La sociedad española está trabada por una serie de posverdades que los entresijos constituyentes del sistema han inoculado, como el fluido que la mantis inyecta en sus presas al objeto de paralizarlas, en la vida pública y que constituye el gran éxito estratégico conservador al producirle un espacio confortable en el usufructo del poder cualesquiera que sean las circunstancias y avatares que concurran en el palenque político. En realidad, son prejuicios asumidos como elementos de estabilidad institucional que, en el caso de la izquierda, suponen una disonancia en su sosiego ideológico. Esa asunción de responsabilidades impropias produce resultados conceptuales extravagantes en la catalogación política y en la misma dinámica de los asuntos públicos y, sobre todo, la consolidación extemporánea de unos límites infranqueables que con carácter universal sitúan el terreno de lo posible lejos de los ideales razonables de las fuerzas de progreso.

La aféresis en las responsabilidades del Gobierno conservador se construye mediante una suplantación de la realidad donde el sentido de Estado ha de encontrarse necesariamente en la oposición ya que a la derecha le basta con tener sentido de sí misma ya que el Estado en su estructura e ideología actual está constituido, como hizo Dios al hombre, a su imagen y semejanza. En definitiva, sin una redefinición de los límites y contenidos del poder, la derecha podrá decir junto a Wolin que su influencia aumenta porque la descripción del mundo que es producto de su voluntad es aceptada como real. De esta mirada fragmentaria emana la democracia dirigida, la democracia fugitiva. Es por ello, que en estos contextos los predicados al concepto oposición –constructiva, útil, responsable- son parte de esa suplantación conservadora de la realidad que limita psicológicamente el campo de actuación de sus adversarios políticos.

Son estos condicionantes por lo que los grandes casos de corrupción que enlodan por todos sus cornijales al Partido Popular, la reprobación de ministros por parte del Congreso, las irregularidades manifiestas en la gestión gubernamental, el encarcelamientos de sus cargos públicos, no astillan significativamente, en una precaria sostenibilidad parlamentaria, la confortabilidad del Ejecutivo en el poder. El factor virtuoso del loable acuerdo entre el PSOE y Podemos para presentar un frente común de oposición en el Congreso al partido conservador, por todo lo dicho, va a depender no ya del continente sino de la sustancialidad del contenido. Para ello, habrá que tener muy en cuenta, que en los graves asuntos que el país tiene pendiente de resolver –Cataluña, la destrucción del mundo del trabajo, la desigualdad, la corrupción- el principal problema es el Partido popular.

No se trata a estas alturas de que la oposición sea reformista, sino un auténtico instrumento de cambio, ya que una reforma es una corrección de abusos, mientras un cambio es una transferencia de poder que es lo que se necesita para corregir los graves déficits democráticos, sociales y políticos que padece el país. Esto conlleva que la verdadera alternativa tiene que ubicarse en las cuestiones de Estado, hasta ahora intocables, comenzando por la misma reforma del Estado al objeto de una redistribución del poder que devuelva la centralidad democrática a la ciudadanía, consolide la supremacía del poder político sobre el poder fáctico económico, promueva una auténtica división de poderes que impida la politización de la justicia y, como consecuencia, que la ley sea un espacio de convivencia y no un territorio de dominación y, todo ello, con la consiguiente reforma constitucional de acuerdo con la realidad de la sociedad y no para imponer una suplantación de realidad a la ciudadanía.

La militancia del PSOE mediante las primarias marcó claramente la posición y función política del partido desde una visión clara desde la izquierda. Este mandato conlleva poder acometer el gran proceso de cambio con total legitimidad y de forma irrevocable. Y sin embargo, no deja de ser causa de turbación la tendencia cantonalista de algunos líderes regionales que estiman que el poder institucional les pertenece así como la prerrogativa de marcar políticas diferenciadas o incluso contrarias a las convenidas en el congreso federal, lo cual supone un ostensible daño a la unidad de acción del partido, teniendo en cuenta que se trata del intento de los perdedores en las primarias de recomponer en sus territorios la política rechazada democráticamente por las bases en las primaria. Unas resistencias dañosas para los fines trascendentes del Partidos Socialista y muy útiles para la comodidad de la derecha en el poder.

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