martes, 19marzo, 2024
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De la Sevilla de 1649. Del cuarto jinete y los dramas del XVII

El fin de toda una historia

L. Jonás Vega Velasco
L. Jonás Vega Velasco
Natural de La Adrada, Villa abulense cuya mera cita debería ser suficiente para despertar en el lector la certeza de un inapelable respeto histórico; los casi cuarenta años que en principio enmarcan las vivencias de Jonás VEGAS transcurren inexorablemente vinculados al que en definitiva es su pueblo. Prueba de ello es el escaso tiempo que ha pasado fuera del mismo. Así, el periodo definido en el intervalo que enmarca su proceso formativo todo él bajo los auspicios de la que ha sido su segundo hogar, la Universidad de Salamanca; vienen tan solo a suponer una breve pausa en tanto que el retorno a aquello que en definitiva le es conocido parece obligado una vez finalizada, si es que tal cosa es posible, la pausa formativa que objetivamente conduce sus pasos a través de la Pedagogía, especialmente en materias como la Filosofía y la Historia. Retornado en cuanto le es posible, la presencia de aquello que le es propio se muestra de manera indiscutible. En consecuencia, decide dar el salto desde la Política Orgánica. Se presenta a las elecciones municipales, obteniendo la satisfacción de saberse digno de la confianza de sus vecinos, los cuales expresan esta confianza promoviéndole para que forme parte del Gobierno de su Villa de La Adrada. En la actualidad, compagina su profesión en el marco de la empresa privada, con sus aportaciones en el terreno de la investigación y la documentación, los cuales le proporcionan grandes satisfacciones, como prueba la gran acogida que en general tienen las aportaciones que como analista y articulista son periódicamente recogidas por publicaciones de la más diversa índole. Hoy por hoy, compagina varias actividades, destacando entre ellas su clara apuesta en el campo del análisis político, dentro del cual podemos definir como muestra más interesante la participación que en Radio Gredos Sur lleva a cabo. Así, como director del programa “Ecos de la Caverna”, ha protagonizado algunos momentos dignos de mención al conversar con personas de la talla de Dª Pilar MANJÓN. Conversaciones como ésta, y otras sin duda de parecido nivel o prestigio, justifican la marcada longevidad del programa, que va ya por su noveno año de emisión continuada. Además, dentro de ese mismo medio, dirige y presenta CONTRAPUNTO, espacio de referencia para todo melómano que esté especialmente interesado no solo en la música, sino en todos los componentes que conforman la Musicología. La labor pedagógica, y la conformación de diversos blogs especializados, consolidan finalmente la actividad de nuestro protagonista.
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Es el nuestro un país paradójico por excelencia. Extraño lugar, sin duda, reducto en el que los príncipes lo son en contraposición a los bribones, lo cierto es que cualquier atisbo de consonancia, de coherencia, cuando no de acto meramente previsible es, en España, un mero cuando no absoluto imposible.

Aunque embarcados ya como estamos en esta por otra parte ardua tarea de encontrar no ya tan siquiera dos comportamientos comunes ante el mismo hecho, lo cierto es que tan solo la constatación efectiva a la par que casi omnisciente del que tantas veces hemos englobado bajo el concepto descriptivo de El Trauma Histórico Nacional parece en este caso manifestarse tal vez como el único precursor válido quién sabe si tan solo y apenas de un mero simulacro de unidad. Algo que parece presa poco menos que del terreno de las utopías, cuando lo englobamos dentro de las formas correctas y de proceder conforme a lo español.

Y es así que, redundando de forma efectivamente categórica en el seno de las paradojas que encierra la que denominaremos maneras específicas que existen de comprender lo español; que encontramos de manera reiterada una conducta que, lejos de ser accidental o arbitraria, pasa por convertirse en una afición francamente reiterativa. La de olvidar, cuando no menospreciar los componentes, sea éstos veraces o no, de las grandes tragedias de España.

Surge esta reflexión al hilo de una conversación recientemente mantenida con un buen amigo, en el transcurso de la cual pude ratificar el gran trabajo llevado a cabo por el nuevo Sistema (lo siento, para mí la ESO siempre será el nuevo Sistema); en base al cual diferencias, entre las que destacan obviamente las propias de la edad, me llevaron a sentirme obligado a discutir su tremenda afirmación en base al la cual “En España la Peste no alcanzó nunca cotas de problema.”

Constituye el XVII para España, otra muestra más de esa tendencia tantas y tantas veces rememorada en base a la cual en España los sucesos, o bien acontecen de una manera particular, o en el mejor de los casos los mencionados acaban por traer asociadas unas consecuencias tan particulares que difícilmente podrían ser atestiguados en ningún otro momento, ni por supuesto en ningún otro lugar.

Viene esta consideración al orden de cómo afectó a España la conocida y siempre analizada de manera global Crisis del Siglo XVII. Vista con la perspectiva del tiempo, o mejor aún, revisada a partir del coeficiente de contraposición que emana de poner fin a un periodo de especial esplendor, lo que acontece en contraposición manifiesta a los logros del Siglo XVI; lo cierto es que también en este caso los hechos vienen a dar razón a la consigna generalizada en virtud de la cual en España las cosas acontecen de otra manera.

Lejos de defender la macabra tesis de que España pudiera haberse aislado de la realidad. Huyendo por supuesto del tópico, lo cierto es que la sucesión de acontecimientos que se suceden en torno a España y a su Historia, los cuales por otro lado obligan a la puesta en marcha de un protocolo de conducta y revisión poco menos que específico a la hora de hacer mención a todo lo que tiene que ver con España, por superfluo que esto pueda parecer; nos obligan poco menos que conceder cierto grado de solvencia a cuantos confabulan en torno de la tesis de la unicidad de España.

En términos generales, lo cierto es que si bien España no es obviamente diferente, constituiría un acto burdo enajenar parte del sentido de razón a cuantos avalan por otro lado la tesis de que el especial orden bajo el que se desarrollan los acontecimientos históricos previos al XVII, posicionan al Reino de España en una tesitura francamente diferente a cuantas son compartidas por la mayoría de los territorios que le son contemporáneos.

En cualquier caso, sería francamente pecar de falsa humildad, o peor aún nos llevaría a negar la mayor el entrar ahora en disquisiciones en derredor de si la consecución de esta franca posición de dominio constituye o no la consecución de un proceso largamente buscado y que a la sazón converge en la justa recompensa a un trabajo arduo, a la par que muy costoso.

Y es por eso que retornando al principio que ha denotado la disquisición, que parece de todo menos pretencioso acudir en pos del análisis de una de las grandes calamidades que asolaron España, concretamente al cierre de la primera mitad del XVII, a Sevilla, y a su terrible encuentro con la Peste.

No constituye necesidad de ninguna virtud especialmente avezada en lar alguno el esperar que la mayoría haya asociado esas especiales características a las que antes hemos hecho mención, con la posición de franco dominio que para España frente a Europa, y en especial frente al mundo, constituyeron logros del alcance, por ejemplo, del Descubrimiento de América.

La posición de inequívoca ventaja que de tal hecho emana, encuentra su traducción a nivel urbano en la predisposición que una ciudad como Sevilla ofrece.

Puerto fluvial, alejado de los peligros que el alcance de la artillería naval constituye para el resto de puertos; Sevilla se confabula con la realidad de su época para ponerse al servicio de una nueva realidad destinada sin duda a cambiar la faz de la Historia.

Será así que asociado a los parámetros de la conquista, o más concretamente a los de el oro y la plata que del mismo se derivan; que en Sevilla, y asociado de manera inherente a la condición del monopolio comercial que la Corona hace redundar sobre la ciudad, obviamente se habrán de derivar una serie de consideraciones específicas que lleven a la ciudad, concretamente a través de las peculiaridades de La Casa de Contratación, a mostrar una conducta casi anómala no solo si la comparamos con el resto del Reino, sino que estas anomalías amenazan con convertir a Sevilla en un caso único.

Superada en componente demográfico solo por Nápoles, lo cierto es que la Sevilla del XVII presentaba todo el a priori de una ciudad casi impropia de su tiempo.

Con una población que los cronistas de la época, concretamente Ortiz de Zúñiga, cifran ya cerca de las 170.000 almas; lo cierto es que no tanto su mero número, sino más bien la importancia de sus componentes específicos, a la par que obviamente diferenciadores, son los que aportan a tales cifras un matiz verdaderamente diferenciador.

La ciudad hierve de agitación, comercio, actividad y riqueza. Cada vez que se aproxima la llegada de La Gran Flota desde América, hecho que acontece dos veces al año, todo estalla en una algarabía y un frenesí que fácilmente podría ser confundido con un zafarrancho de combate por cualquiera que no esté familiarizado con el pulso de la ciudad, que no es sino el pulso de España, y quién sabe si el de el mundo.

Cuando el muelle ubicado en el lado izquierdo del Guadalquivir; el otro es de el nutrido barrio de Triana; se ve coronado por el nutrido bosque que conforma la sinrazón de palos y velas que certifican el atraque de la Flota; todo se transforma. Los miles de personas que tanto directa como indirectamente se sienten afectados por el suceso, corren de una u otra manera a ocupar sus puestos. Desde los humildes descargadores, hasta los grandilocuentes banqueros, pasando por los calafates; todo el mundo, en mayor o menor medida se siente con otra disposición de ánimo, no en vano certifican las crónicas que en los primeros veinte días que transcurren desde el amarre de la flota, hay riqueza para todos.

Pero 1649 todo va ser dramáticamente diferente. En una manifestación primaveral que a muchos les parecerá procedente de la voluntad del demonio, la primavera ha traído una serie de inundaciones en forma de torrenteras y riadas que han poco menos que asolado no solo los márgenes de la ciudad, sino por supuesto incluso las comarcas circundantes. En la propia Sevilla podía llegarse en barca hasta la Alameda de Hércules.

Al factor destructivo primario que tal hecho tiene para por ejemplo las cosechas y el ganado, hemos de asociar evidentemente el fantasma del hambre que inexorablemente no habría de tardar en hacer acto de presencia.

Pero habrá de ser en este caso otro factor asociado, en este caso a la higiene, o más concretamente a la ausencia de la misma la que, junto al colapso sanitario que procede de la descomposición de las miles de cabeza de ganado ahogadas que serán arrastradas después por el río, las que pondrán en jaque a la ciudad.

La peste había entrado un año antes en España. Lo había hecho por el puerto de Valencia. Sin duda el microcosmos que supone cualquier barco que arribara de alguno de los países donde la infección hacía estragos; trajo la bacteria Yersinia Pestis. Extendida de manera meteórica hacia Almería, llega a las puertas de la ciudad de Sevilla en el principio del verano de 1649.

El Consejo de los 24 comienza a tomar medidas a la desesperada cuando se hace palpable el que al otro lado del río, en el más que populoso Barrio de Triana, ya hay múltiples casos confirmados.

Se cierran las puertas, que quedan encomendadas a la custodia de diversas órdenes, incluyendo por supuesto el Santo Oficio. En un vano intento de crear lo que vendría a ser un amago de cordón sanitario, se prohíbe la entrada y salida de personas o mercancías de la ciudad.

Pero ya es demasiado tarde. El Jinete del Apocalipsis ha decidido hacer estación en la que será considerada durante decenios como la más orgullosa de las urbes del Reino.

En un ejercicio de brutal justicia, la Peste no hace distinción, diezmando por doquier familias, algunas de ellas enteras. Desde la más baja estofa, hasta el más rancio abolengo, la guadaña del enviado de Juan cercena sin remilgo vidas en un número que tiene jornadas de más de cuatro mil.

Ante el fracaso de los ejercicios sanitarios, que tienen su reflejo en la vana creación de Hospitales como el de Triana, o el de las Cinco Llagas; la población, convencida una vez más de que el azote es la traducción de alguna clase de castigo de Dios por ve a saber qué pecado; se afana en Oficios Religiosos los cuales, al aglutinar a ingentes cantidades de gente en reductos cerrados, no hacen sino facilitar los contagios. Y todo ello bajo el lapidario ejercicio martirizante de una recua de oficiantes que no hacen sino atormentar al pueblo con la consigna de que se trata de un castigo procedente de la a veces incomprensible Justicia de Dios. Al final de la crisis, apenas dos serán los oficiantes que queden en pie en la ciudad. ¿Hemos de interpretar acaso que Dios no aprueba ni a sus caudillos?

Con semejantes cifras de mortandad, hemos de comprender que rápidamente el deshacerse de los cadáveres se convierte en la otra traducción del problema.

Así, de manera casi inmediata los lugares destinados a tal menester en la metrópoli se ven superados, convirtiendo en necesidad imperiosa la adecuación de nuevos lugares para tal efecto. En otra clara muestra de ignorancia en relación a los considerandos de la enfermedad, se buscarán lugares poco transitados, si bien no demasiado alejado de extramuros. Se conforman así los cementerios del alto de Colón, el de Almenilla, el de fuera de la puerta de la Macarena, o el de la Puerta de Osorio. Aunque el más impresionante de todos, y que más firme idea del drama aporta es sin duda el que se ubica en el exterior de la Puerta de Jerez, y que por sí solo es capaz de albergar finados en un número superior al de la totalidad de los anteriormente citados, juntos.

De forma casi inmediata, y con cifras de mortandad del orden de cuatro mil personas diarias, la necesidad de retirar los cadáveres de las calles supera incluso a la propia de salvar población. Se contratan así pues auténticas brigadas de elementos extraídos a partir de lo más bajo, por definición aquéllos que nada aparte de su vida tienen que perder. Pronto ni las carretas serán suficientes, autorizándose por Los Veinticuatro la conformación de columnas formadas por varios cadáveres que atados, son arrastrados por un mulo. La imagen de tales caravanas de la muerte es la gota que colma el vaso de una población superada. Son múltiples las fuentes que acreditan el estado de locura en el que caerán muchos sevillanos, que se traduce en su suicidio, habiendo dado muerte de forma previa a sus hijos en un ejercicio destinado a librarles de lo indigno.

A finales de verano, la pandemia parece haber remitido. En julio el Padre Administrador del Hospital de la Sangre ordena izar la bandera de salud. El motivo es gráfico, el día 22 apenas han muerto 100 personas.

Para hacernos una idea de lo acaecido, citamos de manera expresa lo dicho por el Cronista Diego Ortiz de Zúñiga en su ingente obra “Annales Eclesiásticos y Seculares de la muy Noble y muy Leal Ciudad de Sevilla, Metrópoli de Andalucía: “…quedó Sevilla con gran menoscabo de vecindad si no sola, si muy desacompañada, vacías gran cantidad de casas, en que se fueron siguiendo ruinas en los años siguientes…Todas las contribuciones públicas en gran baja…Los gremios de tratos y fábricas quedaron sin artífices ni oficiales, los campos sin cultivadores. Y otra larga serie de males, reliquias de tan portentosa calamidad.”

La ciudad del Señorío, la que fue descrita como Asombro del Orbe, jamás se recuperó de la epidemia. Sevilla perdió para siempre su esplendor como una de las capitales más bulliciosas y pujantes del mundo. Como prueba, no será hasta 1900 cuando recupere la perdida cifra de los 150.000 habitantes.

En boca de Ortiz de Zúñiga, nos encontramos ante “…el más trágico suceso que ha tenido Sevilla.”

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