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Perú no es una película de Disney

Francisco Martínez Hoyos
Francisco Martínez Hoyos
Doctor en Historia
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análisis

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La figura de Mario Vargas Llosa es tan gigantesca que a veces nos hace olvidar que en Perú hubo y hay más escritores, muchos y muy buenos. Desde clásicos como Ricardo Palma, Sebastián Salazar Bondy, Julio Ramón Ribeyro, José María Arguedas o Alfredo Bryce Echenique, a gente más joven, caso de Daniel Alarcón o Pedro Félix Novoa. Este último, tras ganar en varios premios literarios con sus anteriores trabajos, dio a la luz en 2017 la que hasta ahora es su última novela, La sinfonía de la destrucción (Planeta). Esta obra se inserta en una larga tradición de literatura desencantada sobre Lima, la capital a la que Salazar Bondy bautizó como “La Horrible”, de manera tan memorable como injusta. Los peruanos, ante una realidad muchas veces sangrante, se han preguntado por quienes son y por las raíces del mal.

Novoa sitúa su sinfonía en el Perú de la actualidad, un país emergente. Vargas Llosa hizo lo mismo en El héroe discreto, pero, mientras el libro del Nobel rezumaba confianza en el futuro, La sinfonía de la destrucción muestra el reverso trágico de un progreso en el que muchos son los llamados y pocos los escogidos. Si el antihéroe de Conversación en la Catedral se preguntaba en qué momento se jodió el Perú, aquí la cuestión es cuando se rejodió. Sus gentes parecen estar presas en una tela de araña de la que es imposible salir. Por el capricho de un destino sádico, los pesimistas siempre tienen razón. ¿Podría ser, tal vez, la meritocracia un remedio? Resulta imposible pensarlo cuando el autor dibuja implacable un instituto, el Ricardo Bentín, donde el alumnado está compuesto por una banda de delincuentes y vándalos. Incluso de sicarios. Por eso el centro es conocido como “el peldaño final del Infierno”.

Si el lector quiere literatura de evasión, mejor que busque otra cosa, porque aquí hallará un naturalismo descarnado, una realidad violenta, un nihilismo omnipresente. El autor nos contagia de su angustia ante una cotidianeidad que no deja espacio para los sentimientos nobles. Los personajes masculinos, al tratar con mujeres, solo piensan en una cosa… Algunas escenas son tan crudas que nos sentimos como si nos hubieran dado un puñetazo en el mentón. El autor parece ser, como el doctor House, un yonqui de la realidad. Y, como él, se enfrenta a la misma con escéptica lucidez.

No es casualidad que Novoa cite a Cioran y su Breviario de podredumbre, visto el mundo corrupto y desolado en el que sus criaturas vegetan. La esperanza se convertiría aquí en un comentario fuera de lugar, en una broma de mal gusto. El futuro no puede ser sino un “alfabeto de escalones hacia abajo”. El único camino para salir de este universo asfixiante solo puede uno, la destrucción pura y simple, la destrucción que eche abajo la pirámide social que divide a los seres humanos con la lógica de una sala de conciertos, como memorablemente señala uno de los personajes: “zonas VIP y varios sectores populares. Por eso existe la gente de clase alta, media, baja, extrema baja y hasta hay gente sin clase -que son los peligrosos-“.

La chica que tontea por el celular con el muchacho que la dejará embarazada, está tan harta de su vida como para desea a veces la muerte, “que viniera un terremoto y lo tire abajo todo”. En una ciudad como Lima, el terremoto no es solo una metáfora sino uno peligro real por la repetida actividad sísmica. La destrucción, en este caso, se convierte en la vía para purificar de una vez lo oscuro, lo insano, lo maldito.

Pero tanta desgracia no obedece a un azar cruel. Novoa apunta y dispara contra las desastrosas consecuencias sociales de la política neoliberal, en forma de despidos masivos, carestía, desalojos. La clase política no sale bien parada. El alcalde, un cínico que vive más pendiente del teléfono que de su familia, no duda en saltarse todas las normas si conviene a sus propósitos. El Estado de Derecho es solo aparente, pura teoría. La praxis muestra arbitrariedades y más arbitrariedades, cometidas en la impunidad más absoluta y con el descaro del que se siente intocable.

El protagonista es un muchacho, “El Monarca”, autoconvencido de que “reina” en los bajos fondos. Piensa que “reinar” es la única forma de vivir y que el resto son maneras tontas que tiene la gente de conformarse. Su drama es que no se da cuenta de que su “reinado” es también eso, una mentira piadosa para soportar una realidad que de otro modo sería insoportable.

El padre del Monarca, don Cartavio, es quizá el ejemplo más logrado de ruina humana. Fue en su juventud un aspirante a poeta. Debió tener talento, pero después todo se malogró. Su esposa, emigrante en España, lo mantiene económicamente, lo mismo que a sus dos hijos. Ella aún tiene arrestos para pelear en la vida. Él es un vencido, incapaz de volver a escribir.

Novoa ha escrito una novela tan dura como sólida, que le consagra, no ya como una joven promesa, sino como una referencia indispensable de la narrativa latinoamericana. La ficción, una vez más, muestra su rostro más subversivo, al identificar los males que destruyen poco a poco un país. El autor es un espejo de la realidad a la vez que plantea, implícitamente, una reflexión moral sobre una historia opuesta por completo a las películas de Disney. Los justos no ganan. Ni siquiera hay justos.

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