Groso modo y huyendo de disquisiciones que nos desviarían en exceso de la cuestión, procede decir que coinciden las doctrinas gnoseológicas de todas las escuelas filosóficas clásicas (epicúrea, estoica, platónica aristotélica)  en señalar que, las ideas se manifiestan en nuestra psique a partir de los estímulos que nuestro medio produce en nuestros sentidos.

Sin perder de vista esta premisa, resulta interesante para la exposición de esta cuestión señalar cómo la nación española que afrontaba el incierto horizonte político que se abrió en el año 1976, era una nación que había articulado una estructura mental valiéndose de estímulos distintos de aquellos con los que cuenta la nación española del año 2015.

Respecto a la generación de españoles que en 1976 se encontraban en edad adulta, ha de decirse que se hallaban lejos de poder ser identificados  con  el «hombre masa», perfil caricaturesco bajo el que Ortega y Gasset  enmascaró un crisol de complejas realidades, y  al que en un arrebato de pesimismo llevó a presagiar que acabaría por alcanzar la hegemonía social de todo Occidente. En líneas generales, el español adulto en 1976 había sido curtido en los horrores de la penosa guerra civil y en los rigores de la postguerra, viéndose impelido a abandonar esa óptica que Ortega calificaba como «caprichosa», según la cual el ciudadano se veía investido del derecho a reivindicar la satisfacción de cuantos deseos vitales abrazase.

EN segundo término, ese mismo español ya acostumbrado al esfuerzo,  se encontró frente al aparato de un régimen dictatorial que ya desde 1956 comenzó a poner en marcha lo que el profesor Linz ha señalado como característica intrínseca de toda autocracia,  un proceso de «privatización» de la vida política, es decir, desplazar la atención ciudadana de los asuntos públicos a los privados. En efecto, el general Franco, sobresaltado por la beligerancia maximalista de  cada una de las «familias del franquismo», y en especial de los falangistas más revolucionarios, optó en 1957 por menguar su poder en favor de los tecnócratas del Opus Dei. A este deseo respondieron las importantes responsabilidades gubernamentales que en el mismo año recibieron López Rodó, Ullastres y Navarro Rubio, responsables de la elaboración del  Plan de Estabilización y Liberalización Económica. A raíz de este cambio de rumbo, el estoico ciudadano español fue perdiendo gradualmente de vista esa retórica trascendental que lo llamaba a ahogar, vitaliciamente y sin reservas, sus particulares fuerzas en un proyecto colectivo nacional. En lo sucesivo, seducido por las nuevas oportunidades de negocio, un crisol de nuevos productos y las costumbres extranjeras, resolvió consagrar sus bien dispuestas energías a proyectos individuales embarcándose en una ascética búsqueda del bienestar material. Comenzaba a gestarse a un ritmo vertiginoso la clase media española. Sagaz observador de este cambio de tendencia fue el Obispo Enrique y Tarancón, quien a la vista del hito dijo: no son solo los obreros los que tienen una mentalidad materialista. Es toda la sociedad, también nuestra sociedad que se llama católica, la que está prácticamente organizada según ese criterio.

A la vista de este particular desarrollo de los acontecimientos, hoy encontramos una copiosa doctrina politológica, en este momento hegemónica, que sentenciaría que era cosa natural que la nación española de 1976 se dispusiese a abrazar generalizadamente inclinaciones democráticas tal y como son entendidas en la actualidad. Paradójicamente los filósofos de las antiguas polis, de las ciudades-estado italianas  del medievo, o pensadores contemporáneos como el abate Mably y Rousseau, habían sostenido que para el adecuado nacimiento y desarrollo de una democracia es preciso contar esencialmente con una ciudadanía con una destacable capacidad de abstracción de los intereses particulares y muy especialmente de aquellos relacionados con bienes materiales. Esto era considerado garantía de que el ciudadano pudiera contribuir al Bien Común de la comunidad mediante la aportación de un sufragio, entendido este como el producto de sus capacidades racionales puestas al servicio de la mayoría, y en ningún caso de sí mismo.   No fue hasta finales del S.XVIII cuando la existencia de instituciones democráticas fueron puestas nítidamente en una relación de dependencia directa con la propiedad privada y en última instancia con la existencia del egoísmo. Esto sucedió de la mano del estadounidense James Madison, para quien la participación ciudadana en la vida alcanzaba su forma ideal cuando se apoyaba en ciudadanos concernidos por intereses económicos estrictamente individuales. Este pensador inauguró una corriente de pensamiento de gran popularidad en el ambiente sajón, que desde mediados del S.XX ha dado lugar a numerosos estudios empíricos que han acreditado con un considerable éxito la relación probabilística existente entre este tipo de inquietudes individualistas y la génesis de democracias representativas liberales.  No hay un consenso inequívoco respecto al mecanismo psicológico concreto presente en esta correlación, pero cree el que suscribe que el que más se ajusta a la mayoría de ciudadanos capaces en 1976 fue señalado por Alexis de Tocqueville cuando hablando de las clases medias dijo: en tiempos democráticos (con esto se refiere a sociedades con una movilidad socio-económica consolidada), el carácter del poder absoluto no es cruel ni salvaje, pero si minucioso y molesto, un despotismo de esta especie, aunque no pisotee a la humanidad, se opone directamente al espíritu comercial y a las inclinaciones de la industria (…) los hombres de tiempos democráticos tienen necesidad de ser libres a fin de procurarse más fácilmente los goces materiales que constantemente les hacen suspirar. Bajo esta perspectiva, cobra pleno sentido que ante el advenimiento del inquietante impase de 1976, el grueso de los españoles se inclinase por adherirse a propuestas liberalizadoras que permitieran a cada uno vivir su vida y tener la fiesta en paz, como coreaba el grupo musical Jarcha – no en vano responsable de elaborar la genuina banda sonora del proceso de transición – y que, al margen de lo que fueron denominadas como minorías exaltadas, delegase con una «paciencia ejemplar» la elaboración del texto constitucional en una nutrida serie de incipientes estructuras de partido y a unos pocos expertos constitucionalistas.

A fin de no excederme en esta retrospectiva sobre la transición, me limitaré a dejar en un somero apunte la importancia que tuvo la  percepción de la Comunidad Económica Europea como una fuente de prosperidad en orden a que se estableciera la relación erótica entre el español y la democracia. En efecto fue a raíz de los tanteos de los gobiernos tecnocráticos por establecer algún tipo de relación con la institución europea, que esta última supo hacer de su promesa de prosperidad una perspectiva indisociable de una España dotada de un sistema democrático liberal, de suerte que poco a poco fue calando en el subconsciente español la idea de que prosperidad económica y democracia formaban un binomio perfecto, la auténtica encarnación del progreso. La Unión contribuyó enormemente a este hecho en 1962, incorporando a su acerbo programático el informe Bilkerbach y el memorando Saragat que cerraban las puertas de la Unión a todo Estado autocrático.

En cuanto a la perspectiva que los ciudadanos españoles del año 2015 puedan albergar mayoritariamente de aquel proceso, el ejercicio expositivo se antoja mucho más complicado. Parece que una mayoría ciudadana – especialmente notable entre aquellos criados en la democracia – coincide en percibir aquel hito como un proceso conformista, como si la reconciliación hubiera sido el ídolo ante el que se ofrecieron en holocausto importantes valores morales. Sin embargo, ha de decirse que aquí acaban las coincidencias de los críticos, porque tan solo convergen cuando se trata de proferir un cierto menosprecio de la concordia como valor absoluto: unos demandan la derogación de la monarquía; otros abogan por la eliminación de las instituciones de democracia local y regional adoptando un discurso nacionalista-español al más puro estilo jacobino, otros hacen lo propio pero desde convicciones puramente individualista-liberales; otros demandan la eliminación del sistema de partidos en beneficio del establecimiento de un sistema asambleario; muchos pugnan por profundizar en la socialización o en la liberalización de la economía alternativamente; y casi todos están de acuerdo en profundizar en la erradicación de la corrupción. Con semejante panorama resulta harto complicado no ya pormenorizar las prioridades políticas del español del año 2015, si no el mismo hecho de definir los contornos de cada facción.

Todo lo cual nos lleva nuevamente al inicialmente mencionado hombre masa de Ortega y Gasset, ese perfil ideal en el que el eminente pensador trató de subsumir el marasmo de tendencias políticas presentes durante la primera mitad del S.XX, vinculadas todas ellas por la inclinación a recurrir al Estado como vía de solución de los problemas, así como por un talante maximalista en sus aspiraciones. Sin duda la correcta comprensión de la coyuntura social requerirá trascender esta cómoda etiqueta cargada de connotaciones peyorativas.

A este respecto, conviene decir que en esa nebulosa de «inconformistas» están concurriendo dos perfiles éticos: Respecto al primero de ellos, conviene evocar ciertos estudios sociológicos que advierten de que es cosa natural que los hombres nacidos en un clima de bonanza económica se inclinen por postular como fines existenciales objetivos alejados de todo materialismo. Es este un fenómeno que en las últimas décadas viene siendo avalado por los eminentes sociólogos Inglehart y Welzel, quienes catalogan a esta particular suerte de ciudadanos como post-materialistas. Sin embargo, cree el que suscribe que el sociólogo que mejor captó la lógica que alumbra esta clase de ética fue Alexis de Tocqueville cuando a principios del S.XIX hablando de esta suerte de individuos dijo: el bienestar material no es, pues, para ellos el objeto principal de la vida, sino simplemente una manera de vivir () así satisfecho sin esfuerzo ni temor el afán natural e instintivo que sienten todos los hombres por el bienestar, su alma se dirige a otra parte y se apega a cualquier empresa más difícil y más grande, que la anima y seduce.  Añádase a esto que trascendidos los intereses materiales, lo natural en estos individuos es que su voluntad se encamine o bien a la búsqueda de un reconocimiento de sus semejantes, o bien a la consecución de los ideales que le proponga su razón, (tal es el predicamento que hace Platón en su República). Definido este particular tipología de ciudadano y las razones a las que responde su generalización, puede intuirse fácilmente cómo su presencia si está llamada a generalizarse en nuestro próspero entorno, dicho lo cual, para los que tenemos la firme convicción de que no hay forma más segura de alcanzar el reconocimiento del prójimo que el servicio al conciudadano, ni un mandato racional más universal que esforzarse en la ayuda de los mismos, se nos presente como imperativo, si no ampliar,  al menos sí mantener los actuales cauces de participación en la cosa pública, sin menoscabo de las instituciones políticas de democracia regional y local.

En cuanto al otro perfil ético que concurre entre los que hemos catalogado como «inconformistas» de hoy, siguiendo la terminología de Inglehart y Welzel, les corresponde la etiqueta de materialistas. Para estos, su coyuntural desprecio al consenso de 1976 responde a la frustración de esas expectativas económicas que comenzaron a sembrarse en lo más profundo del alma del español a partir del año 1957. En su mayoría abonados con la única ilusión de proporcionarse pequeños caprichos privados, muchos han estallado en cólera cuando esta monolítica aspiración vital se ha visto frustrada por el último de los vaivenes del sistema de mercado. Esta suerte de individuos tienen la desventura de no percibir los lazos que lo ligan a la suerte de todo un cuerpo ciudadano hasta que sus proyectos individuales se ven truncados, único momento en el que alzan la vista más allá de estos, ya sea para demandar al Estado una pronta solución, o bien – con el falso pretexto de defender la sagrada igualdad – para desahogar sus frustraciones en la baja empresa de perjudicar a aquel que compartiendo sus inquietudes ha salido airoso  del trance.  De estos últimos, los que han salido airosos de las turbulencias, tampoco puede evitarse señalar que caigan en bajezas, pues partiendo de los mismos impulsos no pierden ocasión para infiltrarse entre el resto de reformistas, alegando oportunistamente que la desmantelación de la estructura del Estado y del resto de administraciones locales será a buen seguro beneficiosa  para la parte afligida. Lo cierto es que las dos caras de esta misma moneda de modelo ético, a menudo tan solo separadas por la suerte, coinciden en no percibir la participación en la vida política o asociativa si no como un instrumento al servicio de sus propias expectativas edonístas, por lo que sus propuestas están llamadas a ser borradas de la faz del tablero político tan pronto como se reconduzca la situación económica y arrecie el maremagnum de demandas reformistas que tan oportunistamente aprovechan algunos.

DEJA UNA RESPUESTA

Comentario
Introduce tu nombre