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Leyes, banderas y una galga

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análisis

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La “bandera” era una galga que tenía la tía Feliciana. Una tarde, tendría yo unos diez años, fui a comprar el tabaco para mi padre como hacía todas las tardes  y mientras esperaba en el portal a que la señora Feliciana me trajera el paquete de Celtas largos sin boquilla, la perra se despertó de su siesta, me miró de una forma extraña con sus ojos melancólicos y soñolientos, y sin darme tiempo a reaccionar se levantó de su rincón y me arreó un mordisco en una pierna. Desde entonces no me gusta la palabra bandera porque la asocio a violencia, a ataque, a agresión y dolor. Unos años más tarde, durante el servicio militar, lejos de reconciliarme con la palabra “bandera”, todavía se me atragantó más al ver cómo proclamaban los militares, unos más que otros desde luego, su inquebrantable amor a la patria y a la bandera, unas palabras que  en demasiados casos no solo no iban acompañadas de hechos, sino que éstos contradecían abiertamente sus palabras. Será porque hablar no cuesta, y una cosa es hablar y otra hacer y obrar en consecuencia. Curiosamente los que más exteriorizaban su amor a la bandera eran los más sinvergüenzas. Entre ellos sobresalía un suboficial que lucía los colores de la bandera por todas partes: en la solapa, en el sello del anillo, en la correa del reloj, en el mismo reloj, en el cinturón, bordada en la camisa y supongo que también en la ropa interior llevaría aquel hombrecillo insignificante la enseña de la patria. Pero su ardiente amor a la Patria y a la bandera no eran óbice, cortapisa ni valladar, que se decía antes,  para que, aprovenchándose del carguillo que ostentaba en la cocina de la tropa, se llevara a su casa garrafas de aceite de oliva del bueno, no el que se gastaba en la cocina; azafrán, que no se gastaba en la cocina porque no había ni jamás se vio una hebra de ese valioso producto a pesar de que venía reflejado en las facturas, y no lo hubo porque se lo llevaba aquel miserable tipejo. También se llevó aquel español de boquilla jamones ibéricos, corderos, solomillos y cualquier cosa que se le antojara y que los proveedores le llevaban y después cobraban engordando convenientemente las facturas.

Y puedo decirlo sin miedo a faltar a la verdad porque algunas veces era yo el encargado de llevarle en la furgoneta del cuartel aquellas suculentas viandas a su domicilio de Aranjuez. En una de aquellas visitas, al enterarse que yo  era de La Villa de Don Fadrique, retorció su hociquillo de roedor y dijo mirándome fijamente a los ojos: “¿De la pequeña Rusia? Nada que venga de allí puede ser bueno”. Y se quedó tan ancho el hombre, sin duda podía decir lo que le viniera en gana y más a aquel soldado de dieciocho años que sabría que nunca se atrevería a denunciar sus hurtos, sisas y raterías. Se sentía totalmente a salvo de la ley, protegido de todo mal, de toda acción de la justicia, con el manto de inmunidad que le daba su querida bandera española y que usaba a modo de capa de superhéroe. Pero lo peor de todo no es que aquella rata enjaezada con todas aquellas insignias de mercadillo patriótico hurtara un día si y otro también alimentos de la cocina del cuartel, lo peor era que sus compañeros de armas, todos ellos orgullosos españoles amantes de la bandera que ondeaba en su mástil presidiendo el escuadrón, muchos de ellos guardianes de las esencias de la patria, y conocedores de sus fechorías, de las suyas y las de otros más que también se aprovechaban de su posición con fines particulares, no sintieran el menor impulso, la más mínima tentación de hacer un buen servicio a la patria denunciando a aquel listo, a aquel corrupto que no robaba más sencillamente porque no podía.

Un corrupto que estaba manchando con su indecencia no solo  la bandera, sino la reputación y honorabilidad de todo el cuartel. Ninguno de ellos se atrevió a denunciar por miedo a la reacción del ratero y supongo que también a la de sus propios compañeros de armas que podrían tacharle de chivato, la palabra tabú, lo peor que podían decirle a un militar. Nadie se atrevió a hacerlo seguramente porque  también tendría que denunciar otras muchas cosas como por ejemplo las libaciones del jefe del escuadrón y sus oficiales a eso del mediodía. Un muy español aperitivo en horas de trabajo que las más de las veces acababa con más de un mando digamos “intoxicado”. Y también doy fe de ello porque durante un tiempo corto pero intenso estuve destinado en su bar particular,  un local adornado como un pub, tan de moda aquella época y que ellos llamaban “ el club”, donde un servidor les despachaba un botellín tras otro como si no hubiera un mañana. Si aquellos parlanchines militares de barra, guerrera desabrochada y ojos brillantes hubieran acabado con los soldados enemigos como acababan con los botellines y las patatas fritas, en España no se hubiera puesto otra vez el sol. Pero no sería justo acabar este relato sin decir que, por supuesto, también había en aquel escuadrón del Ejército del Aire militares honrados, mucha y buena gente, algunos de ellos excelentes personas que cumplían ejemplarmente con sus obligaciones. Aquella gente honrada y trabajadora, la misma que puede encontrarse en cualquier empresa, era el otro plato de la balanza que compensaba algo las graves faltas de los falsos amantes de la patria y su bandera.

En el Partido Popular se da está dando actualmente algo muy parecido a lo que ocurría en aquel cuartel. Aunque, claro está, el volumen de lo robado por la trama corrupta del PP es infinitamente mayor. Y es que entre investigados, lo que antes se llamaba imputados, procesados, condenados y encarcelados hay casi mil personas. Una cifra intolerable por el número de implicados y la cantidad sustraída. Solo del caso Gürtel, la fiscal Concepción Sabadell dijo que era “un atentado directo contra el Estado de Derecho y su actuación resultará de muy costosa reparación social”, también declaró que “los hechos acreditados son hechos de extrema gravedad no solo por los delitos cometidos y el perjuicio causado a los fondos públicos sino porque se extendieron y enraizaron como un modo ordinario de contratación pública durante un largo periodo de tiempo”. El demoledor alegato final de la fiscal de la Gürtel debería ser de lectura obligatoria en escuelas, institutos y universidades. Y todos deberíamos leerlo o ver la propia fiscal en el vídeo de Internet diciendo que, por si quedaba alguna duda, “la existencia de la caja B del PP ha quedado plena y abrumadoramente acreditada”.

Rajoy, como de costumbre, negó todo y dejó pasar el tiempo. Lo mismo hizo cuando fue llamado el pasado verano a declarar como testigo por esa cosilla sin importancia de la Gürtel y los sobrecillos de dinero negro, de los que declaró ante el juez que no sabía nada, lo cual causó una “gran sorpresa”, eso de que no sabía nada, viniendo de él. Y con su caradura y cinismo habituales dijo no saber nada de nada y menos de unos sobres de dinero negro como el sobaco de un grillo que llovían de forma pertinaz, como el maná del desierto de Judea, en los acolgajados bolsillos de los dirigentes de su partido y también, como no podía ser de otra manera, en los suyos. Lo único que el señor Rajoy, quitando importancia al asunto, dijo con total desfachatez es que los casos de corrupción eran “casos aislados” y que la trama criminal no era del PP sino contra el PP. Decir que son “casos aislados” equivale a decir que un monzón son gotas aisladas de lluvia. Estas palabras son una falta de respeto, una burla a la “gente de bien, los buenos españoles, muy españoles y mucho españoles” que dijo una vez en un improvisado y atolondrado mitin. Unas gentes  a quienes el señor Rajoy dice representar.

Sin duda seguirán arreciando por muchos años los casos de corrupción en el PP y el señor Rajoy con su rostro de cemento armado seguirá diciendo que son casos aislados, cosillas que no tienen la menor importancia. Si  hubiera retransmitido en directo el Diluvio del que habla La Biblia, y le hubiera convenido hacerlo, habría dicho sin mover un solo músculo facial que son cuatro gotas, un “matapolvos” que decimos en el pueblo.

  A este gravísimo diluvio de casos de corrupción deberían hacer frente los militantes del PP, la mayoría gente gente honrada y bienintencionada, movilizándose a todos los niveles y más pronto que tarde. Igual que deberían haberlo hecho los militares honrados en aquel cuartel de los años ochenta, los militantes y simpatizantes del PP deberían denunciar en los juzgados a los que con sus  tramas mafiosas, véanse los casos de Francisco Granados, Ignacio Gónzalez y otros muchos que ahora mismo nos están robando y que no se llevan La Cibeles porque pesa mucho, y que están dañando de forma irreparable el crédito, la reputación y la honorabilidad de España y también del partido al que representan. Ese acto de denuncia, caiga quien caiga, y no otro, sería la palpable demostración, la prueba definitiva de su amor a España y a su bandera. Mejor servicio a la patria que colgar las banderas en los balcones sería querellarse contra los militantes corrompidos y hacer que caiga sobre ellos todo el peso de la ley, una ley que muchos se la llevan saltando a la torera desde siempre, véase el caso del señor Rato, Fabra, Bárcenas.. sin ir más lejos. Una ley con la que ahora se fustiga a los catalanes independentistas. “Hay que cumplir la ley, sin ley no hay democracia, nadie está por encima de la ley…etc” clama el señor Rajoy como un ardiente predicador ante una fervorosa multitud. Pero no está, y lo sabe, legitimado para hacer cumplir la ley el que no la cumple. 

Y para terminar y respecto a la bandera, y no me refiero a la galga de mi vecina la señora Feliciana, sino a la de nylon, la española, una bandera que por cierto debería haber sido cambiada por otra con la llegada de la democracia, habida cuenta de la insoportable carga negativa que arrastra después de ser la usada como estandarte y pendón por el franquismo. Bajo ese símbolo y a lo largo de tantos años se han cometido tantos crímenes, tantas injusticias, tantas violaciones y delitos, tantos atropellos que a pesar de los casi cuarenta años que lleva en la lavadora de la democracia, no ha podido arrancarse de ella esa suciedad tan incrustada que ya forma parte consustancial del tejido.

    Respecto a esto propongo que no haya bandera alguna, todo lo más un trapo blanco, el color blanco es la suma de todos los colores, del que sentirnos orgullosos solo cuando llevara escrito esto: cero por ciento, o una cantidad asumible y razonable, de corrupción, cero por ciento, o una cantidad muy baja, casi despreciable, de paro, de precariedad y temporalidad. Y cien por cien de libertad, igualdad y fraternidad. Entonces y solo entonces podríamos sentirnos, y con toda la razón, orgullosos de pertenecer a este país y amarlo cada uno desde cada rincón de esta rica diversidad de pueblos que lo forman. Porque uno no puede sentirse orgulloso de ser español, ni casi de pertenecer a la especie humana, mientras un tercio de nuestros compatriotas vive en el umbral de la pobreza, mientras la clase trabajadora, el motor de la sociedad, está sometida a una drámatica pérdida de derechos y hundida en la pobreza y la indignidad. Ahora que se ha abierto la Constitución para parar el delirio independentista en Cataluña, que se mantenga abierta para actualizarla, reformarla convenientemente y, como se ha hecho con el artículo 155, aplicar el resto de las leyes con la misma firmeza, determinación  y rapidez.

 

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