El odio fue un elemento central en la cultura nazi. Odio al diferente, al judío, al “parásito social”, al homosexual, al “vago”, al gitano y, en resumen, a cualquier forma de disidencia que no encajara con el modelo del “buen alemán” en todos los aspectos —cultural, social, racial y político— que el régimen había recreado y esculpido a través de una suerte de idealización de la pureza etnicista del espíritu alemán tradicional ajeno a todas las influencias externas. Pero también el odio fue un elemento fundamental en la movilización de una población que tenía que, llegado el caso, hasta participar en la eliminación de esos enemigos simbólicos que muchas veces ni siquiera conocía, como pasaba con los judíos, que muchos alemanes ni siquiera tenían como vecinos y con los que nunca habían tratado.

Poco a poco se fue incubando en una sociedad propensa a ese discurso y presa del terror infundado desde el poder para acallar cualquier forma de crítica, un clima antijudío nunca visto en la historia de Alemania y desconocido hasta para los antisemitas más acérrimos. Hitler mismo seguía clamando venganza por lo sucedido en 1918 -la derrota de Alemania a manos de los aliados-y la culpa de los judíos en el inmenso pero inútil sacrificio alemán durante la contienda de 1914-1918, seguida de la humillante derrota y la calamitosa revolución “bolchevique” y “judía” que aconteció después.

Proceso de adoctrinamiento colectivo del pueblo alemán

El caldo de cultivo para el gran ataque por parte del régimen contra los judíos se estaba preparando. Se estaba educando, en resumen, a la población no judía para aceptar lo inevitable y poner en marcha el exterminio. «Los judíos estaban cada más despersonalizados, obligados a evitar el contacto social y económico con los no judíos, alejados de la vida cotidiana de la ciudadanía y efectivamente reducidos a un anti-símbolo ideológico. La consecuencia de todo ello para la conformación de la opinión popular fue menos la creación de un odio dinámico que una indiferencia fatídica hacia el destino de la población judía. Cuanto más se alejaban los judíos del “mundo real” de la vida diaria, más aparente era la indiferencia de la población no judía. El relativamente tranquilo curso de la política antijudía en los años previos a la guerra reflejaba una esfera ideológica de la política nazi —el objetivo utópico de la “eliminación de los judíos”— que tenía una aprobación amplia y apenas ningún rechazo, principalmente porque casi no tocaba en ningún sentido las experiencias diarias de la inmensa mayoría de la población», aseguraba el historiador Ian Kershaw al referirse a este momento histórico.

De la misma forma y en idéntica dirección el profesor Jeffrey Herf señalaba que «la lectura más plausible de la evidencia es que una minoría fanática (aunque no una minoría pequeña), incluida o girando en torno a las principales organizaciones del partido nazi quedó completamente convencida por la propaganda radical de que los judíos eran responsables de la guerra y de que estos fanáticos estaban rodeados por una sociedad en la que ciertas formas de antisemitismo estaban perfectamente extendidas».

Entre 1933 y 1938, ya con los nacionalsocialistas monopolizando todas las instituciones y espacios de la sociedad alemana, el discurso antisemita, hasta en sus formas más populares, se extendió por toda Alemania atizado por al aparato de propaganda nazi y los líderes del partido. Ya en abril de 1933 se había puesto en marcha, alentado por el propio gobierno, una jornada de boicot a nivel nacional de las tiendas judías, aunque la respuesta del público fue más bien fría. Pero los nazis sabían que había que seguir con la presión hasta que toda la sociedad acabara sucumbiendo y aceptando la introducción gradual y paulatina de una cascada de medidas antisemitas que llevarían al total ostracismo a la comunidad judía alemana.

Así llegamos al año 1938, en que los nazis tras cinco años ejerciendo el poder más omnímodo que nadie antes había tenido en Alemania han acabado con toda forma de disidencia, han cerrado las instituciones democráticas y han eliminado a sus oponentes -muchos de ellos físicamente-. Se estaba gestando el gran ataque a los judíos, la sociedad ya había sido adoctrinada para aceptarlo sin rechistar y Hitler sabía que la comunidad internacional no haría nada para evitarlo. Si Francia, Inglaterra y los Estados Unidos no habían hecho nada para defender los Sudetes en Checoslovaquia, que Hitler se había anexionado en octubre de 1938, ¿por qué iban a hacerlo por un puñado de judíos alemanes indefensos y desarmados?

La chispa que encendió la matanza

«El ataque lanzado contra los judíos a escala nacional, conocido como la “noche de los cristales rotos”, (“Kristallnact”), el 9-10 de noviembre de 1938 comenzó en París el 7 de noviembre, cuando un judío polaco de 17 años, Herschel Grynszpan, disparó contra un oficial de baja graduación (Ernst Vom Rath), en la embajada alemana. El motivo de semejante acto era, en parte, que sus padres, en otro tiempo residentes en Alemania, habían sido deportados de este país. La deportación de los judíos de nacionalidad polaca se vio acelerada cuando este gobierno invalidó los pasaportes de los ciudadanos polacos residentes en el extranjero si no se les ponía un nuevo sello. En respuesta a la medida, el 26 y 27 de octubre de 1938, Himmler ordenó detener y deportar a todos los judíos polacos. Los nazis utilizaron estas deportaciones para desembarazarse de los judíos que llevaban varios años viviendo en el país, pero no habían obtenido la ciudadanía alemana, y el 7 de noviembre el joven Grynszpan decidió vengarse», escribía al referirse a este episodio el profesor Robert Gellately.

Pero el asunto ya venía de antes, tal como relata el periodista Jorge Peirano: «Grynspan le proporcionó la excusa y el momento, pero el proyecto ya venía desarrollándose solapada y dosificadamente desde enero de 1933. Desde que fuera nombrado canciller por el presidente Hindemburg, Hitler había empezado la expulsión de todos los puestos sociales, culturales, científicos, industriales, comerciales y administrativos de los judíos y otros ciudadanos alemanes considerados «inferiores». Su crimen era no pertenecer a la raza aria, una «raza superior» desde el punto de vista del Tercer Reich. Paradójicamente, el propio Hitler no era alemán de origen y la mayor parte de miembros no militares de su Gobierno eran enfermizos o sociópatas. El resultado fue la expulsión de más de 200.000 ciudadanos alemanes «no arios», incontables asesinatos y la confiscación de bienes de todo tipo en beneficio del Reich».

Tras el atentado del joven polaco contra el diplomático, los acontecimientos se fueron sucediendo en cadena y sirvieron como la mejor coartada para que los nazis desataran la mayor “cacería” contra los judíos alemanes ante la pasividad internacional y el silencio interior en el seno de una de las dictaduras más brutales de la historia de la humanidad. El funcionario de la embajada alemana no murió en el momento del atentado y los líderes nazis utilizaron este acto para lanzar a las hordas enfurecidas contra las instituciones, negocios y viviendas judías. En todo el país se produjeron ataques contra intereses judíos en “respuesta” al ataque al diplomático alemán, asunto que fue sobredimensionado e incluso presentado como “asesinato” en los medios alemanes incluso antes de producirse la muerte, que se aconteció unos días después.

Casi todos los dirigentes nazis se encontraban en Munich celebrando el aniversario del Putsch de la Cervecería de 1923 cuando llegó la noticia del atentado y posterior muerte del atacado. Hitler dio, al parecer, el permiso a Joseph Goebbels para que procediera a los ataques en todo el país contra la población judía, pero sin sobrepasarse y procediendo a la detención de miles -unos 20.000- prominentes judíos. La Gestapo y la policía debían quedar al margen, mirando cómo se producían los ataques “espontáneos” del “pueblo alemán, y permitiendo la destrucción de los bienes judíos. Tanto Reinhard Heydrich como Goebbels, Hitler y otros líderes del partido estaban al tanto de las acciones llevadas al cabo entre el 9 y el 10 de noviembre de 1938, y habían dado instrucciones a la cuerpos policiales y a los tribunales de justicia para que no tomaran acciones contra los responsables de los actos perpetrados en esos días. Los alemanes pasaban a la acción la maquinaría criminal del Holocausto se había puesto en marcha; ya nada la detendría hasta la derrota de Hitler y su posterior suicidio.

En un informe oficial acerca de estos acontecimientos, Hiedrich informó a Göring el 11 de noviembre de 1938, basado según sus propias palabras en concreto, que había sido detenidos 20.000 judíos, 36 habían muerto y 36 otros habían resultado heridos de gravedad. Según Gellately, los detenidos podrían haber llegado a los 30.000, los muertos al centenar y también se produjeron entre 300 y 500 suicidios a raíz de estos hechos y del clima de persecución antisemita que ya se había extendido por todo el país.

Los sucesos de “la noche de los cristales rotos” fueron un punto de inflexión en la Alemania nazi, en el sentido de que los nazis habían decidido pasar a la acción tras años de atizar el discurso antisemita en los medios, las escuelas, las universidades y, en general, en todos los actos públicos. Hasta los sucesos de noviembre de 1938 los nazis habían llevado a cabo acciones de boicoteo de los negocios judíos, actos intimidatorios, medidas políticas y judiciales con el fin de aislar a los hebreos y exhibían un discurso antisemita feroz y brutal, pero “la noche de los cristales fotos” fue más allá y dio rienda suelta a lo peor que llevaba el nazismo en su interior.

Quizá miles de alemanes, llevados por cinco años de exposición al odio, participaron en estos actos. Se daba una nueva vuelta de tuerca y comenzaban las deportaciones de judíos hacia los campos de concentración sin que nada ni nadie -tanto dentro como fuera de Alemania- fuera a hacer nada por evitarlo. La broma macabra y la nota final a estos acontecimientos la puso el propio régimen nazi cuando impuso a la comunidad judía alemana una multa de mil millones de marcos para pagar los daños y perjuicios sufridos, a la que fueron obligados a contribuir obligatoriamente todos los judíos alemanes. A la crueldad exhibida por los nazis, cuando no por toda Alemania, se le venía a unir el carácter grotesco de la ignominiosa multa.

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