Recientemente he participado como jurado en un concurso de relato corto donde, lamentablemente, nos hemos visto obligados a descalificar el relato ganador al demostrar de forma inequívoca que había plagiado el texto de forma, casi textual, de un escritor reconocido. Este hecho me ha traído a la memoria uno reciente donde la Biblioteca Municipal de Guijuelo decidió retirar de forma inmediata el premio a un participante que también fue pillado con el “carrito del helado”. Y antes, el año pasado, el jurado del Certamen de Relatos Cortos “Tierra de Monegros” decidió retirar el segundo premio del concurso obtenido en el año 2014 a uno de los ganadores, al haber constatado que la obra premiada coincidía de forma literal con otra de diferente título, de otro autor, y también premiada en otro certamen. En todos estos casos los respectivos jurados fueron muy benevolentes al utilizar un eufemismo, como el de “incumple las bases del concurso”, en vez de llamar las cosas por su nombre y acusar al ganador de “plagio”. Hay casos muy sonados. Y si le apetece conocerlos solo tiene que buscar en Internet la palabra “plagio en concursos literarios”, y enseguida se topará con unos cuantos.
Según la RAE, el plagio es la copia de una obra ajena que se presenta como propia. Pero lo que no dice el diccionario es el daño que causa el plagio, produciendo un menoscabo en el normal funcionamiento de los certámenes literarios, en el prestigio de los mismos cuando la apropiación de la obra no es detectada y en la moral de los participantes cuando estas estafas literarias se multiplican ante el impudor y desvergüenza de sus autores.
El plagio es, con toda seguridad, una de las aberraciones literarias más adversa de las que puedan planear sobre los concursos. Mucho más que los conocidos como “negros” que escriben las obras de otros, o los participantes que presentan una misma obra a docenas de concursos, conocido como “autoplagio”, lo que también incumple las bases de los certámenes y es igualmente inmoral. Hay casos documentados de participantes que han llegado a ganar hasta cinco concursos literarios con la misma obra. Pero el “plagiador literario” es, sin utilizar rodeos semánticos, un caradura sinvergüenza que se aprovecha del trabajo de otro y al que no solo habría que retirarle el premio, por descontado, sino que se debería denunciar en un juzgado, ya que incurre en un delito contra la propiedad intelectual.
Animo a los miembros de todos los jurados de concursos literarios a que comprueben, antes del fallo definitivo, la originalidad del texto presentado. Es tan sencillo como utilizar un motor de búsqueda de Internet e introducir una cadena más o menos extensa, y al azar, de palabras contenidas en el texto. Y si se llega a detectar el plagio entonces emitir una nota en la prensa con el nombre del “plagiador”. En este caso concreto sí que es recomendable decir el pecado y el pecador.
Toda la razón, y más. El problema es que parece que estamos acostumbrados a lo que llaman casi con gracia y salero «la picaresca», en lugar de usar términos reales como los del artículo. Y no solo ocurre en certámenes literarios, sino en política (aquel que copiaba y mal-traducía mini-informes a precio de oro), a nivel académico (ay, las tesis, trabajos de fín de grado, etc.), famosetes metidos a escritores/escritoras…
Falta decencia, ética, honradez. En otros Estados, se les cae la cara de vergüenza y dimiten y piden disculpas. En éste, no pasa nada; total, la picaresca…
Y esto no es serio.