Almudena sabía leer las manos. Lo aprendió de los gitanos, en los alrededores del Sacromonte. No decía la buenaventura ni repartía romero. No ponía los ojos en blanco ni entraba en trance. Ella tan sólo leía las manos como si le pusieran delante las memorias del manco de Lepanto, aunque nunca fueran escritas. No importaban los borrones de las viejas heridas, ni los callos o las cicatrices, porque Almudena veía con lente de aumento todas las trampas que tiende el destino a quienes poseen dones como el suyo, y era ella, sin discusión posible, la mejor en una profesión que no ejercía. Entretanto, se ganaba la vida haciendo manicuras a las doñas del barrio de Salamanca en un pequeño stand de El Corte Inglés. Libraba un domingo de cada mes y tenía descuento en corticoles.

Almudena sabía más que un confesor y callaba más que un geranio. Porque ella, a las clientas, les daba siempre las gracias con su mejor sonrisa aunque no dejaran propina o hubieran envenenado a sus maridos, porque ambas cosas –para qué negarlo– solían venir de la mano en aquel desfile de cutículas y padrastros, y Almudena hasta les pintaba las uñas antes de despacharlas, lo que está bien hecho, bien parece, tal vez porque tenía un contrato de seis meses con cinco de prueba y porque sabía con qué tipo de gente se jugaba las habichuelas.

Antes de volver a casa, Almudena se cambiaba los guantes de látex de las manicuras por unos mitones que ya sólo se quitaría a oscuras, en el momento de meterse en la cama. Y no era éste un hábito novedoso para Almudena; llevaba ya más de seis años tapándose las manos, desde que salió del Sacromonte.

Un muchacho de la segunda planta –Territorio Vaquero– le hacía la corte. Era delgaducho y medio calvo, pero pasó la prueba de la quiromancia con holgura en la primera cita. Almudena le dio amor y pucheros y ungüentos gitanos para conservar el cabello; así, el muchacho acabó por pedirle la mano –cogiéndola de un guante de cabritilla– antes de que acabara aquel invierno. Se casaron bajo una sola condición: ella jamás le mostraría aquello que ocultaba con tanto celo y él dejaría de hacer preguntas.

Esteban aceptó sin rechistar.

Pasaron los años. Le renovaron seis veces el contrato hasta que quedó embarazada. El niño nacería sano aunque saliese con los encantos del padre. Esteban, entretanto, ascendió a jefe de planta: podrían tirar con su sueldo hasta que la criatura consiguiera plaza en un jardín de infancia. Almudena escuchaba Radiolé y le cantaba al bebé por Lole y por Manuel. El niño aún no tenía el destino trazado en sus párvulas manos. Eran felices. Estaban tranquilos.

Sin embargo, el bebé enfermó al poco tiempo. La cuna se tambaleaba, cada noche, por una tos ferina que no hallaría desahogo hasta las primeras luces del alba. Esteban y Almudena se lo turnaban en brazos en la sala de urgencias hasta que el médico les aseguró más tarde –sin inspirar confianza ninguna– que podría doblegar los síntomas que acuciaban al bebé. Luego se volvían a casa y le daban un jarabe expectorante. Y así se quedaban, velando la cuna, hasta que la criatura finalmente se dormía de puro agotamiento.

Semanas más tarde, el bebé los despertaría tosiendo una noche más. Almudena se frotaba los ojos en la oscuridad mientras Esteban pulsó a tientas el interruptor de la lamparilla para llegarse hasta la cuna. Almudena entonces sintió un repentino alivio por su hijo y su marido, aunque viniera acompañado de otras tantas revelaciones que, hasta entonces, había conseguido evitar. Fue entonces se incorporó y le pidió a Esteban que le dejara tomar en brazos a su hijo. Le cantó una nana del Sacromonte y esperó paciente a que la criatura quedase dormida mientras se chupaba el pulgar.

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