En Abril de 1934, Luciano de la Calzada, diputado de la derechista CEDA, afirmaba que “España es una afirmación en el pasado y una ruta hacia el futuro. Sólo quién viva esa afirmación y camine por esa ruta puede llamarse español. Todo lo demás (judíos, heresiarcas, protestantes, comuneros, moriscos, enciclopedistas, afrancesados, masones, krausistas, liberales, marxistas) fue y es una minoría discrepante al margen de la nacionalidad, y por fuera y frente a la Patria es la anti-Patria”. Esa era la derecha de entonces, y no la más extrema por cierto, pero con una constante histórica: excluir al discrepante, física y moralmente. Y eso es lo que hicieron además con los republicanos durante y tras la Guerra Civil. Por eso no es cierto, al contrario de lo que afirmaba Machado, o de lo que recogía Ortega y Gasset, que hubiera dos Españas. Y mucho menos una tercera. Sólo ha existido una España, la España que ha construido sistemáticamente la derecha, de raigambre africanista y asilvestrada, y que siempre ha considerado a nuestro país como un cortijo y al común de los españoles como una infraclase que debe ser dominada mediante la fuerza y el miedo. Siguiendo incluso a Ortega, es “la España muerta y carcomida”.

Frente a esa España, durante un par de breves periodos de tiempo en nuestro país se abrió la posibilidad de asentarse una España integradora, una España ilustrada, basada en la razón y en la justicia. El principal y más intenso de estos periodos fue la II República, y más en concreto el primer Bienio, el llamado Bienio progresista. Porque, como acertadamente intuyó Don Manuel Azaña, el problema de España no era únicamente un problema de educación, era un problema de constitución del Estado, era un problema de Democracia. Y precisamente el régimen político nacido el 14 de Abril de 1931, nuestra II República, se empleó a fondo en conseguir que hubiera una verdadera Democracia en nuestro país, una Democracia que recortase definitivamente las poderosas redes clientelares del “turnismo” de la Restauración y que por lo tanto contase con ingredientes poderosos de justicia social. Se hizo así una política social, educativa, de reforma agraria, de construcción de un Estado que hasta entonces había sido inexistente si no era para defender los intereses de la oligarquía de terratenientes e industriales, que fue pronto cercenada. Fue también aquel periodo, probablemente el de mayor esplendor cultural que ha vivido nuestro país en los dos últimos siglos; una explosión de creatividad, de ingenio y de mordenidad.

Lo que vino a continuación; la larga noche del franquismo y después una nueva Restauración monárquica que pronto nos descubrió que, salvo algunos destellos y algunos cataplasmas que pronto se retirarían, las cosas seguirían igual, nos hace ver cómo la destrucción de nuestro incipiente Estado de Bienestar y de unos mínimos derechos civiles y sociales no son casualidad. En este sentido, ¿por qué los españoles debemos resignarnos? No hay nada que haga inevitable la persistencia de esta España nuestra, basada en la exclusión del distinto, basada en unas élites extractivas que son las de siempre, con una constancia histórica que asusta, y que han considerado y consideran que los españoles no nos merecemos la consideración de ciudadanos y sí la de súbditos. Y es que hay otra España; una España Ilustrada, una España a la que apenas se le han dado oportunidades, pero que sin duda existe; es la España republicana. Y esa otra España es hoy más necesaria que nunca; es el país que Ortega definió “esa España nueva, afanosa, que tiende hacia la vida”. Por eso debe abrirse paso la III República. Porque España será republicana o no será.

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