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Logorrea

Antonio Illán Illán
Antonio Illán Illán
Escritor. Licenciado en Filosofía y Letras. Catedrático (jubilado) de Enseñanza Secundaria de Lengua Castellana y Literatura. Ha desempeñado diversos puestos en la Administración. Tiene publicaciones de poesía, narrativa y ensayo. Colaborador cultural en medios de comunicación (prensa, radio y televisión), con más de 2.000 artículos publicados. Crítico de teatro en el diario ABC Castilla-La Mancha.
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análisis

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Vivimos casi en un estado de logorrea. Hablar, hablar, hablar, hablar sin parar, se sepa de lo que se habla o no se sepa. Especialmente el discurso político, además de cansino, horroroso, táctico, aideológico y mentiroso, ha superado la noción de verborrea y se ha elevado a la cumbre de la locuacidad exagerada, al flujo verbal inagotable y desordenado. Hoy digo esto y mañana lo contario. Pareciera que se estuviera en un estado maníaco o de intoxicación por sustancias psicoactivas de esas que dicen que alteran la consciencia. No pueden estar callados. No se sabe si buscan polémica o están predispuestos a imponer sus dogmas. No pretenden convencer a nadie, solo hablar y hablar y hablar, con sus discursos de madera llenos de banalidades. Humo, mucho humo. ¡Madera, traed madera! Tienen claro a quienes se dirigen, a sus convencidos o a los indecisos. Argumentan sin argumentos y no aportan soluciones. Eso sí, mucha ilusión, mucha esperanza, mucha solidaridad, mucha igualdad. ¡Jajajaja! Humo, humo. La inmensa mayoría no cobra lo que ellos, ni vive como ellos. Estos verborreicos devenidos en logorreicos jamás dialogan, jamás tienen una propuesta de acuerdo, jamás piensan en la gente, solo están pendientes de su cesarismo ególatra, de su puesto. La cuestión catalana, o mejor, el discurseo sobre la cuestión catalana, y por ende de España, es un buen ejemplo de este aguacero de palabrerío que a todos alcanza, aunque algunos se lleven la palma, como es el caso del obsolescente Puigdemont.

Dice la ciencia que la logorrea se caracteriza por la constante necesidad de hablar y que puede ser un síntoma de un trastorno psiquiátrico: un estado maníaco o una esquizofrenia y que es propia de personas maniaco depresivas. Quizá sea esto un poco exagerado, pero no deja de ser morboso tanto palabrerío para nada, tanto pensamiento obtuso, tanto argumento sin argumentar, tantas palabras huecas, tanto humo, tanta posverdad (que es simplemente la mentira de antes nombrada con término moderno). Ejemplos tenemos a millones. Aquí se puede pasar desde un feroz discurso independentista a decir que eso ¿qué es eso?, eso fue un decir. O se puede pasar del federalismo multinacional a la evanescencia discursiva o el olvido. Aquí se oculta la realidad que acojona (como es el caso de la corrupción en el partido gobernante) y se pasa a un estado permanente verborreico sobre cosas que alejen ese concepto (esa verdad) y que sirvan para encubrir las vergüenzas.

Y al estado logorreico o, si le quitamos la morbosidad, de verborrea, no se sustraen los medios de comunicación que saben mucho sobre cómo se trabaja y manipula especialmente la información política. El espectáculo de la palabra, con preguntas de las que no importan las respuestas, se impone. En esa fiesta, tanto del político como del periodista o del polemista, ya no se exige mucho más que el que dé juego. Si da juego, vale; si no da juego no sirve para el espectáculo, por más sensato, ideológico y sensato que sea.

Hay quien ya se toma a chiste toda esta realidad que nos envuelve. Se impone todo lo que no es sólido. Es imponente el discurso de lo hueco. La tragedia se torna farsa y la farsa, chiste. Pero esto no ha hecho nada más que empezar. A la vuelta de la esquina hay otra campaña electoral. ¡Pim, pam, pum! los fuegos artificiales van a continuar.

 

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