Las fachadas blancas de la plaza del generalísimo repetían el clic clac cuesta debajo de los tacones fucsia de la señorita Pedra. Así la conocían en el pueblo. Todo a su paso se vestía de fiesta. La señorita Pedra era como una gran piñata rellena de abrazos y de besos de lapa. Al llegar a nuestra puerta todos esperábamos que reventara encima de nuestras vidas. Todas las tardes, todas las santas tardes de aquella etapa inaugural de mi existencia.

Cada día era como si volviera de un largo viaje. Adoraba a aquella mujer que cuando se alejaba me dejaba vacía. Sus tacones cuesta arriba sonaban a réquiem en las fachadas tristes. Se alejaba la reina de mi plaza de tierra y cacarrutas de cabra, la faraona de mis tardes naranjas. Pero la vida siempre me la devolvía a la misma hora.

Desembocaba en la plaza, caudalosa y revuelta. Yo corría a capuzarme en su pecho para que me asfixiara en un abrazo mientras soltaba entre los diastemas de sus dientes un “ayyy” larguísimo salido de las cuerdas vocales de su alma. Pedra era una mujer del todo porque se pintaba los labios y llevaba vestidos ceñidos a la cintura y un pañuelito de seda al cuello aunque fuera lunes. En cambio, el resto de mujeres de la plaza calzaban zapatillas en chancla y tenían menos brillo en los ojos.

Todo el mundo, al pasar por mi puerta, tiraba de la lengua a la señorita Pedra para reírse de sus espontáneas y cortantes respuestas.

-Pedrita, hija, qué coloreada vas.

-Para que tú disfrutes, decía sentada en mi baldosa mientras ayudaba a mi madre a coser mantelillos.

-¿Cuándo se casa, señorita?

-El día de su entierro, contestó a Don Aparicio una tarde. -Me han dicho que se ha quedado usted preñada, dijo doña Juliana.

-De tu marido, repuso ella.

Yo no entendía todos aquellos dimes y diretes que continuamente se sucedían en la plaza. Yo sólo la observaba y esperaba un día tras otro porque quería ver sus vestidos y el color de sus labios siempre diferente al del día anterior. Quería oler su nuevo perfume cuando me apretara en su pecho, abrir su bolso y encontrarme aquel tesoro de bisutería que encerraba y quitarle los tacones de los pies para andar calle abajo y aprender a ser una verdadera mujer moviendo como ella las caderas. El sol de la plaza era fresco, como un gran pomelo recién cortado. Solo recuerdo una tarde de nubarrones negros, llovía a cántaros. –La señorita Pedra no vendrá, pensé. A las cinco y diez perdí las esperanzas de que bajara aquella cuesta grande, pero a las cinco y veinte sonaron sus tacones clic clac. Corrí a la puerta y allí estaba Pedra y el sol. Uno de los dos trajo de la mano a otro para que alumbrara aquella explanada, entonces supe que quería ser como ella y algunas veces, con la luna del espejo de la alcoba de mis padres, a pestillo cerrado, mantuve yo conversaciones vestida de Pedra.

-¿Si?, ¡qué cosas pasan¡ Y me empujaba yo a mí misma en mi hombro plano y mentiroso del cristal.

Casi siempre jugaba a ser la señorita Pedra con ropas viejas de mi madre, ese era mi gran secreto, casi me excitaba repetir sus movimientos sensuales y recogerme el pelo con las palmas de las manos abiertas hacia atrás suavemente diciendo:

-Niños, que os vais a caer…

Pedra dedicaba su tiempo a vivir y yo ocupaba el mío en vivirla a ella.

Aspiraba, llenaba mis pulmones de su esencia y entera se esparcía por mi sangre hasta notarla yo, bum bum, estallarme en el corazón. Por aquel enconces pensé que yo nací a destiempo, que si lo hubiese hecho antes Pedra me contaría sus secretos como se los contaba a mi madre cuando yo me despistaba, que solía ser nunca. De buena gana hubiera empaquetado mi infancia en aquel tiempo. Todo, coleteros, juguetes, estatura, para estrenar unos zapatos de tacón del cuarenta y tres, fucsias, altos, altos, para llegarle a Pedra hasta los ojos, pero más tarde he dado gracias por haber sido niña, porque yo era la única persona de la plaza que pudo ver a Pedra tal como era. Los mayores deforman la realidad hasta límites insospechados, y la realidad a veces se aburre y se va de los pueblos, o termina colgándose de la colaña de un pajar.

Un día, al despedirse Pedra, Don Ángel, un vecino que andaba siempre de refriegas con ella, hizo un comentario mirándola alejarse:- ¡Qué lástima que no sea de verdad! Yo pregunté a aquel señor qué quiso decir con aquello.

-La señorita Pedra orina de pie, contestó, y todos los presentes se rieron con una risa cómplice y sucia.

Yo no entendí nada. Al llegar la noche, mientras todos hablaban al fresco de la plaza, a hurtadillas, me metí al patio de mi casa. Detrás de un gran depósito de agua que servía de macetero a mi madre, abrí las piernas y oriné de pie para ser una mujer igual que Pedra.

Femenina, clara, de verdad. Una mujer de verdad. Y no como aquellas mujeres de la plaza que calzaban zapatillas en chancla y tenían menos brillo en los ojos.

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