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Lewis Hamilton se gana a sí mismo en Silverstone

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análisis

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Silverstone. Silver stone. Piedra de plata. La cuna, el epicentro, la raíz más profunda del automovilismo de alta velocidad. Hamilton es el favorito, el que más veces ha ganado el gran premio de Inglaterra; su máquina, su nena bonita con ruedas, la flecha de plata, silver arrow, es la reina de la fiesta en Silverstone desde que comenzó la llamada era híbrida en el mundo de la F1.

-¡Pero eso se va a acabar! -ruge el macarra de Arrivabene-. La más guapa es la nuestra, la nena de la piel roja y brillante, la que más veces ha subido a lo más alto del cajón en la historia de este deporte; independientemente incluso de las “almas” que ha llevado en su interior.

Las almas. Las almas y la F1.

El alma no importa, la ética no importa. Ahora el mundo son ceros y unos. Todos los humanos vamos pegados el día entero a una máquina a la que llamamos esmarfon (suena más bonito, más mitológico, en español).

¿El alma no importa? Claro que importa, Fernando Alonso lleva quince carreras batiendo al excelente Vandoorne con una máquina naranja exactamente igual a la suya. Y Vettel a Raikkonen. Hamilton a Bottas. El alma lo fue todo cuando Nico Rosberg consiguió hacerse con el mundial. El alma. Muchas almas.

El alma de Sebastián Vettel está inquieta, incómoda, y provoca un error, una contractura muscular en el animal que la lleva y acompaña: una lesión en el cuello.

Pero Vettel no se rinde. La Ferrari puede ganar a la Mercedes. Y Sebastian Vettel puede conseguir la pole. Con cuello o sin cuello, el nervioso y pasional tetracampeón del mundo se marca un vueltón de los que hacen época.

Hamilton no va a poder superarlo. Vuelve a ponerse “blanco como el culo de un chino” :Lewis Hamilton. ¿La Ferrari es más guapa que nuestra Mercedes? Pide ayuda a sus ingenieros a través de la radio. Está segundo en la clasificación, a milésimas apenas, pero no sabe cómo hacerlo mejor.

-¿No hay algún truco, un rebufo, un milagro?

No, Lewis, no. Estás tú solo y sólo estás tú.

Solo. Delante de su público. Las máquinas son casi iguales, la italiano mínimamente mejor. Entonces ¿van a pensar todos que he ganado tantas veces en Silverstone porque tenía una robot más poderosa y mejor?

Deja de pensar y hunde el pie en el acelerador cuando cruza la línea en la que empieza su vuelta cronometrada. No sabe como se llama, pero sí sabe donde está. El alma de Hamilton se expande y expande y no sólo toca hasta el último extremo de cada alerón, también toca los cuerpos, los deseos, la pasión de todos los espectadores.

¡Vamos, vamos, vamos!

Entra un poco pasado en la última curva. ¡Es su sangre la que se ha mezclado con la gasolina para conseguir mayor de combustión! ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Sí sí sí! Le tiembla el cuerpo, va a explotarle el corazón. ¡Que explote!

Y sí. Sí…

sí…

44 milésimas de segundo.

Sí.

44, el mismo número que lleva la Mercedes que le lleva en su interior.

Sigue temblando: los hombros, la mano de piel oscura, mientras acaricia a su chica de plata. Plata también en sus ojos: una lágrima. Era imposible.

¿Imposible?

Las almas y la F1. Qué fascinante combinación.

Tigre tigre.

 

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