Que el feminismo está de moda es un hecho fácilmente constatable si nos damos una vuelta por las librerías, incluso en la sección infantil (véase la colección “Antiprincesas”). Que mucha gente no tiene demasiado claro de qué va el ocho de marzo es fácil de comprobar con preguntarle a un par de despistados cuando contestan que es el Día de la Mujer “a secas”, y no el Día Internacional de la Mujer Trabajadora, o de los Derechos de las Mujeres, una acepción menos reduccionista que deja un poco más clara la causa de nuestra lucha. Pero que las mujeres son también una amenaza real para el resto de mujeres es otra realidad aplastante. El mundo en el que vivimos nos recuerda constantemente que nosotras somos nuestras principales enemigas, especialmente si, además de ser mujer, eres inteligente y atractiva. Y para muestra, varios botones.

Empecemos, pues, por las feministas que han lanzado a la jaula de los leones a la actriz Emma Watson por insinuar pecho en la portada de una revista acusándola de “hipócrita”. Así son ellas, las feministas excluyentes. Como si de una caza de brujas se tratara, el pánico moral ha calado hondo entre las mujeres que no se depilan y hechizadas por tanta belleza han decidido declararla enemiga pública. Por esa regla de tres, ninguna feminista debería pisar una playa nudista. Y me atrevería a decir que las que se atreven a enseñar tetas son más defensoras de los derechos y libertades de las mujeres que las devotas de los jerseys de cuello alto y las faldas por debajo de la rodilla.

Recordemos también el caso de la “Mujer Maravilla”, más conocida como “Wonder Woman”. Esta heroína feminista del cómic estadounidense de los años 40 fue la elegida por la ONU el pasado mes de octubre para hacer de embajadora honorífica de la igualdad y el empoderamiento de niñas y mujeres. Pero cuál fue su sorpresa cuando, en apenas dos meses, una barahúnda de críticas, activistas y empleadas de la ONU consiguió que a la heroína le arrebataran su misión porque, literalmente, “la que fuera en su día abanderada del feminismo, hoy no es más que la caricatura de una estadounidense medio desnuda”. Demasiadas carnes y demasiadas curvas transmitían un mensaje erróneo. Que viene a ser lo mismo que decir que si de verdad quieres defender la igualdad entre hombres y mujeres, más te vale colocarte una capa a lo Demis Roussos para que crean en ti o estás perdida. Tampoco se puede esperar mucho más de una organización internacional que nunca ha tenido una mujer a la cabeza. Gal Gadot, la actriz israelí que interpreta a Wonder Woman, le lanzaba estupefacta a las trabajadoras de la ONU la siguiente pregunta: “¿De verdad, ante todos los problemas que hay en el mundo, lo más molesto es que mi personaje sea una mujer sexy?

Hasta Madonna, al recibir el premio a la mujer del año por la revista Billboard, destacó por un brillante discurso feminista en el denunciaba los convencionalismos sociales que todavía existen en el siglo XXI, asegurando que “en esta sociedad tienes que ser lo que los hombres quieren que seas, y sobre todo, hacer lo que el resto de mujeres creen que es lo correcto cuando estás con otros hombres (…) Las mujeres han sido oprimidas desde hace tanto tiempo que creen todo lo que los hombres dicen sobre ellas”. Otro momento de gloria llegó con la siguiente frase: “¿Acaso no estaba Prince por ahí con medias de rejilla, tacones, lápiz de labios y enseñando el culo? Sí, sí estaba. Fue entonces cuando entendí que las mujeres no tienen tanta libertad como los hombres”.

Si esto ocurre en los altos estratos de la sociedad, imagínense ahora en Alicante un día cualquiera, a una morenaza alta y con gracia, con dos carreras y un fémur interminable, a la que le gusta vestir bien y marcar cadera, extrema locuacidad, excelentes dotes para la comunicación, un doctorado en camino, perfeccionista en su trabajo, pestañas postizas, labios carnosos (de herencia genética), varias publicaciones en su haber, falda y taconazo, sonrisa perpetua y gran profesional. Esta compañera de carrera, feminista también, ha sufrido la rivalidad de otras compañeras en prácticamente todos sus trabajos por combinar estilo e ingenio con elegancia e inteligencia. Ha tenido que aguantar comentarios de otras mujeres posicionadas en un rango más alto en la jerarquía aconsejándole que viniera a trabajar de manera más discreta. Y si tuviera que hacer un recuento por minutos de los temas que ha tenido que tratar en las entrevistas de trabajo a las que se ha presentado (también las hechas por mujeres), su útero quedaría en primera posición por delante de sus expectativas profesionales, y muy por encima de sus dotes como periodista, por supuesto. También he visto cómo una mujer profesora le decía a otra mujer profesora que “si tenía dificultades para compaginar vida familiar y laboral, quizás debería pensar en cambiar de profesión”. Y a mí misma, una redactora jefa, a la pregunta de por qué no equiparaba mi sueldo al de mis compañeros machos, me contestó que para eso debía esperar unos años.

Queridas amigas, os guste o no, esta es la realidad. Mujeres contra mujeres. Y no hablo exactamente de las de Mecano.

En innumerables ocasiones he cruzado los dedos por que mi futuro jefe fuera eso, un jefe y no una jefa; y también me he sentido más a gusto trabajando con compañeros más que con compañeras. Una tendencia con una fuerte dosis de machismo implícita. Pero esto que yo he sentido en innumerables ocasiones, lo sienten cada día millones de mujeres, porque inconscientemente vemos en “ellas” una amenaza para “nosotras”.

Feministas, antifeministas, hembristas, feminicidas y machistas, todas mujeres y separadas frente a una lucha común: igualdad y derechos. El feminismo no nació para mejorar la condiciones de una mujer, sino para luchar por la igualdad de derechos de todo el conjunto de mujeres, ya sean ellas “Cenicientas” o “Wonderwoman”, peludas o estrellas del porno; recatadas o nudistas.

Simone de Beauvoir lo dejó escrito en el año 1949 en su Biblia del feminismo, El segundo sexo, “el feminismo es una manera de vivir individualmente y de luchar colectivamente, porque las opresiones existentes nos implican a todas”. Y solo la unión de todas nosotras, junto a ellos, por conseguir un equilibro entre hombres y mujeres es lo que nos puede conducir a la plenitud de una sociedad justa.

¿Por qué en vez de afilarnos las garras para desgarrarnos las vestiduras las unas a las otras no unimos nuestras voces en un mensaje común? En este de Madonna, por ejemplo:

“Lo que me gustaría decir a todas las mujeres que están aquí hoy es: (…) Como mujeres tenemos que empezar a apreciarnos a nosotras mismas y la valía de las demás. Aliarnos con otras mujeres fuertes y buscar mujeres de las que aprender, con las que colaborar, de las que inspirarnos e iluminarnos. La solidaridad verdadera entre mujeres es un poder en sí mismo”

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Llegué al mundo un mediodía de invierno, en Elche, bajo el signo de piscis y ayudada por una ventosa, que despertó en mí las ganas de llorar. Fui una niña tranquila, callada, obediente, estudiosa, de timidez enfermiza. Y llorona, muy llorona, porque la genética desarrolló en mí una sobredosis de sensibilidad. Prefería observar y escuchar a hablar. Al volver del cole veía Barrio Sésamo y nunca me quedé al comedor. De pequeña leía los poemas de Gloria Fuertes y pasé todos los veranos en La Unión, en compañía de un abuelo que criaba jilgueros, una abuela muy coqueta que me contaba secretos familiares y una tía soltera muy muy sabia. Mis padres me educaron en los valores de humildad y respeto. Respeto a todo el que tuviera en frente sea quien fuere. Mi asignatura favorita en el instituto era Literatura, y gracias a la poesía y a mi profesor descubrí lo que era el amor, la vida, la muerte, el paso del tiempo y hasta los placeres prohibidos. Pero lo que siempre me acompañó fue el realismo mágico. A los 18 años el ansia de libertad me llevó a Madrid a estudiar Periodismo y a partir de allí empecé a volar. Un día de primavera, un sabio argentino me predijo en el Retiro que lo mío era comunicar, que viajaría mucho por el mundo, que era una mujer de mar y que al final volvería a mi elemento. Y así se hizo. Pertenezco a la generación ERASMUS. Estudié italiano cuando todos querían saber inglés y me fui a vivir a Roma, cuando todos buscaban un lugar en el Reino Unido. Pertenezco también a la generación precaria. Durante unos cuantos veranos, y algún invierno más, me explotaron como becaria en numerosos medios de comunicación, pero como yo no era consciente de que me explotaban, pues me lo pasaba bien delante del micrófono y escribiendo. Hacía crónicas muy locales en la CADENA SER de Elche, trabajé en Diario INFORMACIÓN y toqué fondo en un diario gratuito de cuyo nombre no quiero acordarme. De allí salí escopetada hacia Francia, para trabajar en Comunicación y Relaciones Internacionales, y después de tres años de puturrú de fuá, me planté en Bruselas. Allí estuve trabajando cinco años en la Comisión Europea, un lugar en el que te pagan mucho por no hacer nada. Pero como allí dentro los días dan mucho para pensar y aquella jaula de oro tampoco me convencía, concluí que si verdaderamente quería hacer algo para ayudar a la humanidad, había que empezar por la Educación. Y como los astros y aquel sabio argentino no se equivocaban, la vida me devolvió al Mediterráneo, donde vivo ahora, un pueblo del sur de Francia, en el que aprovecho mis clases como profesora de español para despertar el sentido crítico en unos adolescentes que andan cada vez más perdidos. Así que soy de todas partes y de ninguna. Un ser sin una identidad declarada, pero con una vocación de madre innata que sueña con dejarle a sus hijas un mundo mejor. Porque no, a España no quiero volver.

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