Hace algún tiempo, durante un curso que estaba haciendo, tuve la suerte de participar en una dinámica que me dio mucho que pensar. Se trataba de un ejercicio en el que cada uno de los que estábamos allí debía fijarse un objetivo en la sala, y, cuando la persona que dirigía la actividad daba la señal, ir a buscarlo. El resultado fue que… en cuanto escuchábamos la palabra «tres», nos lanzábamos como locos a por nuestro objetivo, cual fieras salvajes se lanzan a por su presa en mitad de la sabana. No reparábamos en si teníamos algo por delante o no, no nos deteníamos a mirar quién caminaba -más bien corría- a nuestro lado, no nos fijábamos en nada más que en nuestro objetivo. Sólo nos importaba eso, conseguir nuestro ansiado premio.

Esto, como decía más arriba, me trajo alguna reflexión. No hay más que echar un vistazo al mundo exterior para observar un comportamiento similar al que tuvimos mis compañeros y yo en esa mañana de sábado. Es más, ni siquiera hay que mirar hacia afuera. Basta con mirar cómo nos comportamos nosotros mismos en numerosas ocasiones. Vivimos en un mundo altamente competitivo, es más, el sistema que nos ha tocado se basa precisamente en eso, en la lucha por alcanzar un objetivo. Se basa en la competencia feroz, en la ley del más fuerte, en la búsqueda del éxito a toda costa, sin importar lo que vamos dejando en el camino. En las empresas abundan los llamados «trepas», que tratan de llegar a lo más alto aun a costa de dejar cadáveres por el camino (hablo, evidentemente, en sentido metafórico). Los objetivos personales están a menudo muy por encima del compañerismo. Y para llegar a ellos vale todo. Vale la mentira, vale la hipocresía, vale la adulación al de arriba y la humillación del de abajo, vale la calumnia para eliminar competidores, vale el soborno, el tráfico de influencias, vale cualquier cosa que pueda ayudar a conseguir el premio final. Y eso se da tanto a nivel personal como, sobre todo, a nivel empresarial. Un ejemplo claro son los Bancos. El objetivo es ganar dinero, y para ello se enfangan en todo tipo de trampas legales para saquear a los clientes (no hay más que ver las abusivas comisiones a las que nos someten) y ganar cuanto más dinero mejor. Otro ejemplo son los partidos políticos, sobre los que sobra decir nada.

Todo esto empieza en la escuela. Ya desde pequeñitos nos enseñan a competir, nos dicen que debemos luchar por ser el mejor de la clase, por conseguir las mejores notas, nos hacen ver que si no conseguimos eso nunca podremos llegar a ser felices, no podremos hacer la carrera deseada, no podremos ser buenos médicos, buenos ingenieros, buenos arquitectos. Y, curiosamente, las asignaturas que hablan de la vida, como es la Filosofía, quedan a un lado, se les quita toda su importancia, se las considera asignaturas menores.

Vivimos en un mundo tan competitivo, que, en ese afán por conquistar nuestros objetivos, se nos acaba olvidando vivir. Como nos pasaba en el citado ejercicio, corremos enloquecidos en pos de nuestro objetivo, y no miramos a nuestro lado. No miramos, ni mucho menos conversamos, con nuestros compañeros de camino. Ni siquiera nos fijamos en ellos, no los conocemos, no nos paramos a pensar si juntos podríamos llegar más lejos. Corriendo a todo correr se nos pasa la vida, y nos perdemos las maravillas que ésta nos regalaría si nos paráramos un poco a contemplarla despacio. Nos perdemos atardeceres y amaneceres, nos perdemos la risa de un niño, nos perdemos cientos de conversaciones agradables, nos perdemos la sabia conversación de un anciano, nos perdemos el placer de caminar bajo la lluvia y el secarnos después junto al fuego charlando sin prisas con los nuestros. Y nos perdemos cientos y cientos de oportunidades de una vida mejor, que ni siquiera vemos porque estamos centrados en un objetivo que, una vez que lo alcanzamos, muchas veces ni siquiera nos satisface. Y entonces buscamos otro… y comenzamos de nuevo a correr, una vez más olvidándonos de vivir.

El silencio, la quietud, la calma, el vivir despacio, son grandes lujos que dejamos de lado y que deberíamos recuperar para lograr una vida más plena, más satisfactoria, más feliz y más auténtica. El compañerismo, el colaborar unos con otros por encima de la maldita competencia, la solidaridad, la vida en común, todas esas cosas son las que nos hacen más humanos y por tanto más felices. Y no el ganar más dinero, el llegar más lejos, el trepar más alto, que lo que nos lleva es a envejecer más rápido y a tener el corazón podrido, el alma triste y la mirada apagada y gris.

Yo propongo, como medidas para ralentizar un poquito nuestras vidas, algunas ideas: dar de vez en cuando un paseo por el campo; aprender a meditar; pasar algunos minutos a solas cada día, en silencio; reducir drásticamente el tiempo dedicado a ver TV y sustituirlo por la lectura de un buen libro y/o por la conversación pausada con la familia y los amigos; si eres jefe dentro de una empresa, dedicar tiempo a conocer a tus empleados; y si no lo eres, dedicar ese mismo tiempo a conocer a tus compañeros. Son sólo algunas ideas. Seguro que a ti se te ocurren muchas más.

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