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Martes, 17h30, metro de Buenos Aires

Nicolás Fuster
Nicolás Fuster
Nicolás Fuster nació un martes en Buenos Aires. Se buscó en Argentina, el Reino Unido, Bélgica y Luxemburgo. Estudió música y trabajó en una librería. Tiene una relación extramatrimonial con la Literatura y es un lector desordenado. Actualmente estudia Relaciones Internacionales en Sapienza (Roma).
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análisis

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Si bien hay bastante gente de pie, falta un poco para que el subte esté repleto. Una mujer alta vuelve del trabajo a su casa y piensa que en el vagón se está bien, afuera hace mucho frío y el calor subterráneo es benévolo. Otra mujer lleva a su hijo de la mano, está cansada. Le pregunta cosas, el hijo mira al señor sentado junto a la ventana y responde sin detalles. Un muchacho con zapatillas gastadas, que no quiere dejar de ser adolescente, mira su teléfono y escucha una música insoportable y reiterativa, que desborda sus auriculares enormes y molesta a los dos pasajeros que el muchacho tiene al lado. Una chica vestida con el uniforme de un colegio privado, cuyo nombre genérico católico está bordado en la chomba blanca, manda mensajes por WhatsApp y va a la clase de apoyo de una materia que tiene que levantar porque se sacó una nota insuficiente y los padres no quieren que eso suceda.

Un señor, sentado junto a la puerta automática, tiene en sus piernas una gran bolsa con globos de colores, y mira al hijo de la señora cansada. El hijo lo ve, el señor le sonríe, el hijo tiene un cómplice. ¿Querés un globo? El hijo mira a la madre, porque necesita que la madre se lo permita, pero la madre no escuchó lo que el señor preguntó en voz baja. La madre, entonces, no responde. El señor saca un globo azul, lo infla, rápidamente hace una forma algo extraña, pero termina resultando una suerte de espada. Cual general derrotado luego de la batalla, se la entrega al hijo. El vagón se detiene, el pequeño Sandokán baja, de la mano de la madre, y suben algunas personas más.

El vagón arranca y los pasajeros se balancean levemente, coordinados. Desde otro vagón, llegan dos niños vestidos con harapos, sucios – uno de unos seis años, otro de unos nueve, evidentemente son hermanos. El de nueve repite una serie de frases que debe decir sin pensar, “muy buena tarde señore pasajero no queremo moletarlo solo una monedita amablemente lo que puedan colabora’ para mí y mi familia somo siete hermano amablemente lo que puedan colabora’” y muestra un minúsculo vasito de plástico, donde resuenan unas pocas monedas que, literalmente, no valen nada.

El señor mira al más chico, que se rasca su cabello sucio con sus dedos igualmente sucios. ¿Querés un globo? ¿Qué color preferís? El de nueve recorre el vagón, se aleja haciendo sonar sus moneditas, el señor infla a la velocidad que le permiten sus pulmones, sobrevivientes de años de tabaco. Quiere hacer una forma más compleja, tarda más, nadie deja monedas por lo que los dos hermanos caminan el vagón, ida y vuelta, en pocos segundos. El hermano mayor (mayor, tiene nueve años, mayor de qué) tira del otro, que con su vocecita con la que nunca repitió las vocales, ni preguntó cómo se escribe su nombre, ni dijo “buenos días, señorita” ni cantó una canción infantil, explica esperá, me está haciendo un globo.

El señor respira con dificultad, pero le entrega un globo con cuatro patas y le dice mirá, acá tenés: el primer perro verde del mundo. Una parte de los pasajeros se renueva. El hermano de seis años no sabe que sus moneditas no valen nada, pero su perro verde, del que generaciones de gobernantes no sabrán nunca, es lo más importante que le pasó.

Martes, 17h37.

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