La creciente desigualdad dentro de los países está avanzando mientras se reduce la desigualdad entre los estados del mundo. El reparto y la concentración de la riqueza está siendo crecientemente injusto y desigual y creando minorías de ricos y grandes bolsas de pobreza al tiempo que tiende a eliminar a las llamadas “clases medias” de los países occidentales con estados del bienestar menguantes.

La productividad está creciendo por primera vez al mismo tiempo que baja el empleo y los salarios, desagregándose de una manera desconocida y rompiendo con lo que la economía “canónica” venía afirmando como axioma.

Se están produciendo cambios desconocidos en la historia económica reciente desde la Revolución Industrial en la relación entre productividad, empleo y salarios, y entre trabajo y capital. Millones de empleos están dejando de ser necesarios o están siendo sustituidos por máquinas y robots. Lo que parecía ciencia ficción es ya realidad, y avanza junto a la desprotección de un Estado de Bienestar que agoniza acosado por la deudocracia y la ideología dominante, además de su propia crisis de un sistema vigilante y excesivamente burocrático que no consigue sacar de la pobreza ni la exclusión.

El agotamiento del Estado de Bienestar deja en la inseguridad y el miedo al futuro a grandes masas de población y se necesita encontrar una seguridad “progresista” para las personas, más allá de la cultura de resistencia contra el sistema que nos induce a un pesimismo y profecías autocumplidas.

En este contexto, la Renta Básica Universal (RBU) se presenta como una utopía realizable, como señala Ruger Bretman (“Utopía para realistas), desde ya, mientras debatimos, luchamos o combatimos contra los efectos de un sistema inhumano y explotador y vamos montando las piezas de una alternativa global del siglo XXI.

Pero no se puede considerar la puesta en marcha de la RBU de forma aislada. Desde la ecología política, el agotamiento de las ideologías y los sistemas productivistas, que coinciden con las ideologías que defienden al hombre como “ser que trabaja”, y el choque que vivimos con los límites del planeta, nos ponen en la tesitura de elegir si queremos destruirlo todo y dejar un planeta exhausto o destruido a las generaciones venideras, o planteamos el post-crecimiento, o más allá, el decrecimiento, que defendió Tim Jackson en su obra “Prosperidad sin crecimiento”, donde defendía la tesis, que muchos compartimos, de que tener una buena vida no es sinónimo de crecer, consumir y tener más, sino caminar hacia la sencillez y otros valores, también a escala estatal y global. Argumentaba como el crecimiento había destruido la prosperidad y la felicidad de los habitantes del Reino Unido. En ese contexto de una economía y de vidas personales no obsesionadas con el crecimiento, la RBU puede servir para dar la oportunidad para tener vidas más plenas y poder decidir por no crecer pero poder llevar una vida digna y frenar el engranaje del crecimiento ilimitado en el que nos vemos envuelto.

Esta economía estable y sin crecimiento, que defendía Jackson, donde las personas podrían tener vidas plenas, dignas y usar su tiempo en cuidados y en desarrollo educativo, artístico, deportivo… o en iniciativas empresariales, políticas, sociales…, son un paso en la transición ecológica y social que necesitamos hacer en estos momentos. Parar máquinas. Enlentecer la vida, y repensar el modo de vida al que nos hemos visto abocados desde la Revolución Industrial.

Evidentemente, la extensión de la RBU supone un cambio cultural de un calado inmenso. Significa cambiar el relato de la vida humana y de la concepción antropológica de los sistemas capitalista y socialista como engranajes de sistemas de producción y como seres dignificados por el trabajo, nos convierte en “accionistas de nuestro propio trabajo” como señala el sociólogo Jorge Moruno y nos devuelve el tiempo a nuestras manos, haciéndonos más libres. La lucha por el tiempo, que nos sería devuelto, no volver a decir que “el trabajo santifica” ni para religiones ni ideologías, es un cambio cultural tan profundo que necesitaríamos muchas tesis universitarias para medir sus consecuencias.

Por otro lado, y ante las críticas a izquierda y derecha, es necesario aclarar que hay más que argumentos suficientes para la implantación rápida de la RBU incondicional, donde desaparecería el Estado controlador, las personas receptoras dejarían de ser sospechosas permanentes de fraude, y donde se podían ahorrar gastos de funcionariado y de gestión en control obsesivo, así como otras ayudas que podrían dejar de ser solicitadas. La desaparición de este enorme aparato burocrático controlador es ya argumento suficiente, y la experiencia de otros países y regiones que la están poniendo en marcha demuestra que funciona. Sólo pensar en los multimillonarios rescates bancarios, nos daría algún que otro argumento.

La RBU incondicional es un suelo, no un techo. Un suelo de vida digna, que proporciona condiciones de vida suficientes, tiempo, libertad y oportunidades de desarrollo a las personas y libera al Estado de maquinarias inútiles. Nos conduce a una concepción del mundo donde lo que prima no es crecer, sino vivir bien. Nos sugiere que no es necesario acaparar y consumir sin freno, ni buscar mayores salarios ni productividades salvajes, y frena la máquina que nos lleva a la mayor crisis ecológica de la historia y detiene la mayor brecha de desigualdad en nuestro entorno en los últimos doscientos años. Son demasiadas ventajas posibles para no tratar de aplicarla con urgencia. Porque la sociedad del trabajo está virando y puede que podamos cumplir los sueños utópicos de desligarnos del trabajo como el hilo que conforma nuestras vidas. Puede que la productividad de la automatización y las máquinas conviertan en realidad lo que parecía distopía. Conviene intentarlo. Mucho que ganar, poco que perder y demasiadas amenazas al planeta y a la humanidad en su conjunto. En cualquier caso, desde un punto de vista ecológico, social y cultural, puede ser una de los pilares de otro mundo posible, que puede empezar mañana mismo.

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