Como en el movimiento hipnótico de un péndulo, de lado a lado. Así la historia del arte en general, y de la música en particular, se ha debatido entre dos polos opuestos, pasando, cada cierto período de tiempo, de un extremo a su contrario. Y es que no es hasta la confrontación con el otro opuesto que se toma conciencia de uno mismo. Lo ajeno, lo diferente, lo extraño, se presenta como el elemento enfrentado que completa una dualidad sin la que el hombre no puede saber quién es ni forjar su identidad. Quizá en alguna ocasión hayan pronunciado las palabras “no es la misma persona que cuando nos conocimos”, reafirmando que las identidades cambian y que es necesaria esa comparación con un estado anterior de la misma persona, o con el contrario, para la toma de conciencia de lo que uno es y lo que fue o de lo que es en contraposición al otro. Además el individuo construye, a la par de la personal, una identidad social a través de su adhesión a los grupos, reconocibles por un conjunto de normas, tradiciones, procedimientos y, por supuesto, pensamientos, compartidos.

Muchos pensadores y filósofos han lanzado a lo largo de la historia sus teorías para explicar en base a qué el ser humano organiza sus creencias e ideas y en qué fundamenta su pensamiento y comportamiento, clasificándolo como científico, racional, imaginativo, mágico o abstracto. Por ejemplo, en la Antigua Grecia la razón se mostró como un modo de reflexión y búsqueda de la verdad. Así Tales de Mileto encontró respuestas a partir del razonamiento deductivo o Descartes inauguró el Racionalismo poniendo a la razón y el entendimiento como los elementos cruciales para determinar lo verdadero sin necesidad de utilizar los sentidos. Este pensamiento más racional llegó para sustituir a los mitos como explicación de los fenómenos, como narraciones heredadas que no necesitaban de argumentación lógica, que estaban “desde el principio” y eran transmitidas de generación en generación, incluyendo entre sus líneas milagros que certificaban la confianza en un contenido más mágico, relacionado con los instintos y las pasiones, en definitiva, con el deseo de satisfacer las necesidades humanas.

En la segunda mitad del siglo XVIII aparece una nueva concepción artística inspirada en los valores de la antigüedad clásica grecorromana, caracterizada por la búsqueda de la proporción, el equilibrio y la armonía en los patrones estéticos. El Clasicismo musical rechaza así el artificio y el exceso del Barroco, cambiándolo por la naturalidad, la claridad de texturas y la simetría de las frases. Supone la consolidación de la tonalidad, así como la supresión del bajo continuo y de la polifonía contrapuntística. Además de Haydn y de la primera etapa de Beethoven, el compositor austríaco Wolfgang Amadeus Mozart constituye una línea evolutiva imprescindible para comprender este período con su inusual talento temprano y una extensa producción que incluye casi todos los géneros, desde las danzas alemanas hasta los conciertos para instrumento, las sinfonías y las óperas. Su música es ágil, expresiva, sencilla, transparente, limpia.

De períodos más racionales, la historia ha ido pasando a otros donde primaban la emoción y las pasiones. Tras una larga etapa de proporción y equilibrio con el Clasicismo, llegará el Romanticismo a principios del siglo XIX para otorgar prioridad a los sentimientos, la libertad y los instintos con una nueva manera de sentir la vida y la naturaleza. Frente a las otras artes, la música, por su grado de abstracción, posee la virtud de llegar a regiones del alma donde no pueden llegar las imágenes o las palabras. El compositor romántico abandona la rigidez del Clasicismo para buscar una expresión más apasionada de sus emociones mediante el uso de matices y contrastes dinámicos, el virtuosismo técnico, el rubato que deja atrás la pulsación regular, el empleo de bellas melodías, el aumento de las posibilidades tímbricas en una orquesta bastante más amplia que requiere la figura del director de orquesta para unificar la interpretación de la partitura, la extensión de las antiguas formas y el surgimiento de otras nuevas que invitan a la intimidad como el Lied. El Romanticismo supone un claro ejemplo del predominio de la expresividad y de la victoria de la pasión sobre la razón que Chopin trasladó al piano de forma magistral en un estilo sumamente poético y de un exquisito refinamiento expresivo.

Tras esta argumentación de pares, la reflexión final no reside evidentemente en la poco práctica disertación sobre qué es mejor, Mozart vs Chopin, razón vs pasión, independientemente de que, por el temperamento o el gusto estético de cada cual, pueda empatizarse a priori más con uno o con otro, sino en la grandeza de que el razonamiento humano ha ido desplazándose en un vaivén entre dos polos opuestos, corroborando la hipótesis de la identidad como fenómeno dinámico y dejando a su paso etapas en la historia donde ha dominado un pensamiento lógico frente a otras marcadas por un pensamiento mágico, todas germen de nuestra riqueza artística. Como en el movimiento hipnótico de un péndulo, de lado a lado.

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