Entre las muchas iluminaciones intelectuales de las que George Orwell es responsable, encontramos la neolengua (newspeak) aparecida en su novela 1984. En su definición brevísima, el concepto remite al control social ejercido por el poder mediante la creación de un modo de hablar que elimine los conceptos que juegan en su contra y la aparición de nuevos conceptos favorables a sus intereses.

En los años de crisis que nos preceden, los partidos políticos mayoritarios han hecho un uso burdo de la neolengua. Así, tal y como indica la 15Mpedia, a los migrantes españoles se les ha llamado expatriados, al trabajo precario se le ha intentado bautizar como minijobs y a la crisis del sistema capitalista han tratado de renombrarla como desaceleración económica. Son casos chapuceros que nada tienen que ver con la verdadera neolengua que recorre nuestras sociedades. La nueva forma de significar el mundo que las élites han impuesto a los mundanos.

¿Los ricos haciéndonos hablar como ellos quieren? Suena a teoría conspirativa, sin embargo tal y como relata William Davies en su libro La industria de la felicidad, el Foro de Davos lleva unos años tratando de implantar una nueva ética (que va acompañada de un nuevo vocabulario) basada en la búsqueda irracional de la felicidad, su felicidad. Entre 2008 y 2014, las conferencias dedicadas a asuntos como el wellness, el mindfulness, la neurociencia o el burn out han aumentado de forma exponencial; no en balde, Matthieu Ricard, el considerado hombre más feliz del mundo y con más de 10.000 horas de meditación a sus espaldas es un adicto a este evento de las élites celebrado en las montañas suizas donde transcurre la Montaña Mágica de Thomas Mann.

El 1% nos quiere felices. El objetivo que parecería de lo más encomiable, tiene pese a todo y como último fin, hacer que la productividad de Occidente no decaiga. Nada raro: según un estudio de la consultora Gallup, la apatía del 13% de los empleados en sus trabajos hace que la economía americana registre unas pérdidas anuales de 550.000 millones de dólares, el PIB de Francia.

Sofás, mesas de ping-pong o jefes superenrollados a los que acompañan una ristra de conceptos que han empezado a empapar nuestras sociedades. Es sorprende ver como conocidos nada sospechosos de apoyar la economía de casino orquestada por los davosman, utilizan sin pudor palabrotas como «Gente tóxica», «Zona de confort», «Marca personal», «Karma».

 

Zonas de confort

El capitalismo en su sentido filosófico puro se basa en el movimiento. El movimiento de capitales, nos dicen, es indispensable para que el bienestar y la economía florezca (cuando se trata de hablar de movimiento de personas la cosa no está tan clara; más si son refugiados). Existe una idea bastante extendida que afirma que para ser feliz hay que abandonar el confort y lanzarse a la aventura. La pregunta que deberíamos hacernos es: ¿Qué problema hay con las zonas de confort? Hagámonos esta pregunta y veremos que en realidad no tienen nada de malo pensar en asentarse y vivir sin riesgos y con seguridad. Persigue tus sueños, lo fácil no conduce a nada, cambia tu realidad o la realidad te cambiará, dicen los anuncios, los coaches y los gurús financieros. A la postre todo el mundo será freelance (autónomos, vaya) y eso para el sistema empresarial será la utopía hecha realidad: millones de trabajadores a los que no hay que pagar la seguridad social, pero que, eso sí, han abandonado la zona de confort para montarse su propio proyecto personal y dicen estar muy autorrealizados.

 

Gente tóxica y marca personal

El individualismo de hoy haría llorar de emoción a la mismísima Margaret Thatcher. En comparación con el sistema antropológico que la dama de hierro impulsó y que se resumía en aquella célebre máxima de «la sociedad no existe, existen las personas», nuestro individualismo está mucho más avanzado; como un carro tirado por caballos a un avión a reacción. Hoy la primera ministra hubiese podido afirmar tan campante: «Las personas no existen, existen las marcas personales».

Nos hemos convertido en productos (capital humano) que funcionan del mismo modo en que lo haría una mercancía para ser vendida. Llevamos a cabo dietas energéticas, hacemos deporte para estar en forma y no para disfrutar, perfeccionamos nuestra presencia en las redes sociales para que solo salgan a la luz nuestros atributos más luminosos, y lo que es más increíble aún: intentamos alejar aquellas personas que no nos dejan fluir (aquí la palabra es exacta). Basamos nuestras relaciones sociales en función de lo que es mejor para nuestro desarrollo personal, sin pensar en el resto, como si nuestros amigos y amigas debieran ser un equipo de trabajo de una empresa: está la persona currante, la graciosa, la inteligente, la que tiene dotes de liderazgo y la que tenemos que expulsar de nuestra arcadia personal porque es tóxica. Como si en lugar de relaciones montáramos un piso.

A grandes rasgos, pues hay toda una caracterización de la gente tóxica, se definen como tales aquellos seres que siempre se quejan, se comparan constantemente con los demás, no tienen filtro verbal, se rinden antes de empezar, creen que todo está en su contra, todo son problemas, no admiten consejos… vaya, como el que está escribiendo estas líneas y que tan en contra de todo está. Quejarse, compararse, hablar demasiado y problematizar son alguno de los atributos de la gente toxica y sorpresa, los atributos de quienes luchan contra un sistema político injusto.

 

Bon Karma

Una neolengua no puede funcionar si no tiene cierto rezumar místico que la ampare, un sistema moral que la envuelva y la valide. Aquí es donde entra en juego el concepto de karma que nuestras sociedades han adoptado de las religiones de origen asiático y que es la piedra angular, por ejemplo, del sistema de castas en la India. Más allá de que los occidentales abrazamos filosofías nacidas a miles de kilómetros de distancia sin preocuparnos de analizar todas sus vertientes y lógicas, la idea misma de karma es totalmente nociva.

En Barcelona, en las máquinas que validan los tiquetes de metro, los ciudadanos pueden ver una pegatina que dice: «Bon viatge i bon karma». Se trata de una campaña del ayuntamiento para evitar que la gente deje de pagar sus viajes en transporte público. En esta sencilla inscripción se resume la idea occidental de karma: haciendo cosas que están bien, la vida te irá bien. Es decir, si no te cuelas en el metro (acción llena de bondad), la vida te sonreirá. Por el contrario si te cuelas (acción malvada) tendrás una vida llena de penurias. Habría que preguntarse sobre quién establece las nociones de bien y mal. Como diría Humpty Dumoty «cuando yo uso una palabra quiere decir lo que yo quiero que diga».

Añadamos a eso que el karma se construye con la misma materia irracional de la que están hechos el cielo y el infierno del cristianismo. Si haces el bien vas a ir con los ángeles y si haces el mal irás a los calderos de fuego. Lo más duro es que en este caso no hay mundos que no existen, en la idea de karma el cielo (la gente con una resplandeciente marca personal) y el infierno (la gente tóxica) han bajado a la tierra.

Tras lo que ha costado que dios y el diablo hiciesen las paces (incluso que la iglesia dijese en público, no en privado, que no había que ser obsesivos con el maniqueísmo), un ayuntamiento de izquierdas monta una campaña que ensalza el misticismo. No vamos a echarles la culpa a Ada y a su equipo solamente, pues cada vez es más frecuente escuchar cómo la gente habla en términos karmikos. La ilustración en bloque debería levantarse de la tumba.

Así que ya lo sabes, para tener una buena marca personal debes salir de tu zona de confort evitando a la gente tóxica que quiere que involuciones. Sólo así tu karma estará equilibrado. O eso, o sigues siendo un ser humano imperfecto, que a veces se equivoca y que es un tanto cabroncete con las personas que le rodean. Puede que hasta seguir esta definición te convierta en un individuo revolucionario.

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Albert Alexandre Barcelona, 1987. Licenciado en Historia por la Universidad Autónoma de Barcelona, tiene un Máster en Creación Literaria y otro en Literatura, Arte y Pensamiento ambos por la Universidad Pompeu Fabra. Ha colaborado como articulista en medios como 'Cultura Colectiva', 'Culturamas', 'Código Nuevo', 'Vice', 'La Directa', 'Arainfo' o 'El Cotidiano'. También coordinó durante 2 años la revista de literatura 'Acrocorinto' y actualmente trata de terminar su primera novela mientras aprende el oficio de periodista.

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