Si uno mira el mapa de la corrupción en España no puede dejar de sorprenderse al observar la existencia de un territorio inmune a esta lacra, una especie de isla de rectitud moral formada por el País Vasco y Navarra. En el caso del País Vasco tan solo se ven algunos ejemplos residuales de corrupción alrededor del conocido como “caso De Miguel”, una presunta trama de comisiones ilegales del PNV en Álava que, en comparación con los casos Bankia, Pujol, Gürtel, Yak-42, ERE CAM o Novacaixagalicia son el equivalente a robar el cepillo de la Catedral de Santa María. En el caso de Navarra no hay ni eso: se trataría de un ejemplo de absoluta integridad ética.

Esta situación podría explicarse de dos maneras distintas: la primera sería considerarla el resultado de una excelencia de las instituciones públicas y sociales vascas o, por qué no, de sus habitantes, formados durante siglos en semejante escuela de rectitud. En la versión extrema de esa hipótesis se situarían los que la atribuyeran a una condición innata, una virtud genética del pueblo vasco, que los hace inmunes a la corrupción. En honor a la memoria de Xavier Arzallus hay que decir que ni siquiera el padrino del moderno nacionalismo vasco pensaba que tal explicación fuera verosímil al reconocer que el modelo abertzale de “insinuación” al contratista de turno era simplemente más sutil y eficaz que el sistema castellano de corrupción, como recordaba hace tiempo el abogado Javier Olaverri.

La explicación alternativa de esta aparente anomalía virtuosa pasa por recordar que ambas comunidades autónomas, Navarra y el País Vasco, son las únicas que disfrutan de un concierto económico propio con el Estado central. Este “concierto” implica el control por parte de las Haciendas autonómicas de los datos de gastos e ingresos públicos que alimentan la lucha judicial y policial contra la corrupción. En resumen, esperar que en ese marco jurídico se destaparan grandes escándalos de financiación ilegal es lo mismo que esperar que el caso Pujol lo hubiera destapado y sacado adelante el Gobierno de la Generalitat de Cataluña.

Para los nacionalistas, la ausencia excepcional de casos domésticos de corrupción en los tribunales retroalimenta la sensación idealizada de diferenciación positiva, no la sospecha de una corrupción institucionalizada que levantaría una conciencia crítica. Para los no nacionalistas, cuando el PNV o UPN cierran un acuerdo con el partido en el Gobierno de España para “garantizar la gobernabilidad del país” a cambio de un aumento de las competencias en la gestión de la Hacienda autonómica, están cerrando un “pacto contra la corrupción” equivalente a un “pacto contra el fracaso escolar” firmado con el compromiso de aprobar a todos los alumnos.

Una de las paradojas de la corrupción es que el éxito al combatirla hace que aumente la percepción de su presencia sin que a la vez aumente la sensación de seguridad jurídica o de mejora de las instituciones que entenderíamos va pareja con el éxito de la actuación de la justicia. Además, una buena parte de los ciudadanos no percibe gran diferencia en el hecho de que las detenciones por corrupción se den entre miembros y simpatizantes del partido en el gobierno, o entre los miembros y simpatizantes de la oposición y de las corrientes críticas. En las cleptocracias la “lucha contra la corrupción” es indistinguible de la vendetta contra el adversario político caído en desgracia, y por ello Maduro en Venezuela puede poner en paralelo su persecución al opositor con los casos de corrupción del PP en España. Algunos partidos en España le aplauden.

En las democracias poco desarrolladas como la española, donde los sistemas de control de partidos y autoridades son muy incompletos y la transparencia en la gestión es solo incipiente, las acusaciones de corrupción implican un mensaje público de corrupción absoluta. A corto plazo al menos, en lugar de ser un indicio de regeneración suscitan el desánimo social; los partidos políticos de todo signo intentan sacar partido del éxito de la justicia como si fuera un éxito propio, en lugar de centrarse en resolver los problemas públicos. Sólo se percibe el problema pasado y no la virtud del remedio, como si mandar el coche al garaje fuera el causante de la avería.

A primera vista podríamos decir que los españoles intuitivamente situaríamos la corrupción en España en algún lugar entre la que existe en Francia y la de Italia, pero pocos nos atreveríamos a cuantificar el fenómeno en cualquiera de estos países, porque para empezar es difícil delimitar el fenómeno. En general, al hablar de corrupción solo sabemos usar evidencias anecdóticas que tienden, por su propia naturaleza, a destacar nuestros problemas como sociedad frente a los de otras sociedades idealizadas por los medios de comunicación. Entender la corrupción es tan difícil que los índices internacionales miden la “percepción” de la corrupción, el lugar del fenómeno mismo.

La métrica de la corrupción, como la de la mayoría de los fenómenos sociales se hace con un criterio anglosajón. En un índice internacionalmente respetado de medida de la corrupción, el Índice de Percepción de Corrupción de 176 países que publica anualmente Transparencia Internacional (y en el que el primer puesto sería para el país menos corrupto), España aparece en el puesto 41, efectivamente entre Francia (23) e Italia (60). Pero ¿de verdad es ese el lugar que le correspondería a España en una medida objetiva de un concepto estricto de “corrupción”? Hay razones para el escepticismo: más de 5 puestos por encima de nuestro país (indicando una menor corrupción) están Botswana, Santa Lucía y San Vicente y las Granadinas, tres países con una tasa de asesinato por habitante que son respectivamente 22, 31 y 37 veces superiores a la de España. Las Islas Bahamas, un paraíso fiscal y centro distribuidor del tráfico de drogas donde se cometen porcentualmente 43 veces más asesinatos que en España, figura 17 puestos por encima en tal lista. Bahamas, Santa Lucía, San Vicente y Barbados están incluidos en la lista 2016 de “principales países para el blanqueo de dinero” que publica anualmente el Gobierno de los EE.UU, pero aparentemente toda esta actividad criminal puede hacerse sin generar demasiada corrupción en las islas angloparlantes del Caribe. Los antiguos territorios coloniales británicos, igual que Suiza, Liechtenstein o Gibraltar, no tienen el problema de corrupción ligado a evasión de capitales y blanqueo de dinero porque sus leyes no combaten estos, sino que los legitiman y fomentan.

La mayor paradoja de la corrupción en España es la diferencia que existe entre el modelo ideal de político o funcionario que todos los ciudadanos esperan encontrar en cada puesto de la administración (y frente al cual el “corrupto” resulta la antítesis criminal) y la absoluta ausencia de los atributos que lo definen dentro del discurso actual sobre valores cívicos. Los valores cívicos en España, desde hace al menos cuatro décadas, se describen en términos de “tolerancia” o “intolerancia” a ciertas actitudes, por encima de todas las cuales están la intolerancia hacia “la exclusión social, la discriminación de la mujer, la violencia machista, y la existencia de actitudes como la homofobia, el racismo, la xenofobia, y el acoso laboral y escolar”. Esto describe no solamente el curriculum de las asignaturas diseñadas para la “educación en valores” o en “valores éticos”, sino especialmente el contenido de las campañas con que sistemáticamente se adoctrina a los ciudadanos desde los medios de comunicación públicos y privados y desde cada púlpito político. Son los valores que articulan el contenido no estrictamente económico de programas y debates electorales y finalmente de la legislación social. Nada que objetar a que se extiendan estos valores a todos los niveles, pero ¿dónde han quedado los valores que definían al servidor del bien público? ¿cuándo fue la última vez que una generación de niños recibió educación en valores como el servicio al estado?

Vaya por delante que la inclusión del concepto de servicio al estado en la formación de los ciudadanos no crea por si misma probos funcionarios, y si a alguien le queda alguna duda ahí tiene el ejemplo de China, por no mencionar a Corea del Norte. Cualquier educación en valores debería ser una educación crítica, y la que se refiere a este servicio en primer lugar. Lo que ha ocurrido en España a la salida de la dictadura franquista es que la desconfianza hacia el estado y su propia indefinición en el marco del “estado de las autonomías” ha dejado completamente huérfana la formación de los ciudadanos en todo lo que se refiere a su lugar dentro del complejo estado moderno. Exigimos un estándar quizás inalcanzable de responsable público sin formar a los ciudadanos para ello, como si quisiéramos jugar la final del Mundial de fútbol cada convocatoria sin formar canteras de jugadores.

La formación básica en valores requiere héroes y estos, cuando son de carne y hueso, siempre son personajes paradójicos. Falta un canon moderno de héroes públicos que compartan lugar destacado con Martin Luther King o Mahatma Gandhi en el panteón de los estadistas ejemplares por su ética de servicio. En la formación de la conciencia cívica de los ciudadanos que construyen el nuevo estado de las telecomunicaciones internacionales valdría la pena reflexionar de manera abierta sobre el papel de servidores públicos como Edward Snowden, por citar un ejemplo.

La primera víctima de la corrupción es la confianza dentro la sociedad. El tejido social se encallece y solo percibe ruido donde debería haber comunicación. Cuando no existe esa percepción, toda la comunicación está dañada. “Todos los políticos son unos chorizos” no es un índice de la corrupción de un país, sino de la callosidad cívica de sus ciudadanos y su falta de instrumentos para articular un mensaje político.

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