¿Se acuerdan de aquel “¡La economía, estúpidos!”? Llegó a ser casi un eslogan y el motor de la exitosa campaña electoral de Clinton contra G. H. W. Bush, en 1992. Lo ideó un magnífico estratega, James Carville, y ha sido parafraseado hasta la saciedad. Yo mismo he estado tentado de hacerlo ahora, cambiando su sentido en el título de este artículo; he desistido por si alguien se sentía ofendido. Porque en la España de finales de 2015, y contradiciendo las estrategias de algunos gurús, la clave no es la economía, con ser muy importante: es el liderazgo.

Nadie va a descubrir a estas alturas la importancia de los liderazgos en y para las democracias. Constituyen una de las fortalezas más codiciadas por la práctica totalidad de los actores políticos, pero todavía más si cabe por el propio sistema democrático. Bien es verdad que aún despiertan recelos, y no sin fundamento, ante el temor de que puedan degenerar en fenómenos de “poder personal”, esto es, en involución, en prácticas antidemocráticas. Pero como bien señala Duverger, hay que distinguir entre poder personal y poder personalizado: la personalización del poder no es algo excepcional y aberrante, sino por el contrario un fenómeno normal en las democracias; lo anormal es precisamente la despersonalización del poder. Juan Linz, el mejor politólogo español de todos los tiempos, insistiría en que la democracia no excluye sino que presupone el liderazgo y la ambición política. Es decir, no solo son dos manifestaciones perfectamente legítimas, sino también funcionales, necesarias. Es más, y por paradójico que parezca, a medida que la sociedad y la política se vuelven más complejas, el ciudadano tiende a descodificar la realidad, y sus problemas, por medio de referencias cada vez más simplificadas y personalizadas. Y es entonces cuando los liderazgos democráticos demuestran su potencial, ahora favorecidos, además, por la transformación de los entornos tecnológicos de comunicación y los requerimientos de sobreexposición mediática.

No es de extrañar, pues, que los liderazgos hayan irrumpido de modo determinante en la competición político-electoral española. Que ensayen presentarse bajo nuevas formas y estilos en medio de un clima de indefinición y reajuste ideológico, provocado por una descarnada crisis económica y sociolaboral que trae aparejada asimismo crisis aguda de expectativas y valores. La ciudadanía busca en los liderazgos el antídoto contra la mordedura de una profunda desafección política, la salida a un colapso de credibilidad que afecta tanto a actores e instituciones políticas como a agentes sociales y económicos, la respuesta salvadora a una crisis de identidad colectiva que amenaza con provocar la desmembración del Estado. El liderazgo posee un potente contenido ilusionante y simbólico. No puede extrañarnos que, como decía Ortega,  el hombre de la calle encienda la lámpara de Diógenes y ande buscando un candidato entre los hombres y un hombre entre los candidatos.

Puesto que las elecciones constituyen en democracia el escenario competitivo por excelencia, es en ellas donde los líderes han de confirmar su condición de tales, no solo estando a la altura de las expectativas de sus seguidores, sino también dando la talla ante quienes no le votarán pero estarían llamados, llegado el caso, a respetar su autoridad. En el moderno mercado electoral, el líder personifica y sintetiza el conjunto de la oferta con que su partido se presenta a los electores y solicita su voto.

En efecto, a través del liderazgo, el elector identifica y valora todos y cada uno de los planos que integran esa oferta electoral: las señas de identidad histórico-ideológicas de la organización por la que el líder se presenta, que van asociadas a una cierta cultura de partido y configuran su imagen de marca; la coherencia y credibilidad del “programa electoral”; el balance retrospectivo de los resultados que avalan la gestión y los comportamientos de etapas anteriores; la capacidad y habilidad del equipo de personas que habrá de gestionar las futuras cuotas de poder institucionalizado que el partido alcance; como asimismo las expectativas existentes en torno a las alianzas tácticas que se suscribirán, de ser necesarias, en la futura formación de gobiernos. Esos cinco planos conforman en esencia una oferta compleja, articulada de forma a la vez explícita e implícita, con la que un partido compite de hecho con los demás por el favor de los electores. E insisto, estos tienden a percibirla, y a “comprarla” o no,  en función de la “ecuación personal del líder” y del “estilo de liderazgo” por el que éste se distingue.

En nuestra España democrática hemos conocido estilos muy diversos de liderazgo. Los encarnados por cada uno de los seis presidentes del Gobierno, por ejemplo, lo han dejado más que patente. Pero la singularidad de la arena electoral de diciembre de 2015, por esa confluencia de factores que antes he señalado, es que no menos de cuatro opciones políticas realmente competitivas (esto es, con posibilidades de gobernar, en solitario o en  coalición) buscan ante todo poner en valor un estilo propio de hacer política que “venden” asociado a un determinado “estilo de liderazgo”.  En este marco, el debate electoral aboca a confrontar lo emergente frente a lo agotado, lo maduro frente a lo imberbe, lo experimentado frente a lo bisoño, lo prudente frente a lo temerario, lo rancio frente a lo fresco, lo sano frente a lo corrupto, lo indolente frente a lo comprometido, lo egoísta frente a lo generoso, lo alentado por ideas frente a lo vinculado a intereses, lo responsable frente a lo desaprensivo, lo arriesgado frente lo que tiene un valor de refugio, lo antiguo frente a lo nuevo. Cada actor muestra su oferta a través del cristal que más le conviene y que él mismo ha fabricado. Pero, al menos si hacemos caso a las series de estudios cualitativos, queda claro que esta competición electoral se presenta transformada por el énfasis puesto en destacar las diferencias entre estilos de liderazgo. Ellas han contribuido decisivamente a rediseñar radicalmente el escenario. Y muy probablemente los resultados del día 20 no puedan ser explicados sin tenerlo en cuenta. Los electores tienen la palabra. Pero lo que marque distancias será el liderazgo, no lo duden.

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