No habrá un mañana. Ni siquiera habrá un más tarde. No habrá más nada. Sus pensamientos se cuelan entres los últimos acordes de su vieja guitarra. Cinco cuerdas donde debiera escribirse otro número, cinco notas mal escritas en un viejo cuaderno de pentagramas. Redondas y corcheas que le recuerdan esas vocaciones forzadas bajo las influencias de las frustraciones de otros que buscan espejos donde encontrarse. Como si fuera así de fácil. Como si lo no hecho y añorado encontrara su enganche en ese vagón que se une a la máquina. Como si ese querer ser no alcanzado se pudiera trasplantar en este ahora, a otro tiempo, a otra persona. Pero ya es tarde para esas reflexiones, demasiado. Ya es tarde para arrepentimientos absurdos que seguramente no lo son.

No habrá un mañana, susurra, mientras lucha consigo mismo para mantener la calma, para no desplomarse ante esa habitación que concentra sus cosas de adolescente, olores, risas, secretos y una memoria que empieza a convertirse en amarga. No lo cree, no puede creerlo, no quiere creerlo. Comienza el desfile de fantasmas que le miran fijamente y le señalan con el dedo. Quizá no debió comprarle la entrada del concierto, quizá sí. La culpabilidad baila sin son. Y su nombre, el de su hijo, retumba en sus sienes; lo ve escrito en las paredes; aparece y desaparece como las bolas rojas de fieltro de la mano de un mago.

Siente que el miedo ha sabido esquivarle y que le ha ganado la partida. Le tiemblan las manos entre esas cinco cuerdas desafinadas. No puede más. Y apaga la televisión para no ver más imágenes llenas de pánico y horror, y tira el mando al suelo, y también apaga la luz que daña sus ojos, y sin querer nota que se le está apagando el alma.

Sentado en la esquina de la cama, aún deshecha como él la dejó unas horas antes, intenta arrancar esas últimas notas que escuchó antes de aquel portazo lleno de vitalidad y juventud más que de furia. Intenta recuperar ese sonido rebelde y repetitivo que devora el tiempo en busca de aquellos recuerdos musicales perdidos en cualquier rincón de la mente. Música, su música, lo más reciente que tiene de él, y un escalofrío le hace pensar que quizá sea lo último que tendrá. No sabe cuántas llamadas ha hecho en las últimas horas, no sabe cuántos segundos está dejando pasar entre unas y otras. Nadie, nadie responde.

También quiere olvidar entre acordes ese último adiós, porque empieza a intuir que no habrá otro, porque sabe que las esperanzas prefabricadas flaquean y se derriban como las casas de aquel cuento infantil que le debió contar en sus noches felices de la infancia. Cinco cuerdas que se enredan entre sus dedos frágiles, tanto como la vida. Aire. Le falta el aire. Y suena el teléfono. No es él. Y cae como un niño ante esa llamada que calla para siempre las notas de su vieja guitarra.

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