pobres

Los vi por primera vez cuando era niño.

En Buenos Aires abundan, y cuando tenía seis u ocho años para mí eran parte natural de la ciudad: estaban, están muchas veces en el mismo lugar. A la mañana, camino a la escuela, alguno de ellos, que me veía pasar todos los días, me saludaba en la Avenida Santa Fe y yo respondía tímidamente. El tiempo pasaba, nueva crisis, nuevos índices de noséquécosa, y el resultado inevitable eran más y más.

En las estaciones Constitución y Retiro, en los alrededores de Plaza de Mayo, la principal plaza de la ciudad, frente al Cabildo colonial y la Casa Rosada, frente a los gobiernos desde el virreinato hasta hoy. En la galería del Paseo Colón.

Luego me mudé a Londres, y después de algunos meses de encandilamiento inicial, comencé a notarlos también allí. En menor cantidad, naturalmente, pero estaban. Al comienzo en las estaciones King’s Cross y Victoria, y las zonas menos ricas como Tottenham, Croydon, algunas partes de Hackney. A medida que pasaba el tiempo parecían multiplicarse, y antes de haber dejado Gran Bretaña, unos años después, podía encontrarlos inclusive en el centro financiero y turístico de (my God) la capital del Reino Unido.

Roma, lejos de ser la excepción y aunque parezca que no se ven, también los tiene. Los tiene en la estación Términi, en las galerías de Via della Conciliazione frente al Vaticano, los tiene vendiendo productos chinos descartables con los que algún vivo los explota en los centros turísticos como Piazza di Spagna, Piazza Navona, el Coliseo. En Roma, a veces, salen un momento de su estado habitual cuando corren con sus bolsas de mercaderería llenas de botellas de agua, souvenirs de todo tipo y, si está nublado, de paraguas que ofrecen a precios destinados al regateo. Una bandada de inmigrantes irregulares perseguida por un grupo de policías que, armados y con borceguíes, nos demuestran a todos su hombría y valor. Entonces la bandada cambia de lugar y vuelve a su estación anterior, repitiendo selfiselfiselfi, y los de borceguíes vuelven a no hacer nada.

O en la puerta de las iglesias, con forma de señora del este que se arrodilla y presenta un cartel mal escrito en el que se llega a leer «tengo hambre»; con forma de muchacho africano que educadamente enseña su gorro vacío en la puerta del supermercado.

No, los invisibles están. Son.

Tienen un nombre, en el mejor de los casos una familia, un origen y una identidad. Tienen una historia, mil veces repetida pero es la de cada uno. Tienen la indiferencia del Estado (el suyo original, el argentino, el británico, el italiano, el el el el) y tienen derechos.

Nosotros, los burgueses, tenemos un nombre, en el mejor de los casos una familia, un origen y una identidad. Tenemos una historia, mil veces repetida pero es la de cada uno. Tenemos, frecuentemente, la indiferencia del Estado y tenemos derechos.

¿Cuál es la diferencia?

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