Es mi primer despertar en tierra azteca desde hace seis años. Me encuentro en un sencillo y acogedor dormitorio situado en casa de mi ex, en Pachuca. El mismo que ella misma se ha encargado de arreglar con sus propias manos para esta ocasión. De pintarlo, clavetearlo, adornarlo y conseguir que funcione la ducha (regadera) del baño. Digo «mi ex» porque nos divorciamos en España en octubre del año 2010. Y lo cierto es que no parecía tan mala idea: nos separaba un océano entero e ignorábamos cuándo volveríamos a vernos. Mejor que cada uno siguiera con su vida sin impedimentos legales. Ahora bien, nos dió por celebrar el divorcio de todos modos, y ocurrió de un modo casi tan improvisado y divertido como aquella boda relámpago en cierto juzgado de Aranjuez: esta vez también hubo alegres brindis con amigos en casa, algún asistente incluso hizo cocktails , y ahí supuestamente quedó todo. O casi todo, porque ahora mismo, y contra todo pronóstico, mi mejor y única ex mujer me anima a que la acompañe a desayunar en la cocina de ese mismo hogar, lleno de recovecos y sorpresas, que ya conocí por primera vez en 2004, y en el que ella volvió a instalarse junto a su familia tras el divorcio de su segundo marido, pachuqueño como ella (y en el que los cocktails, al parecer, brillaron por su ausencia).

Saludo a su madre, Gabriela, con alegría enorme y sincera. Nunca pude olvidarla, siempre tiene una historia que contar. Gabriela residía en Ciudad de México cuando se produjo aquel terrible terremoto (sismo) de 1985. Aquella mañana su edificio comenzó a temblar, salió de él corriendo apenas con lo puesto y este se derrumbó literalmente a su espalda. Entre los escombros, algunas horas más tarde, encontró intactas una silla, una mesa de jardín y una baraja de cartas, y las utilizó para convocar a la gente, descubriendo su instinto de adivinadora. Su inmenso talento para consolar, mediante palabras, a todo aquel que hubiera perdido casi todo y a la vez deseara escuchar que todo iría bien en adelante. Hoy día sigue echando las cartas y adivinando destinos ajenos en un despacho anexo a la vivienda misma, más particularmente en la parte trasera de esa tienda de abarrotes (comida, bebida, chucherías), que ella misma abriera hace unos años (un día llegué a presenciar una cola de gente variopinta personándose allí, movida por ese deseo de escuchar, terremotos aparte, que todo iría bien).

La inefable tía Lore, por su parte, me saluda desde su cuarto: realiza casi la misma labor que su hermana Gabriela, aunque en otro despacho, y toda vez que salimos de viaje suele administrarnos esta bendición, persignándonos y todo: «Que los ángeles te cubran, que la cruz del cielo descienda y de todo mal te proteja, que Santa María del Camino te lleve y te traiga con bien a tu destino, cuídenseme…«.

Cantina la nueva lucha

Ya en la cocina veo al Pichihijo único de Lore, primo de Crocoy, y de fisonomía similar a una deidad maya-, quien anda calentando una tortilla en una sartén. Una tortilla reglamentariamente mexicana, se entiende: hecha de maíz, y que envolverá unos deliciosos huevos rancheros. Me asomo al salón y detecto la presencia de Gaby, hermana mayor de Crocoy. Arquitecta y restauradora en gobernación, le dió tiempo a ocuparse de la torre del reloj de la ciudad (que, sin ser ninguna belleza, constituye la enseña oficial de Pachuca), antes de quedarse sin trabajo hace un año, de ahí que elaborara su propia fábrica de jabón artesanal. Y cuando le comento a Rodri, su hijo adolescente, que ni en España ni en el resto de Europa solemos comer tortillas, el chico me pregunta con aire muy intrigado: «¿Y qué comen?…». Muchos mexicanos creen sus propias costumbres extendidas de forma completamente natural al resto del mundo. Entonces oigo irrumpir a Mosh con toda su aparatosidad desde las escaleras. Mosh es un Beagle que se me arroja encima a base de ladridos. Crocoy se transforma por completo al verle: impostando su voz como si le hablara a un niño pequeño, le dedica los más amorosos gritos, capaces de percutir en toda la casa. Qué digo, en el estado entero. Quién sabe si hasta en Ciudad de México. El catálogo de mensajes es amplio, n en vano todo puede comenzar con un: «Hooola, pajecito de la corte celestial, cofrecito de ilusiones», pasar por un: pececito del estanque de la Virgen, vaquita del pesebre de jesús», sin olvidar aquel: «tamborcito de pastor de Belén» o ese indescriptible: «talismán del amor…».

«¿Talismán del amor?», rió su irónica hermana un día. «Pues qué efectivo te ha sido el talismán…».

Bien, tal vez Crocoy no pueda presumir de haber alcanzado los más gloriosos éxitos en el campo del amor en estos últimos años, pero yo desde luego tampoco. Pero ya tendremos tiempo de hablar de todo eso: ahora terminaremos el desayuno, cogeremos el coche y nos acercaremos a Real del Monte, Pueblo Mágico situado a un cuarto de hora de distancia. Los Pueblos Méxicos, Mágicos, qué más da -en realidad es lo mismo, aún pese a la violencia y miseria comúnmente asociada, y con triste razón, a este apasionante país-, son tan hermosos. «Siempre han estado en el imaginario colectivo de la nación«, afirma la Secretaría de Turismo, y Tequisquiapan, en el estado de Querétaro, ya había sido designado como tal aquella tarde en que reinaba el más apacible silencio en el restaurante ubicado bajo los arcos de su plaza central, frente a esa increíble iglesia de color rosado, y se me ocurrió comentarle al mesero, un hombre impecable que ya peinaba canas en sus sienes: «Señor, qué bien se está en este lugar…». A lo que él replicó con un suspiro grave: «¿Bien, dice usted?… Y agitando la cabeza: «Ay, pero si esto es la antesala de la gloria…«.

Tortillería Flores

Al dejar atrás Pachuca se distingue una colina en la que se alza una enorme bandera mexicana. Un magnífico valle va dejando paso al corredor de montaña, a esas primeras brumas que pronto habrán de invadir, en su totalidad, este pueblo colonial de calles empedradas y casas multicolores, donde algunas productoras ruedan esas lujosas y mediocres -por caricaturescas-, telenovelas que solemos ver en casa. Dedicado a la minería durante varios siglos, cuando los ingleses vivían aún por aquí, Real del Monte ofrece sus famosos «pastes» –empanada típica, rellena tradicionalmente de carne molida, patata (papa), cebolla y chile-, en multitud de establecimientos, pero aún no tenemos hambre y callejeamos un poco a través de sus cuestas empinadas, dejándonos llevar, contentos de haber podido volver juntos por estos lares.

El 16 de septiembre del 2010, día de la Independencia nacional, presenciamos la celebración del Grito de Hidalgo en la plaza principal. La presencia del narco ya se hacía patente, la policía incluso había dispuesto diversos francotiradores en los tejados, y fue un viaje algo extraño. En esos días todavía teníamos algo presente la proximidad de nuestra ruptura en el 2008, y no nos llevábamos tan bien. O más bien ella no se llevaba tan bien conmigo, dado que la culpa de dicha ruptura fue exclusivamente mía, aunque ha llovido mucho desde tales días y ahora vamos cruzándonos con todos esos perros vagabundos que deambulan sin destino fijo por las calles. México es el país de los perros sin dueño, de aspecto tan silvestre como desamparado. Será que una gran mayoría no tienen quién les grite: «pajecito de la corte celestial, cofrecito de ilusiones, talismán del amor…«. Abundan frente a la puerta del mercado local, y Crocoy me incita tan generosamente a entrar: solo ella sabe cuánto me gustan.

Quien acuda a México deberá empezar inevitablemente por los mercados. En ellos -y su abrumadora variedad de frutas o verduras, carnes, especias y picantes-, reside buena parte del alma local: allí suele acudir a diario la gente normal y corriente, sencilla y de a pie. Y el resto no somos más que mero güeros (blancos) que los visitan. Hay comedorcitos habilitados frente a sus puestos, la oferta gastronómica es sorprendente y casi todo es limpio, sencillo y barato. Aguerridos varones renegridos, bien calado su sombrero, almuerzan con gesto solitario, intimidante casi, mientras beben de las mismas y enternecedoras botellas de Fanta, tan gigantes de tamaño, que aún existían en España en los años setenta.

Tenemos más bien sed -que en mutua compañía siempre se nos acrecienta-, y nos preguntamos si la cantina de Don Quirino, situada en una calle adyacente a ese mercado, andará abierta a estas alturas. Las cantinas mexicanas suelen ser territorio vedado a cualquiera, y muchas de ellas, particularmente sórdidas, muestran en sus puertas correderas advertencias del tipo: «En este establecimiento no se discrimina por raza, religión, sexo o discapacidad. Prohibida la entrada a menores de edad y uniformados«. Las mujeres, obvio es decirlo, no suelen ser bienvenidas allí: esto es cosa de machos y bien machos -fruto del tan cuestionable sentido de lo viril, intrínseco a este complicado país-, e incluso hay barras en forma de «L» con el fin de que, en su extremo más corto, cualquiera pueda orinar mismamente de pie, si es que le place.

Bien, el caso es que hace seis años Crocoy me presentó a Don Quirino en su propio feudo -cantina «La nueva lucha«-, y yo no salía de mi sorpresa. Se había hecho amiga de él, no me pregunten cómo, y aunque no nos habíamos planteado permanecer allí más que un ratito, salimos a gatas seis horas más tarde, ebrios de gozo y algo más, victimas de una tan inesperada como embriagadora hospitalidad. De los cuatro individuos situados en la barra, dos habían sido «espaldas mojadas» (inmigrantes ilegales que intentan atravesar, infructuosamente o no, la frontera con los Estados Unidos), quienes nos fueron invitando, con proverbial cortesía, a toda una serie de mejunjes no precisamente tan flojos. Don Quirino, posando orgullosísimo frente a su antiguo jukebox -que, a cambio de una monedita, emitía canciones de Pedro Infante-, se dejó hacer una foto con ella (en cierta ocasión, paseando por algún que otro pueblo, me detuve a fotografiar el formidable Belén que un vecino había dispuesto en su propia ventana; este se apresuró a salir al exterior solo para recibir nuestras felicitaciones, posar orgulloso ante su obra; y díganme ustedes si ese candor ha desaparecido o no en nuestra vieja Europa).

Don Quirino, sin embargo, ya ha muerto, su foto preside la barra y ahora es su hijo quien regenta el local. Su interior ha sido remozado y el jukebox reemplazado por otro más moderno, aunque en él abunden todavía tantas canciones clásicas, ricas en amor contrariado. Unos cartelitos rezan, muy al estilo de tasca española: «Don fiado se murió, mala paga lo mató» o: «La competencia es buena pero nosotros somos más chingones«. El caso es que Don Quirino Jr. recibe, en un momento dado, la visita de sus hijos pequeños, recién venidos del colegio, y perfectamente habituados a ver toda a esa pared repleta de fotos de mujeres desnudas que, sin la menor duda, su propio papá ha ido decorando con esmero (y por no hablar del abuelo). Y ríete tú de los calendarios eróticos de tantos talleres de coches españoles. Clientes de ojos vidriosos, capaces de mezclar tequila y cerveza con toda prestancia, van dejándose caer lentamente por allí. Todos saludan con encomiable caballerosidad, y hacemos buenas migas con el desdentado Don Roberto, quien nos invita a comer o a pernoctar en su casa cuando buenamente lo deseemos -Crocoy me advierte, en voz baja, que el tipo habla completamente en serio-, si bien Don Roberto promete asimismo invitarnos a otra Negra Modelo (en mi opinión, la mejor cerveza negra de estos lares), e incluso a otra Michelada, pero le está yendo pésimo en esta última mano de cartas y, con media sonrisa, pronto deja de prometer nada. La Michelada –mezcla de cerveza, limón y alguna que otra salsa, como la Worcestershire; el borde del vaso ha de impregnarse de sal-, constituye una de las delicias alcohólicas del país, una bebida inexplicablemente desconocida fuera de aquí, y que sirve de perfecto antídoto para la resaca (clavo).

Después de haberles oído decir a todo esos individuos que, en caso de volvernos a casar, podríamos celebrar nuestra boda allí mismo («¡tenemos capacidad para unos treinta invitados y hay música!», afirma Don Quirino Jr., y no estoy nada seguro de que bromee), logramos continuar razonablemente sobrios nuestro viaje hasta Mineral El Chico (junto a Huasca, otro de los Pueblos Mágicos del estado, y exclusivo lugar de turismo para los propios mexicanos). En comparación a la sequedad de Pachuca, esto es como asomarse a Rascafría en la sierra de Madrid: altísimos pinos, vegetación, merenderos de montaña en un México insospechado y oculto. Al igual que en cada población local, la iglesia de el Chico supone su centro neurálgico, lo determina todo. Llegamos a un restaurante acogedor y hay oferta de trucha. Qué extraño. Y es que comer buen pescado en México resulta algo complicado: la dieta viene a consistir, casi en todas partes, en platos de carne, carne y más carne. Apenas sueles encontrar algo de camarón (gamba), o pulpo, pero donde nos encontramos hay ríos y piscifactorías, o así me explica una Crocoy que ya va pidiéndonos otra cerveza.

Vuelo a admirar su manera de desenvolverse en su propio país: se dirige a cada mesero con un: » ¿Le molesto con un poquito más de limón?», por ejemplo. Ese es el código. Nada más llegar a España, anduvo convencida de caerle muy mal a todos los camareros hispanos. Acostumbrada al trato azteca, consistente en todo un intercambio de saludos rituales, sentía que si le servían tan bruscamente una caña y no la hablaban era por ser extranjera o algo así. Ahora bien, esta chica posee la mayor capacidad de adaptación que nunca he conocido, y aún cuando preservara fieramente sus raíces (en Madrid rara vez decía: «tengo frío«, sino «tengo frijol«), no tardó en ser feliz, y confieso que a raíz de conocerla me quedé con la copla de aquel: «¿Le molesto con..?», que ella siempre emitía, aunque durante una temporada todo lo que logré, al reproducirlo, fue que los camareros españoles me miraran como si me hubiera vuelto gilipollas. O que me contestaran confusos: «No, no me molesta«. Además, en México no debe decirse nunca: «¿Qué le debo?», o: «¿Cuánto es?». «No te entienden«, me advierte ella. «Dí: la cuenta y ya está«. Asimismo se debe evitar consultar algo dubitativo el menú y comentar: «Ahora le digo«: el mesero permanecerá clavado en el sitio, atentísimo hasta nueva orden. Pero si dices «Ahorita» todo cambia, dado que indica cierta dilatación temporal, y el otro puede relajarse (todos dicen «ahorita» para todo; quizá de ahí provenga su aire tan relajado). Mencionar en cambio: «Ahoritita» asegura una extensión del mismo, de manera que cuantos más sufijos «-ititita» añadas, menos tendrá que esperar nadie por tí.

Agradezco todos sus consejos, nos entendemos e importamos, aunque eso ya ocurrió hace seis escasos meses, cuando regresó a Madrid en verano y cumplimos aquel mutuo deseo de trasladarnos en coche hasta ese Ponte Vecchio de Florencia en el que nos conocimos -fuese por casualidad o destino, vete tú a saber-, doce años atrás. Todos mis amigos se ocuparon de advertírmelo: semejante aventura sonaba de lo más extraña, una especie de pretencioso capricho o locura, especialmente en compañía de una ex a quien jamás solía ver.

Todo salió muy bien, sin embargo: tuvimos paciencia el uno con el otro, disfrutamos de lo lindo y apenas discutimos una sola vez. Éramos compañeros, y en eso consistía casi todo. De hecho ella me dió toda una lección de sencillez en dicho puente: justo antes de cruzarlo por segunda vez y en mutua compañía, decidimos separar nuestros caminos, citarnos media hora después en el exacto punto donde nos habíamos conocido (ahá, justo frente al busto de Benvenuto Cellini). Cogimos nuestras respetivas bicis alquiladas y cada cual se dió un garbeo por su lado. Y fue precisamente entonces, ante la perspectiva de poner de nuevo pie en semejante construcción, joya de la ciudad anterior al Renacimiento, allí donde Dante presenció a Beatriz -donde mi vida había dado un cambio radical en tantos y maravillosos sentidos-, cuando me puse algo nervioso. Acababa de conducir desde Madrid hasta ese lugar, hecho noche en Gerona y Niza y gozando de cada kilómetro junto a ella, y ahora de súbito me daba por pensar que debía existir algo especial e impresionante que decirle, a modo de conmemoración. A modo de talismán del amor. Ya saben, como en las películas.

Nada más verme, sin embargo, y adivinándome tan agotado de calor como superado por tan solemne momento, Crocoy se limitó a mirarme, diciéndome con el más mudo y sincero cariño:

«Oye, ¿y si mejor no hay que decir nada?…».

«La cuenta, por favor», digo al mesero esta vez.

 

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