¡Ay, las palabras!

PALABRAS, palabras, PA-LA-BRASSSSS.

¡Qué raras, cuántas hay y qué cortas se quedan a veces!

“No tengo palabras”, decimos, cuando en realidad tenemos miles que se pueden combinar de forma infinita y con resultados tan variopintos como El Quijote, las pintadas callejeras o esos whatsapps llenos de faltas de ortografía que pululan por los grupos.

P-A-L-A-B-R-A-S.
Las palabras hacen posible un tipo de comunicación muy valioso, fundamental para transmitir ideas complejas.

Las palabras pueden ser liberadoras. Un “te quiero” o un “te dejo” pueden aliviar una presión contenida durante mucho tiempo.

Pero las palabras también limitan.

Por ejemplo: veo un atardecer en la montaña y por una décima de segundo soy capaz de disfrutarlo, de conmoverme con su belleza. Pero mi mente enseguida encuentra una palabra para definir eso que veo, dice “PRECIOSO” y, nada más ponerle nombre, de forma inmediata, parece que ya no me interesa recrearme en el espectáculo del sol poniéndose entre los árboles y tengo que pasar a ocupar mi pensamiento con otra cosa.

Mi mente se comporta como un sabueso, como si cualquier situación fuera un misterio que resolver, como si gozar del atardecer se tratara de un problema matemático y la palabra “PRECIOSO” fuera el resultado correcto. Y en cuanto encuentra la palabra precisa, mi cerebro se aburre, porque… ¿Qué sentido tiene quedarse a observar una operación matemática realizada con éxito? ¡Ninguno! Lo que quiere mi cabeza es resolver otro problema. Y si no hay ningún problema, crearlo para mí.

Así que mientras mis ojos siguen mirando el atardecer, mi mente salta de un sitio a otro, negándole la atención a aquello que ya ha podido definir y tratando de involucrarme en otros dilemas, reales o ficticios, a los que encontrar solución.

Y ahí estoy, en medio de un paisaje PRECIOSO, intentando encajar las piezas de otro puzzle mental. Pensando en por qué tal persona no me contestó a un correo, o en la conversación pendiente con mi vecino sobre los ladridos de su perro, arrastrada por mi pensamiento hacia a algún conflicto, pasado o futuro, e incapaz de disfrutar de aquello a lo que ya he puesto nombre.

Y todo por culpa de las PALABRASSSS.

A veces uso las palabras para insultarme. Lo hago incluso en voz alta. Me digo “eres tonta” con una frecuencia que roza lo patológico.

Pienso en las veces que alguien me ha insultado y me tranquiliza saber que, sea cual sea la palabra que hayan utilizado, yo ya me la he dicho a mí misma antes.

También uso las palabras para insultar a otros. Ya sabes: imbécil, cerdo de mierda, gilipollas, capullo…

Es curioso cuánto puede ofender una simple palabra (incluso si quien la lanza es un desconocido cuya opinión nos debería importar una mierda), si consigue conectar con tu sentimiento íntimo de inferioridad, si entra en consonancia con el “no eres lo bastante buena” que habita en la mayoría de personas.

Las palabras se intoxican y se llenan de significados tan diferentes al que tenían en su origen, que resulta muy difícil entenderse bien cuando usamos grandes palabras de forma bastarda, como la palabra AMOR.

¡AMOR! ¿Se puede encontrar mayor confusión que la que genera la palabra AMOR?

Porque decimos AMOR cuando queremos decir deseo, posesividad, búsqueda de consideración y reciprocidad, apego, encaprichamiento biológico, atracción, dependencia, costumbre o incluso desesperación. Pero preferimos usar la palabra AMOR porque eso nos hace parecer mejores personas.

Tengo tres palabras favoritas: OJALÁ, QUIZÁ y, por encima de todas, COÑO.

OJALÁ me gusta porque implica deseo y duda.

QUIZÁ, porque habla de la posibilidad.

Y COÑO porque es una palabra tan grande que contiene a todas las demás: deseo, duda, posibilidad, vida, niña, pene, oscuridad, mujer, misterio, sexo, alimento, mundo, cuadro, humedad, hombre, agujero, universo, madre, negro, origen, tabú, trivial… ¿Trivial? Bueno, a lo mejor COÑO no contiene a todas las palabras, pero sí a las más importantes.

Dejo aquí estas palabras. Ahora se quedan huérfanas, solas, un poco a la deriva, a la expectativa de lo que quienes las lean proyecten sobre ellas.

Quizá resuenen en alguien. Ojalá. Y si no… ¡Qué coño! Yo las dejo igual.

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