos de que su mujer, varios metros más allá, continuaba aguardando, posando completamente inmóvil y junto al resto de sus hijos a que su marido acabara de hacerles esa foto que, sin darnos cuenta, habíamos interrumpido justo en el mismo instante de ir a hacerla.

Las pirámides adosadas no cesan en toda esta anchísima Calzada de los Muertos, ni los diversos tramos con escaleras y desniveles, rastro de otras construcciones. Saberse inmerso en tan grande urbe –donde sin duda vivió tanta gente, donde debieron ocurrir tantas cosas que no conoceremos jamás-, constituye uno de los placeres de esta vida. Desde aquel primer viaje hemos compartido diversos otros lugares sagrados –Tula, Palenque, Mitla o Monte Albán-, pero esto es algo especial, deambulando en nuestras cinco visitas por múltiples atajos y caminos colindantes, rodeados por los ágaves y cáctus de este inabarcable complejo. Visitado con asombro las distintas fases de rehabilitación del Palacio de Quetzalpapálotl. Dormido en el propio pueblo de San Juan Teotihuacan. Suspirado por alquilar bicis y desplazarnos vulcanizadamente por sus caminos y recovecos. Sufrido un terrible aguacero que, sin defensa posible, nos empapó de pies a cabeza (en el que un apurado turista japonés trató de guarecerse bajo alguno de los diminutos túneles de canalización que atraviesan la Calzada). Solo al final existe un complejo habilitado para cobijarse o ir al baño (y un vendedor de sombreros porta, agotado, al menos quince de ellos encima de su propia cabeza, superpuestos unos sobre otros).

Justo enfrente aguarda, a modo de recompensa final, la tercera Pirámide: la de Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, rehabilitada ahora. No tan vasta, pero sumamente impresionante gracias a sus escalones e imágenes esculpidas del propio dios supremo. O de Tlaloc, señor de la lluvia. Pero, algo hambrientos ya, tocaba volver alguna vez a la civilización actual, a la aún poblada. Rosita, al vernos, sonríe de inmediato: sí, le consta haber charlado con nosotros hacía tiempo. Viene a sentarse en nuestra mesa: sigue trabajando allí, en efecto. Y se ha casado y tenido dos hijas. De hecho sostiene a su último bebé en brazos, quien muestra ese aire inerte de quienes aún no se enteran de nada. Rosita, que comienza cada una de sus frases con la expresión: «Bendito Dios«, siempre tuvo buena conversación: conoció a su actual marido haciendo kárate en el pueblo, y llamó a su hija mayor Getsemaní, quien nos contempla con aire inteligente desde el borde de nuestra mesa. «Le gusta el negocio y se le da bien«, afirma orgullosa. Rosita solía jugar de niña entre las ruinas del valle, antes de que les prohibieran entrar en el recinto y andar a través de él a sus anchas. Se ríe al recordarlo. Y pocas cosas me resultan tan envidiables de oír. Al contarle nuestra curiosa historia personal, afirma asombrada que en la vida nunca se sabe, y le prometemos regresar cuanto antes. Porque ahora sabemos que hay que doblar a la derecha por la carretera 132. En donde pone «México«. Nombre de ese país que Crocoy me regaló.

 

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