Comienza la Declaración Universal de Derechos Humanos diciendo, en su artículo primero:

“Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.”

Pero, realmente ¿todos nacemos libre e iguales? y ¿de verdad nos comportamos “fraternalmente los unos con los otros”?

Con echar un vistazo al panorama internacional no es difícil llegar rápidamente a la conclusión de que este artículo, como tantos recogidos en los textos internacionales, no es más que una mera declaración de intenciones, papel mojado, y que, como siempre, libre e igual se nace en occidente y hasta aquí mismo esto tiene innumerables matices.

No se nace ni libre, ni igual más allá de nuestras fronteras, ni se es igual en derechos y dignidad una vez que se atraviesan; hace tiempo que lo sabemos pero a fuerza de saberlo hemos terminado por asumirlo como algo la mar de normal.

Siempre llega el momento en que esa evidencia nos abofetea violentamente la cara. En este 2017 que comenzamos con una ola de frío que está asolando Europa, esa bofetada proviene directamente y sin anestesia de los campos de refugiados sirios.

Miles de personas hacinadas en campamentos, manera delicada de llamarle a lo que no dejan de ser otra cosa que cárceles. Pues bien, esos seres humanos que han nacido “libres e iguales” y con los que deberíamos comportarnos “fraternalmente” soportan condiciones de vida indignas. Esas personas cuyo crimen es huir de una guerra atroz, hacen frente a la ola de frío bajo el abrigo de tiendas de campaña, mientras las autoridades europeas miran hacia otro lado, como si el tema no fuera con ellos.

Los campos de refugiados se han convertido en una auténtica vergüenza para aquella Europa de la que una vez nos sentimos orgullosos. Imposible seguir pensando que somos la cuna de algo, ejemplo de algo, cuando permitimos que dentro de nuestras fronteras malvivan miles de personas.

Una vez más la memoria es frágil, no hace tanto éramos nosotros los que huíamos, éramos nosotros los que dejábamos atrás casa y familia. ¿Cómo es posible que una Europa que ha vivido en sus propias carnes la tragedia de las guerras tenga tan poca capacidad para actuar como es debido?

Entiendo que no tiene una solución fácil, puedo llegar hasta a entender que tengamos que buscar formas de controlar los flujos migratorios. Lo que no puedo entender de ninguna manera es que nos responsabilicemos tan poco de lo que muchas veces nosotros causamos, sea por acción u omisión.

No puedo entender que la única solución sea pagarle a otros para que nos hagan de controladores de las puertas de Ítaca y que a estas alturas nadie se haya planteado que ninguna persona sale o huye de su país porque sí, por venir a desmontarnos nuestro particular edén.

Por encima de todo, no puedo entender cómo es posible que permitamos que en nuestro propio territorio miles de personas estén atrapadas en el frío y la nieve sin que nadie haga nada. O no nacemos iguales en dignidad y derechos, o el problema es que no tenemos conciencia.

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