El olor de la alegría

Al empezar la carrera de Químicas le prometí a mi madre que acabaría destilándole su olor favorito: el que le arranca a la tierra la lluvia tras una tormenta de verano.

Suspenso a suspenso me lo repetía a mí misma para paliar mi sensación de fracaso con la perspectiva de la sonrisa de orgullo con la que me compensaría algún día.

Hoy me encamino a visitarla con el recién recibido premio de la Academia del Perfume y un frasquito de esencia de tierra mojada. “Por fin lo he conseguido mamá”, sonrío mientras deposito aquellos dos tesoros a los pies de su sepultura.

Un olor de mi infancia

De los veranos pasados en el pueblo de mis abuelos, durante mi infancia, recuerdo nítidamente la vuelta a casa. Mi hermana mayor deshacía la maleta mientras yo observaba su ritual de escudriñar el olor prenda a prenda para acabar tirando todas al montón de ropa sucia, preludio de un sinfín de lavadoras. Así año tras año hasta que en mi adolescencia aquel gran misterio me fue desvelado No era el olor a sudor lo que mi hermana buscaba eliminar en aquella ropa. Era un olor mucho más vergonzoso y profundo: el arraigado olor a vaca que impregnaba cada rincón de aquel pueblo de Castilla y que una señorita de la capital no podía permitirse llevar consigo.

El olor de mi pareja y el olor de la soledad

No sabes lo difícil que es convivir, cuando ya no estás conmigo, con este olor mezcla de incienso y madera de cedro que se me impregna hasta el tuétano. Con este sabor a ti que percibo en mi boca después de que te has ido.
Es lo que más me descoloca: olerte y saborearte en tu ausencia. Voy buscando los restos que has dejado entre mis pliegues hasta que desaparecen por completo y entonces el vacío lo invade todo.
Porque mientras tu olor y tu sabor permanecen conmigo aun te siento; cuando se desvanecen te recuerdo…pero no es lo mismo. Es entonces cuando la soledad con su triste y repugnante olor a moho vuelve a reinstalarse en mi vida.

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