Tras salir de Coatzacoalcos, estado de Veracruz, este par de ex maridos, Crocoy y yo, nos dirigimos por la carretera federal 180 al estado de Tabasco, muy pequeñito en comparación a los que le rodean -el propio Veracruz al este; Campeche y Chiapas al sur, rodeándolo-, ya que nuestro destino es la ciudad de Mérida, Yucatán. Afortunadamente comienza a crecer la vegetación por doquier. O mejor aún: comienza a perder ese aire polucionado de kilómetros atrás, es como respirar alivio nuevo.

«Cancún 1020. Mérida 720. Campeche 510«, reza un cartel cualquiera. «Bienvenidos a Tabasco. Feliz estancia«, otro más particular. Y entonces Crocoy comienza a cantar con alegría verdaderamente encantadora: «Ven, ven, ven a los sueños… Ven, ven, ven a Tabasco… Vamos a los sueños que Tabasco es un edéééén… Ven ven ven…«.

Estado que ya visitamos hace once años al atravesar Chiapas con el único objeto de visitar las indescriptibles ruinas de Palenque, y cuyo umbral vuelve a despertarnos suma alegría, el presagio de algo especial. Ahora bien, cada quien maneja sus propias referencias personales a la hora de describir el mundo, y aunque este paisaje, en un primer vistazo, me resulta similar al de la Albufera de Valencia, no tardo en percatarme de que todos esos bosques de manglares, áreas pantanosas o selvas que nos es dado atravesar, gracias a la citada, civilizada, pavimentada carretera 180, resultan muchísimo más vastos e inabarcables. Nunca a disposición nuestra, sino precisamente al revés.

La amplia Laguna de Términos, por ejemplo, se halla separada del mar del Golfo de México por una delgadita y alargada extensión de tierra: una verdadera isla en sí misma que, contemplada en un mapa, guarda el aspecto de una inclasificable fractura de brazo humano, contemplada a través de una radiografía de rayos X: encantador fleco y capricho que la tierra, de algún imprevisible modo, ha decidido mantener en pie sobre el agua.

Hora y media o así antes del anochecer, a la altura de la localidad de Atasta, y habiendo dejado atrás los peajes de Sanchez Magallanes o Loma de Caballo-Frontera, nos detenemos a tomar algo en un irresistible establecimiento situado al aire libre frente a la laguna misma: Atasta Mangle. Pedimos sendas cervezas, una ensalada chica de camarón y un filete de pescado empanizado. «¿Se tardará mucho? ¿No, verdad?…», pregunta Crocoy a la mesera. «No, ahorita lo pido«.

Pero en fin, ya se sabe lo que suele pasar con el dichoso «ahorita» en México: cualquier encargo al que prosiga dicha réplica -y son constantes-, corre el riesgo de dilatarse por un tiempo absolutamente indeterminado. No en vano la mesera se lo toma con calma genuinamente pasmosa, ahorita se lo explico: obligada a atravesar de ida y vuelta, cargada con bandejas, ese pequeño aunque fascinante muelle de tablas de madera que, adentrándose más allá de la orilla, recaba en un par de atractivas palapas -esas viviendas y construcciones con techo triangular de palma seca-, bajo las que aguardan unas cuantas mesas y asientos para tomar algo.

Solo muy al fondo, en lontananza, se distingue una línea de vegetación que revela el hecho de la laguna misma, nunca del propio mar en un paraje idílico, firmamento y nubes perfilándose en todo su esplendor. En la mesa de al lado hay una familia -padre y madre rechonchitos; sus niñas, sin embargo, tan esbeltas y bonitas-, a quienes preguntarmos por Ciudad del Carmen –donde hemos de pernoctar esta noche-, y nos contestan: «Muy bonito, rodeado de mar, es una isla: apúrense, váyanse en lugar de quedarse aquí…».

Acordamos tomar la chela e irnos, solo que el intenso reflejo del sol vespertino sobre el agua nos distrae, no procede la menor prisa en este auténtico e inesperado paraíso, y en la mesa aún descansa una sabrosa michelada. Solo al decidir marcharnos irrumpe una lluvia sorpresiva, tan de súbito como al accionar un botón, y agradecemos estar subiéndonos en ese mismo instante al coche, desde el que presenciamos pr el camino variopintos detalles, como esa mínima expresión de una casa de fachada blanca y verde y en la que puede leerse: «Información turística» sobre el fondo blanco, y a medio metro escaso sobre el fondo verde: «Se venden ricos pollos y costillas asadas al carbón» (¿la uniformidad de funciones?…; un invento meramente europeo). O aquel otro y pintado con alegres letras de colores: «Bailazo prenavideño. Colegio Emiliano Zapata. Julio y su explosión musical«. O: «Tortas el tío Piña«. O: «Unión de taxistas de la península de Atasta«. O incluso una preciosa iglesia amarilla y blanca. «Me siento como en Colombia«, afirma Crocoy.

Sí, todo este entorno es tan encantador como prometedoramente pintoresco y pronto accedemos, asombrados, al acceso directo a Ciudad del Carmen: el larguísimo Puente Zacatal, de más de tres kilómetros de longitud, una anchura de nueve metros y rodeado de agua por todas partes. Uno de los más transitados del país, al parecer, al tratarse de la entrada a la península de Yucatán. Pocas ciudades se hallan en un enclave tan privilegiado ni disponen de una entrada semejante. Ni un acceso tan fácil -apartáos insidiosos fantasmas coatzacoalqueños-, pues tras atravesar su avenida principal (llamada «Luis Donaldo Colosio», político del PRI vilmente asesinado en Tijuana en los años ochenta, justo cuando competia con toda posibilidad por la presidencia, y a quien el entero país suele dedicar verdaderos honores de jefe de estado, citándolo por doquier, quién sabe si como para tranquilizar la propia conciencia nacional), no tardamos en localizar el hospedaje reservado previamente, a unas cuantas calles a la derecha.

Un Airbnb esta vez: coqueto complejo de casas blancas donde nos aguarda nuestro anfitrión, un atractivo joven que denota esa familiar impresión, capaz de afectar a muchos mexicanos, de no tener sangre alguna en las venas: su carácter es tan agradable como cohibido, nos muestra nuestra habitación con baluceante pudor y, si le preguntas algo, y por concreto que sea, tarda unos pocos segundos en contestar, como recién a punto de acordarse de algún dato importante, incluso de mostrar su verdadera naturaleza espontánea, alguna pequeña idea o vitalidad oculta, por pequeña que sea, pero que desgraciadamente no llega nunca. No está muy claro si le da igual o si sufre por comunicarse. Al inquirirle, por ejemplo, acerca de las pilas del mando de distancia de su televisor, queda estático, impotente -imponente porque es muy guapo-, y eso es básicamente todo.

Así que noche cerrada, y, ¿por qué no dar una vueltita por la ciudad?… Sí, ya sabemos que nuestro sistema GPS es un desastre, pero tras bordear el oscuro muelle -y en todos los oscuros muelles siempre suele haber algo que apenas presagia nada bueno-, observamos esperanzadores señales de vida popular: restaurantes, una feria, una iglesia, esto promete. O esa estatua-monumento dedicada a «La estrella del mar», Stella Maris, y a la virgen del Carmen a la vez, preceptiva patrona de los Marineros. Ubicada a doscientos metros del malecón, mide catorce metros de altura y se halla inmersa dentro de las aguas de la laguna de Términos: la ola que yace a sus pies representa una tempestad, y la Virgen parece apaciguar sus aguas. Apacigüando, de paso, y mediante ese paso, las nuestras. Hey, ¿acaso no venimos de un Coatzacoalcos de tan poderosa aureola oscura?… Pero además cerca de allí hallamos el Santuario Mariano Diocesano de Nuestra Señora del Carmen. O el Parque Zaragoza, hermoso espacio de amplia vegetación, donde destaca un bello y tradicional kiosco, muy frecuentado por familias y niños luminosos, y muy cerca unas callecitas con fachadas de colores que prometemos visitar al día siguiente.

De hecho acudimos temprano al mercado principal, de límites demarcados por la propia y magnífica laguna. Son tan poderosos los puestos de carne, expuesta de una forma tan descarnada, y nunca peor dicho, y que hasta vulneran la sensibilidad. Eso sí: hay tantos lugares distintos para comer algo, con todos esos mantelitos de colores, todos esos asientos y taburetes en los que reposa tanto paisano hambriento. Crocoy comenta: «Estoy por tomar una memela». O: «Qué rico se ve esto…». «¿Tacos de cochinita para desayunar?», nos tientan los vendedores desde los puestos. Y ya en la Lonchería «El Campechano» («tradición y sabor«: «tortas, barras, suaves: cochinita, relleno negro»), establecemos buena conversación con un hombre y una mujer de aspecto francamente amigable, de unos treinta y pico de años, y a quienes contamos que iremos llegando a Campeche como a las siete de la tarde. Por cierto que la circunstancia de ser ella de Pachuca y yo de Madrid, España, incita a ámbos a preguntarme a la vez: «¿Y qué anda haciendo usted por acá?…».

«Pues conocí a esta dama, vamos a llamarla así, hace unos doce años, y después de muchas aventuras, desencuentros y encuentros, pues aquí estamos….». A lo que Crocoy añade, alegre: «Así, como verá, es el mejor ex marido que he tenido en el mundo. Nos llevamos mejor que cuando estábamos casados, es en serio… ¿Así que crisis matrimonial?… Divorciénse y se van a llevar de maravilla, es la solución a todos lo males«.

A lo que el hombre replica, mientras la mujer abre mucho los ojos, sonriente y ensimismada:

«También es al revés: cuando tienen mucho tiempo de novios se casan y se divorcian. Sí, las parejas se rompen nada más casarse. Si tienen problemas se divorcian y se van a llevar padrísimo».

«A mí me pasó -añade ella al fin-, «estamos un poco distanciados, él va y viene, vive fuera, y nos llevamos mejor». Y sonriendo como una niña: «Nuestros hijos se evitan el ver que estemos peleando todo el tiempo…».

Casi nos da pena alejarnos de esta sugerente y pacífica ciudad, pero antes visitamos sus fachadas de colores, esas preciosas casas coloniales enmarcadas en calles muy estrechitas, o esa Playa Norte que muchos, al darnos conversación, nos han recomendado encarecidamente: formada por extensas extensiones de arena blanca que aún no han sido, oh sorpresa, conquistadas por la industria turística. Un lugar vírgen todavía -aunque sea del Carmen-, Y cuyo mar está frío, y cuyas conchas en la orilla describen particulares formas de fantasía que, al tomar en un puñado, sabemos que guardaremos con nosotros, pero tras rebasar Isla Aguada llegamos a Champotón -aún en la costa, a poco más de ochenta kilómetros de Campeche-, en apenas dos horas. Chusy, nuestra anfitriona en Mérida, así se lo ha recomendado a Crocoy. Solo que ante un nombre tan peculiar como el de Champotón, pues qué quieren qué les diga: uno no sabe muy bien a qué atenerse. Es como acudir a otros lugares llamados Maputo, Jódar o Chichicastenango: algo en su sonoridad resulta tan rotundo que uno casi que está en guardia previamente.

Sentimos curiosidad, es cierto, aunque la primera impresión no es muy interesante. Tras aparcar cerca de la plaza de su bonito ayuntamiento -con arcadas, y ese mensaje de «Feliz Navidad» en su fachada; o ese Belén viviente en sus inmediaciones, pese a tan plena y cálida temperatura-, descubrimos que el edificio, flanqueado por agradables casas de colores, presenta a su otro lado un mercado, así como una bahía realmente atractiva, cielo surcado de tantas gaviotas que parecen disputarse el aire, y esas innumerables palmeras que hace muchos kilómetros que han dejado de ser novedad por aquí.

Estamos comiendo tranquilamente en tal mercado -y yo preguntándole curioso a Crocoy, quien se halla comprándole una muñequita de colores a una niña, sobre el contacto entre aztecas y mayas-, cuando sobre nuestro hombro surge una voz joven y algo aguda que dice amablemente:

«Disculpen, no he podido evitar escuchar su conversación. Resulta que esos aztecas y mayas fueron muy grandes comerciantes, con los antiguos náhuas se decían tener una hermandad, al traficarse los productos…«.

Nos giramos. Se trata de un chico aún en su adolescencia que, ante nuestra sorpresa, resulta que trabaja allí como mesero. Alto, delgado, de sonrisa blanca e irresistible, viste muy coqueto una sencilla camiseta de Calvin Klein. Dice llamarse Luis.

«Yo siempre he devorado libros de historia tras historia…».

«¿Y qué más sabes?», le instamos, con la boca abierta (y menos mal que hemos terminado de comer). «Cuéntanos, séntate, aunque sea un minuto«.

Posee algo natural y encantador, y en su forma de hablar hay tanto entusiasmo como erudicción. Y solo el primero puede evitar que la segunda no parezca pedantería.

«Yo me intereso más por mi localidad, mi municipio…», afirma con cierta timidez, prosiguieno con calmado entusiasmo: «Pues veréis, básicamente aquí estamos en terreno maya, y los mayas son considerados como gente guerrera y noble de corazón. Y a esta se le llama la Bahía de la Mala Pelea, porque el 21 de marzo de 1521 Don Francisco Hernández de Córdoba, descubridor de la península de Yucatán, arribó a estas playas. Pero los antiguos mayas aquí tuvieron una gran batalla sangrienta, y lograron derrotar a los españoles…».

«O sea, ¿que aquí fueron derrotados los españoles?… «, repetimos atónitos.

«SÍ, últimamente cuando atacaron Campeche fueron conquistando esta zona por acá, cuando fue amurallada. A la conquista siguió un periodo de colonización, se amuralló la gran ciudad por ataques intensos de piratas, de forma que se alzó un gran baluarte en forma hexagonal para proteger la ciudad».

«Bueno, sabes más que yo seguro…», replica asombrada Crocoy. El chico parece no estar dispuesto a hacer pausa alguna. Y ni se lo pedimos:

«Cuando da el brote de la peste negra en Campeche, se tuvieron que romper las murallas porque la enfermedad ya estaba afectando a los habitantes. ¿Han visitado ya Campeche?…».

Negamos con la cabeza. Iremos mañana.

«Todavía se conservan las murallas en el fuerte de San Miguel. O la puerta de Tierra. En todo el estado de Campeche siquiera pueden encontrar zonas arqueológicas, y está tambien Kalakmul, y en la mera ciudad de Campeche está el mero centro histórico». Y suspira: «Ah, se van a enamorar de Campeche…». Y paladea con seguridad: «Ah kin pech«, que tiene varios significados: «Lugar de serpientes y garrapatas». O también: «lugar donde descansa el último sacerdote del sol». De ahí viene el nombre «Campeche». Y «Champotón» de Chakán Putum», que significa piedras por la sabana…».

No cesamos de hacerle preguntas. Meramente sobre él:

«Tengo 16, estoy en cuarta de prepa (la escuela preparatoria; nuestro bachillerato). Amo la historia con locura y más la de mi país, desde que iba a la primaria me llamó la historia. Mi mayor sueño es ser arqueólogo«.

Vuelvo a preguntarle, no puedo reprimirme -y quién podría-, por aquello de los aztecas y los mayas:

«Mayormente, por territorio estuvieron en constantes guerras cruentas, pero el abacamiento del famoso trueque les llevaron a grandes alianzas junto a los zampotecas, olmecas, etc. De hecho por aquí está Candelaria, a dos horas, y ahí descansa el último emperador azteca, porque Hernán Cortés tenía un hermano conquistador en Candelaria, ya que Cuahutémoc nunca le quiso revelar el gran secreto de Moctezuma. Lo trajo arrastrando desde caballos desde la Ciudad de México. Hace poco encontraron la tumba«.

«Pero no debió quedar nada del cadáver…», le digo algo tontamente.

«Por pergaminos antiguos se cree que llegó con vida», continúa. «Fue la peor tortura, porque él nunca quiso revelar el lugar del gran tesoro. Ahora bien, Cortés tiene aquí la que se la llama la «Ruta de Cortés«, porque rozando Champotón pasó. De hecho aquí se cuenta mucho la historia de Cortés…».

«A chicos de tu edad les da igual todo esto, les gusta el reggaeton y bailan, es admirable que te guste esto, vas a llegar muy lejos«, le alaba Crocoy.

«Y qué mejor que México, lugar megadiverso. No ha estado nunca en Ciudad de México, pero me he especializado en los estados y su cultura, amo el folklor de todos los estados, de hecho estoy en una escuela de danza y admiro los trajes…».

«¿Cual es el traje campechano?».

«Traje de gala con una falda grande y una blusa con borados a mano. El de los hombres es una guayabera blanca, pantalón negro, botas y faja roja. Está muy bonito. Como los bailes…».

«Pero a tí Ciudad de México te va a volver loco, con su Altar Mayor…».

«A mi edad me he enfocado en sobre todo artículos y teorías sobre cómo cobraron conocimientos los antiguos. Hablar de nuestra historia parte el corazón del pueblo, porque el pueblo se confió, y gracias al poderío de otros países se le ha quitado su historia. Aquí se han encontrado máscaras de jade, de hecho el mismo penacho de Moctezuma está en Viena, y no es justo, no es justo que otros lo conserven. Pero también hay gente que tiene cosas en su casa. Pues no es por nada, pero aquí hace como dos o tres años, cuando renovaron esta avenida, encontraron cientos de cadáveres, aquí en Champotón donde quiera que usted escarban encuentras figurillas, pero unos los adoptan como cosas de lo oscuro, y vienen a agarrar y ya…».

«Yo soy profesora, no de historia pero de geografía de secundaria, dame tu mail y te mando documentos«.

Y le contamos nuestra visita doméstica a León-Portilla, verdadero experto en el mundo mesomamericano, y capaz de hablar fluido náhuatl a sus noventa años. Y de quien Luis todavía no ha oído hablar en su joven vida…

Solo que no queremos acapararle en sus obligaciones: tiene otras mesas que atender.

Cuando Crocoy vuelve al rato del baño, me comenta,no tan asombrada, lo que otra mesera le soltó de sopetón por el camino:

«¿Estabas platicando con Luis?… Es maricón».

«¿Y qué…?, replicó ella.

«Bueno, para que lo sepa…».

«Sí, incluso le dí mi teléfono para hacernos amigos. ¡Que les vaya bien…!».

Nos despedimos calurosamente de Luis, pagamos y nos vamos de la Bahía de la Mala Pelea.

Aunque algunas, ya sea por ignorancia e intransigencia, apenas cesan nunca.

 

2 COMENTARIOS

  1. Fe de erratas: el autor pide humildemente disculpas por las siguientes inexactitudes contenidas en el presente texto:

    1) Luis Donaldo Colosio fue asesinado el 23 de marzo de 1994, no en los años ochenta.

    2) Son zapotecas, no zampotecas.

    3) Templo Mayor, no Altar Mayor de Ciudad de México.

    Gracias (y disculpen).

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