Alguien oyó en la planta del edificio que acogía la Presidencia exclamar: «me está jodiendo el deal (en inglés de banca de inversión: negocio, operación beneficiosa).»

Eran los primeros días de mayo y las acciones del Banco que presidía aquel hombrecillo, delgado, con barba de dos días y mirada desafiante detrás de sus gafas redondas, se habían recuperado bruscamente.

Se había sabido que un inversor chileno, con agudeza especial para los negocios, había comprado el 3% de su banco y las acciones habían repuntado espectacularmente.

Al calor de la naturaleza especulativa que se le suponía al inversor, las acciones desplegaron un enorme atractivo para los compradores y subían sin parar.

El Presidente acababa de comunicar a los mercados, que el patrimonio de la entidad que presidía superaba los 10.700 millones de euros y en la Bolsa era posible comprar el Banco por 2.400 millones de euros días antes. La estrategia desplegada hasta ese momento, destruyendo el valor de los accionistas, había dado resultado, pero, repentinamente, la aparición de aquel inversor había hecho saltar por los aires tanto bulo, tanta mala noticia. Los empleados lo festejaban, el hombrecillo de las gafas redondas decía, que no había que alegrarse y que tampoco convenía hacerse eco de la buena nueva.

«Me está jodiendo el deal», retumbaba en la séptima planta del edificio en el madrileño barrio de Salamanca. El chileno pidió cita y el hombrecillo lo recibió. No encontraba forma de disuadirlo, porque el chileno había conocido los planes del banquero de inversión, conocía que el «deal» del que hablaba podía ser una oportunidad única para hacer una plusvalía elevadísima y a corto plazo. Pero el anuncio de su inversión, había pillado desprevenido al hombrecillo de las gafas de pasta. Su pico de oro no encontraba el camino para disuadir al inversor andino, un hombre victorioso en mil batallas al que un accionista también americano le había pedido que le acompañase en su aventura.

Su mente trazó rápidamente dos caminos, por un lado, despacharía a aquel inversor con displicencia indisimulada: «no sé qué has visto tú en el Banco, que no haya visto yo en estos meses…»; tremenda frase para un Presidente de un banco comercial que se basa en la confianza… A la vez, casi automáticamente, recuperó sus mecanismos de banquero de inversión, «acojonar me ha ido muy bien en la vida». Había que hacer algo más…, había que acojonar de verdad, la operación que perseguía desde su abrupta llegada al cargo, se le iba entre las manos.

El día 11 de mayo, aquel «máster del Universo», vicepresidente mundial de un banco que había pagado multas por 27.000 millones de dólares por sus infracciones en el mercado, decidió hacer rodar cuesta abajo el barril de cerveza, que cogió velocidad hasta despeñarse.

Sus comentarios a un periodiquillo confidencial ávido de sangre, que ponían en alerta al mercado por un supuesto riesgo de quiebra, no sólo consiguió reventar el valor de la acción, efecto perseguido, sino que provocó la desbandada de los depositantes, el más preciado tesoro de un banco. Se trataba de una profecía auto cumplida. «Piquito de Oro», como le conocían los que trabajaban con él hace 30 años, había puesto en marcha, otra vez, la máquina del miedo, levantando porquería, pero esta vez él estaba en el medio… Pero todo creía tenerlo controlado, para eso estaba el flamante despacho de abogados, el mismo despacho del beneficiario, el que tenía como socio principal en materia de fusiones y adquisiciones al hijo de aquel abnegado consejero que cubrió las espaldas del barón rojo, cuando la judicatura clavó sus miradas en él, por un problemilla de ocultación fiscal. Líneas defensivas, revisiones de contratos, salvamento del culo del rutilante banquero recién aterrizado y de su pandilla de amigos, para eso estaban los abogados, para protegerlo de lo que iba a hacer, para protégelo de si mismo.

«Me está jodiendo el deal» el inversor de los «cojones», que había acudido al calor de las brasas de la operación especulativa, que estaba preparando el hombrecillo delgado y mal encarado.

«Entiéndelo, sólo quiere cobrar su dinero y hacer la operación», justificaban sus acólitos. «Y todo esto de la aparición del chileno victorioso ha disparado los rumores de que se va a hacer una operación en la que los peces gordos se van a poner las botas.»

Un banquero de toda la vida reflexionaba en voz alta, «el hombrecillo de las gafas de pasta sabe de banca de inversión, pero no de banca comercial. No lo pudo hacer peor. Le pudieron las prisas y se cargó el Banco»; la cagó, decían los menos sutiles.

El barril de cerveza tomó velocidad, los depositantes se marcharon, las autoridades se «acojonaron», pero contra todo pronóstico, no dieron la liquidez que el hombrecillo precisaba y esperaba para culminar su operación… «¡¡No hay cojones a intervenirnos!!», se sigue oyendo como un eco en aquellos pasillos.

Fue demasiado, el banquero de inversión, que jamás había gobernado un banco comercial, «acojonó» a los humildes depositantes que, con su natural reacción, salieron corriendo y «jodieron el deal» del hombrecillo…

La pequeña anécdota es, que el Máster del Universo, piquito de oro, consiguió, que un competidor se quedase todo aquel patrimonio mil millonario por nada y que miles de empleados y accionistas viesen sus esperanzas frustradas para siempre.

El hombrecillo medita, en su casa andaluza, y se calienta con el humilde brasero, mientras que en la finca de 7 mil hectáreas que la rodean -que el hombrecillo había comprado con el dinero ganado en el monstruo americano culpable de las subprime-, el sol de invierno acaricia los olivos y las encinas, mientras los marranos esperan un mañana mejor que el de los empleados del Banco, que un día presidió el hombrecillo.

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