En el uso normal de la palabra, un gilipollas es una persona que, sin padecer ninguna enfermedad mental, se comporta de forma desconsiderada consigo mismo o quienes le rodean, especialmente si lo hace por egoísmo, con agresividad o sin considerar las consecuencias. El término connota, en primer lugar, que quien lo usa valora negativamente el comportamiento de alguien. Es un dicterio muy frecuente pero que no pertenece al vocabulario de la discusión civilizada. Si se dirigiera públicamente a una autoridad que se halla en el cumplimiento de sus funciones se consideraría sin duda una ofensa. Por otro lado, el término supone que las consecuencias de la acción no son demasiado importantes: no se puede aplicar a un criminal de guerra o a un controlador aéreo que se queda dormido en el trabajo, por ejemplo. Tampoco se aplica a los niños, porque no se les supone completamente conscientes de sus acciones. Es un término malsonante que no se pone en letras de imprenta y a partir de aquí lo sustituiré por una “G” mayúscula.

Nadie nace ni, propiamente, es un G. Un G se hace siempre en la mente de quien lo califica. Como no se trata de un diagnóstico clínico, no todo el mundo coincide en aplicar el mismo calificativo a la misma persona, y dos personas se lo pueden cruzar mútuamente sin considerarse tales a sí mismos. G es el epítome del “otro”, la antítesis del prójimo. Naturalmente, no puede ser la base para un tipo penal.

Un G no es lo mismo que un tonto. “Tonto” es una valoración negativa hacia alguien que posee un nivel por debajo de la media en algún tipo de inteligencia, sin padecer un síndrome. Si eliminamos el elemento connotativo, “tonto” podría ser un término descriptivo, mientras que la valoración negativa es consustancial al otro término.

Un elemento en común que tienen los tontos y los Gs es que ambos carecen de derechos específicos o de cualquier empoderamiento para reivindicar un privilegio. Esto no deja de ser notable, porque en la actualidad muchas personas que se desvían en algún punto de lo que se considera un canon socialmente privilegiado se consideran ipso facto legitimadas para reivindicar el reconocimiento de una tutela especial hacia su particularidad. Ser gordo, flaco, calvo, zurdo, tartamudo, disléxico o incapaz de escribir sin faltas de ortografía podía ser antes el origen de una cruel persecución verbal y social por parte de otras personas que no lo eran. Hoy, pertenecer a alguna categoría desfavorecida y objetivamente descriptible puede ser ocasión para reclamar una tutela o reconocimiento social frente a ciertos abusos. A fortiori, el pertenecer a una raza que no sea la culturalmente dominante o no tener una orientación sexual alineada con la impuesta por la tradición se considera argumento para demandar una tutela específica de los derechos personales en ciertas situaciones.

A los Gs no se les reconoce ninguna de estas prerrogativas, como tampoco a los tontos. Y en el caso de estos últimos es una situación paradójica, porque tener una inteligencia por debajo de la media o ser incapaz de medir las consecuencias de tus actos no es una simple desviación del canon apolíneo sino un auténtico problema en una sociedad que valora la inteligencia casi por encima de cualquier otra cualidad. Obviamente, en el caso de los Gs es razonable que no tengan reconocidos derechos extraordinarios ni una tutela especial, porque como hemos dicho se trata de un término puramente connotativo. Sin embargo deberíamos considerar una excepción: la libertad de expresión. El G, categoría subjetiva donde las haya, puede considerarse el límite del derecho de expresión, considerado en primer lugar como el respeto a las opiniones de quien no solo opina lo contrario que tú, sino quien lo hace por las razones equivocadas y por los cauces menos adecuados.

En general se puede decir que las sociedades occidentales se caracterizan por permitir la libertad de expresión hasta donde no lesione los derechos de otros. Hay dos problemas con este principio, uno jurídico y otro sociológico. El primero es hasta dónde se reconocen y cómo se definen los derechos intangibles como el derecho al honor o la dignidad con el que puede entrar en conflicto la libertad de expresión. El segundo es que la libertad de expresión es fundamentalmente un derecho de los “otros”.

Ninguna teoría sobre el derecho a la libertad de expresión que descanse en exigir de quien la usa una documentación exhaustiva y un cuidado exquisito en los argumentos es razonable. Debemos aceptar que a pesar de todos los avances en tecnologías de la información, en la mayoría de los asuntos las personas nos seguiremos expresando de forma lógicamente inconexa, sin documentarnos lo suficiente para emitir un juicio realmente fundado y en ocasiones de manera abiertamente mendaz. El límite legal al tipo de argumentos o comentarios que pueden hacerse públicos debe referirse al momento en que puedan causar un daño objetivo, y a una delimitación razonable de los derechos intangibles como el honor. En ese caso no hablaríamos de un G sino de un potencial peligro público. Por otro lado, ninguna práctica del derecho puede basarse en la propia capacidad para reconocer todos los méritos y motivaciones del “otro”. En algún momento el “otro” se convertirá en G, ya sea por sus propios méritos o por nuestras limitaciones. Admitamos que cualquiera con acceso a un medio de comunicación público puede convertirse en un G sin que se le persiga penalmente por ello.

 


Cassandra es una joven tuitera (@kira_95) que dedica una enorme cantidad de su tiempo online a desear una muerte violenta y dolorosa a personas en cargos políticos de responsabilidad con los que no está de acuerdo. En el futuro, nos dice, quiere ser maestra. Cassandra, hoy conocida por todo el país, ha producido a lo largo de su fecunda vida online (92.000 tweets) muestra sobrada de una llamativa irresponsabilidad y falta de juicio. A los 17 años escribía en twitter “Me molesta que Rajoy todavía no haya recibido un balazo en la cabeza”; ya adulta publica “Esperemos que Cristina Cifuentes [herida tras un accidente] muera antes de las doce, será un puntazo que muera en el aniversario del pioletazo a otra rata [Trotsky]”, etc. Si Cassandra perteneciera a un colectivo violento, muchas personas estarían justificadamente preocupadas por su propia seguridad personal.

Cassandra ha sido condenada por la Sección Cuarta de la Audiencia Nacional a un año de cárcel e inhabilitación total durante siete años, pero no por comentarios como los que acabo de citar. La condena, por un delito de “humillación a las víctimas del terrorismo”, se ha debido a 14 tweets referidos jocosamente a la muerte en atentado terrorista del almirante Carrero Blanco, expresidente de un gobierno franquista. Tweets como “URSS Yuri Gagarin VS SPAIN Carrero Blanco» sobre una imagen del astronauta soviético, o “Spiderman VS Carrero Blanco” ante una imagen en que el héroe de cómic ve volar un automóvil.

La condición de víctima del terrorismo tiene una tutela especial en el artículo 578 del código penal, 412 palabras juntadas de esa manera para consternación de casi toda España. Es fácil creer que los comentarios de Cassandra probablemente entrañen un “menosprecio” hacia Carrero Blanco en el fuero interno de Cassandra y probablemente lleguen a alcanzar los “sentimientos de solidaridad de la comunidad” entre alguno de los seguidores de la tuitera, pero para enviar a una persona a la cárcel no debería bastar que el legislador le haya dado al juez la capacidad para entrar, código penal en la mano, en lo más íntimo de los deseos y sentimientos del demandado y demandante para averiguar si sería teóricamente posible que aquellos pudiesen ofender a estos. Si la ley protege específicamente la dignidad de las víctimas del terrorismo y sus familiares no es, naturalmente, porque estas personas tengan una dignidad superior a las del resto de la sociedad, sino porque en su condición de víctimas de una violencia organizada y sanguinaria están más expuestas a las coacciones en algunos entornos, y de cara a evitar la sensación de impunidad de los verdugos. ¿Supone Cassandra alguna amenaza para los familiares de Carrero Blanco? Ninguna que pueda deducirse de su perfil ni de la sentencia. ¿Alguna amenaza para su memoria? Nada que pueda compararse con la que supone relacionar al expresidente de Gobierno con una serie de desatinos judiciales que socavan las bases de la libertad de expresión en España.

Ni el honor ni la dignidad de las personas puede convertirse en un foco de derechos que se irradian hasta el infinito en cualquier dirección, al margen de consideraciones realistas sobre hasta qué punto la intención de alguien que expresa su opinión pueda lesionarlos. Sobre todo, la capacidad del estado para privar seriamente de derechos a los ciudadanos sólo puede estar justificada cuando el bien jurídico tutelado ha sido lesionado en una medida que daña la sociedad. Si el juez puede enviar a la cárcel a un ciudadano que no es peligroso cuando aprecia simplemente síntomas de una intención sobre un bien intangible que recae en una situación pasada es posible que sea la sociedad quien esté en peligro. El G, por oposición al delincuente, puede considerarse un test de los límites al poder punitivo. Su facultad de expresarse de manera desconsiderada no es un acicate para que continue haciéndolo: es solo la consecuencia de una actividad comunicativa básica que solo es posible cuando tolera un cierto nivel de ruido.

Esto no significa que cualquier asocial deba sentirse empoderado para insultar a vivos y muertos de cualquier manera que no sea claramente delictiva. En primer lugar debe esperar la reacción en sentido opuesto del resto de la sociedad, que afortunadamente tenderá a ser menos virulenta y soez. Sobre todo debe esperar el ignominioso silencio. Los likes y retuits solo son una métrica del eco de cualquier vocero. No hay un equivalente para medir el rechazo que producen, pero paulatinamente nos iremos dando también herramientas para medirlo. Todavía estamos descubriendo como funcionan los nuevos canales de comunicación social. Los jueces y legisladores deberían aprender a entender el sentido del hartazgo que producen los vocingleros antes de servir como su cámara de eco. Cuando jueces y legisladores han causado mas estupor en la sociedad española que alguien como @kira_95 deberían replantearse muy en serio los principios de su actuación.

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Daniel Riaño Rufilanchas es un investigador científico que nació en Madrid. Su especialidad es la lingüística cognitiva y computacional. En la actualidad enseña Filología Clásica y redacción académica en la Universidad Autónoma de Madrid, pero también ha trabajado en prensa musical de varios medios. Ha grabado reportajes sobre temas artísticos, culturales y de conservación de la naturaleza. Cuando no está dedicado a asuntos de lingüística, programación o literatura griega probablemente esté discutiendo sobre la manera en que los avances tecnológicos están transformando nuestra sociedad o tratando de volar un dron.

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