Hace calor. Dentro y fuera de los cuerpos, y también de las almas, hace calor. Son muchos meses de tensión, de soñar despiertos y dormidos. Hace mucho calor. Se aborta la primera salida del Gran Premio de Australia 2017 porque uno de los monoplazas se ha colocado mal en la parrilla. Quizá por culpa del piloto 21, quizá por mi culpa.

Se vuelve a dar la salida. Y esta vez sí. No falla Martillo Hamilton. Sale como un cohete, como un murciélago; está absolutamente seguro de que va a ganar. Y sin embargo, por primera vez en muchos años la flecha de plata, el imbatible Mercedes con su motor brutal, no logra escaparse.

Poco más de un segundo consigue Lewis Hamilton sobre el hombre que, en su momento, mal momento, robó parte de la gloria que parecía merecer Fernando Alonso: Sebastian Vettel. Los aficionados españoles no le quieren bien; y es natural.

Fernando Alonso, que en la salida reacciona y actúa y conduce de modo espectacular. La bestia naranja y frágil se mantiene en posición de puntos casi hasta el final. Casi, casi hasta el final. Mañana, mañana en China quizás…

Martillo Hamilton bocazas, gruñendo, protestando, convencido de que todo le es debido. Pero no es sólo eso. Es un miedo que le nace del estómago y que él se esfuerza en acallar. Es la voz del fantasma: hay muchos fantasmas y espíritus en Albert Park. De vivos y de muertos, de seres reales y de seres imaginarios.

Zumban los motores y Hamilton, sin poder evitarlo, piensa en Rosberg cuando tiene a Sebastian Vettel demasiado cerca detrás. Parece como si tuviera a Nico enfrente, como si le estuviera susurrando al oído. «Hagas lo que hagas da igual, te derroté para siempre jamás». Se niega a escuchar la voz, sólo tiene que pilotar, él es el mejor; pero la semilla de la duda ya está en su corazón y comienza a quejarse, comienza a llorar e implorar: los neumáticos van mal, sufro de sobreviraje, me van a cazar… Cazar. Caza mayor. Cazar a Hamilton. Bang.

También Niki está nervioso, era viernes cuando vio a su propio fantasma, al piloto número 21; y hoy por la mañana ha sentido la presencia roja de James Hunt. Su intranquilidad es contagiosa: vamos a parar a nuestro campeón para que no lo adelanten en la parada obligatoria para cambiar neumáticos. Andercat. Undercut, así lo llaman: undercat.

Y el cielo se abre para el cavallino rampante y sobre todo para Sebastian Vettel, que ya ha purgado toda su soberbia y pecados, se siente digno de ganar. Y cuando sale de boxes lo hace delante de Martillo Hamilton. La carrera, salvo error o fatalidad, es suya ya. El piloto 21, el que nadie ve, está junto a él, junto a Vettel, todo el tiempo, desde el principio hasta el final; desaparecerá minutos después de que cruce la meta el ya maduro piloto alemán.

Cae la bandera a cuadros y el piloto 21, cuya presencia sentían muchas personas pero sólo podía ver Niki, ya no está; desaparece en el mar de los aplausos y la euforia, pero volverá a aparecer dentro de dos semanas. Dentro de dos semanas la sombra de un tigre se filtrará en el circuito de Shangai. Y el nueve de abril volverá a correr amparado en su mágica, y bruja, invisibilidad. Ahora se va: a su selva, a su jungla urbana entre imaginaria y real, a su cueva en Mad Madrid City.

Han sucedido tantas pequeñas e importantes cosas en Australia, tiene que pensar en ellas el tigre, en las almas de los pilotos y de los pilotos muertos; masticarlas, digerirlas. Hace calor, hace mucho calor hoy en Melbourne. Se detiene y gira, mira un momento hacia atrás.

Podría ser una alucinación o podría ser real: millares de canguros protegiéndose del sol con gorras rojas de Ferrari y saltando sin parar.

 

Otro burbon, por favor.

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