En una visita que una representación del Congreso español realizó a Marruecos al principio de la Transición, el monarca alauita Hassan II afirmó que veía cosas muy interesantes en el socialismo, aunque no le acababa de convencer su internacionalismo. A propósito de aquellas palabras del rey marroquí, el entonces diputado socialista, Pablo Castellano, comentó: “No sé qué va a ser de nosotros. Felipe González nos quiere quitar el marxismo y este tío el internacionalismo. ¿Qué puñeta de partido vamos a ser? Quizá aquel episodio vaticinaba un vértigo, como el que siente el suicida atraído por el abismo, que era el resultado de una paulatina deconstrucción del socialismo hasta convertirlo de una organización ideológica a un ente de gestión ad hoc al Estado posfranquista de la Transición.

Ese proceso de desnaturalización del PSOE por asumir la función de máximo valedor del régimen del 78, ha culminado en una grave fractura del partido mediante una autoinmolación paradójica por intentar permanecer, a costa de su propia identidad y existencia política, en una realidad que definitivamente ha pasado. Al mismo tiempo que los iconos de la corrupción del PP —Bárcenas, Correa, Crespo, Pérez (El Bigotes), López Viejo y un largo etcétera— se sientan en el banquillo. Y, por si fuera poco, en otra sala no muy lejana, se juzga a Rato y Blesa, dos hombres todopoderosos en la España de Aznar, como responsables de esa corrupción que Rajoy, rodeado de la cúpula de su partido, definió como “una trama contra el Partido Popular”, sin que en ningún momento asumiera ninguna responsabilidad como máximo líder de un partido muy jerárquico, en que el jefe tiene un poder absoluto, el PSOE se desangraba en una lucha fratricida al objeto de que los llamados críticos abortaran cualquier posibilidad que no pasara por facilitar la investidura de Mariano Rajoy.

Un Partido Socialista de Estado se convierte en un instrumento poco útil para las mayorías sociales al tiempo que se ha desplomado en una guerra interna que le coloca en una situación de auténtica debilidad ante la derecha de tal forma que lo inhabilita para poner algún tipo de condiciones al Partido Popular por transigir a la conformación de un gobierno conservador. Pocos precedentes se pueden aventar en la historiografía política de un partido que se autodestruye a favor de su potencial adversario político. A partir de ahí cualquier elemento dialectico que justifique la posición del PSOE en la actual coyuntura no deja de ser altamente peregrina, a no ser que apelemos a los que nos advertía Michels de que “la organización es la madre del predominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegantes. Decir organización es decir oligarquía”.

El PSOE se ha dejado arrastrar por un pobre eclecticismo adaptativo al sistema que le sitúa paradójicamente en contra de su propia historia y de sí mismo. Incapaz de generar un paradigma diferente al que impone el microclima conservador, se pierde en la torcida creencia de que la ideología es una pesada carga que pone en peligro el pacto de la Transición y, como consecuencia, su estatus oligárquico de “partido de gobierno.” Es como si el socialismo hubiera sido creado para este régimen y su obsesiva actitud conservadora le empujara a desistir de su vocación de cambio e incluso de la capacidad de construir un modelo avanzado de sociedad. No es una crisis coyuntural, sino de índole profunda que afecta a la misma razón de ser del partido y a los elementos más sensibles de su función política y sus modos de relacionarse con la sociedad. En ningún ámbito polémico de la vida pública se ubica sin holgura el partido socialista, salvo vaguedades dialécticas y orfandad de ideas que convierten su posición en un simulacro, un repertorio de actitudes de atrezzo demasiado elementales como para ser convincentes.

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