“Las Avispas” es una de las primeras comedias de Aristófanes y en ella, el célebre cómico griego carga con su particular y ácida sátira contra el poder político y judicial, quejándose de la poca utilidad que el mismo tenía cuando los que elegían a los magistrados de uno u otro grupo eran las mismas personas. Las Avispas, personajes que dan título a la obra, son en este caso el coro griego, que actúa de elemento crítico y, aunque extraño en la obra de Aristófanes, a veces incluso moralizante.

Duele ver lo modernas que se mantienen las temáticas de las comedias de Aristófanes: en el segundo artículo que publiqué aquí hablábamos de “Lisístrata” y su famoso cipote para ejemplificar la extraña salud de la que goza la libertad de expresión en España, y hoy duele reconocerse en Las Avispas al hablar de la situación de la justicia española. Porque la justicia, y parece que no lo recordamos todo lo a menudo que debiésemos, es de los tres poderes el último que le queda a la ciudadanía para sentirse respaldada: si el ejecutivo falla, si es corrupto o inoperante, si el legislativo vive completamente apartado de la realidad, al menos esperamos que las leyes, mejores o peores, se nos apliquen de igual manera a toda la ciudadanía.  Pero no, si algo nos ha aportado esta última crisis económica que se ha tornado también en una crisis moral y de valores (o quizás simplemente ha hecho aflorar unos hábitos y comportamientos que ya estaban allí) es la comprobación de que no, la justicia no es igual para todos, por eso hemos visto pasar a “hombres de negocios”, prebostes de todo tipo, prohombres, filántropos, garantes de la legalidad más rancia e incluso una infanta y un Duque empalmado y les hemos visto salir más o menos impunemente, si existía el mínimo resquicio legal para salvarlos. Joaquim Bosch, otrora portavoz de “Jueces para la Democracia”, denunció más de una vez que la justicia española estaba pensada para cargar con todo el peso de la ley sobre el robagallinas más que sobre el gran defraudador o el ladrón de guante blanco, y la realidad nos está demostrando que no andaba para nada desencaminado. Pero lo peor estaba por llegar

El último sello roto, la separación total entre los poderes del estado y la ciudadanía a la que dicen servir se está produciendo estos días, con la manipulación lamentable de la justicia que está perpetrando el gobierno y con un fiscal anticorrupción al que se le han descubierto negocios turbios en Panamá. Cuesta imaginar que semejante sainete sea real, y no una parodia o una versión 2.0 de Aristófanes. Cuesta imaginar a un Presidente del gobierno declarando en un juicio por una trama de corrupción y que quiera hacerlo plasma mediante, y cuesta imaginar que sea el primero. Cuesta imaginar que sea cierto que, tras el primer intento burdo de colar a Espejel y López, dos significados magistrados conservadores al frente de la investigación de la trama Gürtel el gobierno  consiguiese encontrarles un hueco. Pero sin duda el epítome de como las instituciones españolas huelen a una mezcla entre rancio y esperpento valleinclanesco ha sido la jugada de Manuel Moix: El fiscal jefe anticorrupción tiene negocios en turbios. El corrompido vigilando la corrupción, el zorro cuidando las gallinas, Julio Iglesias a cargo de la planificación familiar. Tarde y mal llega su renuncia, que ha intentado evitar como fuera. Tarde, porque nunca debió ser nombrado. Mal, porque ha sido sacrificado como un peón sin demasiada importancia y del que es fácil prescindir. Tarde y mal, en general, porque a la ciudadanía no nos quedaban muchas esperanzas en las instituciones, y este tipo de cosas acaban de quebrarlas.

España es un país que, aunque parezca exagerado, se está jugando el convertirse en un estado fallido, en ese tipo de país en el que impera la ley del “Sálvese quien pueda” y claro, los que pueden salvarse son los mismos de siempre. Por eso a Celia Villalobos le ofende que a Moix lo queramos libre de polvo y paja, porque con ellos no vale la idea aquella de que, además de serlo, hay que parecerlo. Faltaría más.

Entiendo porque hoy, más que nunca, las personas desconfían de las instituciones, las abandonan y les parecen entes lejanos sin ningún tipo de relación con su vida. Entiendo que muchos y muchas solo quieran, ya, ver el mundo arder. Pero no nos equivoquemos, el problema no son las instituciones. El problema es haberlas dejado en sus manos. Antonio Machado, a través de su apócrifo Juan de Mairena, le decía a sus estudiantes aquello de “haced política, o alguien la hará contra vosotros”. No se trata de acabar con las instituciones, ni de abandonarlas. Hacerlo, en realidad, allanaría el camino a los de siempre para campar más, si cabe, a sus anchas. Las personas comunes necesitamos de las instituciones más que nadie, pero debemos implicarnos más, y ser más vigilantes. Puede que el modelo de estado del silgo XXI necesite una revisión para enfrentarse a los nuevos retos y las nuevas realidades que la conectividad, la globalización y la tecnología le imponen, pero creo que el modelo actual todavía aguantaría unos cuantos asaltos si, de verdad, le dejamos funcionar como debiera.

Acabar con las instituciones, cuestionar su vigencia, nos llevaría a un cambio, pero no necesariamente a un cambio mejor. Probemos, primero, a ser los dueños efectivos y reales de ellas por una puñetera vez en nuestra historia. Igual nos sorprendemos.

Artículo anteriorTractores contra la dictadura de los Tratados de Libre Comercio
Artículo siguienteManténgase fuera del alcance
Actualmente profesorcillo, he sido politicucho y musicote, así que soy docto en hacer cierta aquella máxima de “Aprendiz de todo, maestro de nada”. Mi mayor logro es ser el paradigma de la generación nacida entre 1975 y 1985, esos jóvenes engañados a los que se les pedía esforzarse y formarse para ser “la generación más preparada de España” y que han acabado sus días consiguiendo el hito histórico de ser los primeros que, casi con toda seguridad, vivirán peor que sus padres. Entre acorde y acorde de jazz, rock, blues o bossa nova y guitarra en mano recibí algunos aplausos y hasta algún dinero, y participé en política, con más pena que gloria, hasta que la pena dobló a la gloria y me precipitó, junto a muchas otras personas que admiro (ellas, a diferencia de mí, muy válidas) al nuevo exilio interior de quien, equivocadamente, se metió en política para ayudar a la gente. En todo ese tiempo, además, he “malenseñado” a alumnas y alumnos en España en diferentes ámbitos educativos hasta que decidí que era el momento de compartir mi mediocridad con el resto del mundo, por lo que en la actualidad martirizo con mis clases a los jóvenes azerbaijanos de un colegio internacional en Bakú.

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre