Hablar de Georges Bataille (1897-1962), todo un teórico de la transgresión, es hablar de una estética del exceso no apta para todas las sensibilidades. En sus ensayos El erotismo (1957) y Las lágrimas de Eros (1961), Bataille reflexiona sobre las oscuras relaciones entre la experiencia erótica y la muerte. A ver si me las apaño para resumir en cuatro palabras una de sus tesis centrales: digamos que durante la mayor parte de nuestra existencia vivimos encadenados a nuestra identidad individual y a su continuidad en el espacio-tiempo, pero existen ciertos instantes en los que experimentamos un fogonazo de discontinuidad que nos libera de la tiranía del devenir, en un inefable “salir de nosotros mismos”. Estos momentos son: a) el orgasmo, b) el arrebato místico (que Bernini, de hecho, hace equivaler plásticamente al orgasmo: ahí tenéis el Éxtasis de Santa Teresa); y, por último, c) el paso a la discontinuidad definitiva de la existencia, o sea la muerte. De esta forma, Eros y Tánatos se nos revelan estrechamente entrelazados. Es muy elocuente que los franceses llamen al estado posterior al orgasmo la petite mort, “la muertecita”, aunque eso de ponerle un diminutivo cariñoso a la Parca parece más cosa de mexicanos que de franceses.

Gran parte de la obra de Bataille, tanto ficción como ensayo, gira en torno al inquietante parentesco entre el amor y la muerte. Le fascinaban gran variedad de temas escabrosos y sangrientos: los sacrificios humanos (cuenta una leyenda urbana que estaba empeñado en organizar uno, como si de una merendola se tratase, con sus colegas de la revista Acéphale), las novelas de Sade, el vudú… y la tauromaquia.

Bataille no fue el único extranjero en caer bajo el hechizo de los toros al descubrir en la fiesta nacional el fósil de un sacrificio atávico. Hubo a lo largo del siglo XX un puñado de intelectuales y artistas guiris, ajenos a la familiaridad con que los españoles vemos el espectáculo, que quisieron encontrar en la corrida una mezcla cautivadora de violencia y erotismo. Baste mencionar a Ernest Hemingway, Jean Cocteau, Ava Gardner u Orson Welles. Al cineasta nipón Nagisha Oshima le encantó el doble sentido que tiene en castellano la palabra “corrida”; el título japonés original de El imperio de los sentidos (1976) es Ai no corrida, literalmente “La corrida del amor”. Este clásico del cine erótico (¡ojo: spoiler!) recrea una faena tan memorable que no puede acabar sino con la concesión del rabo. En Miroir de la tauromachie (1938), el heterodoxo antropólogo Michel Leiris, muy amigo de Bataille, interpretó la danza entre toro y torero en términos puramente sexuales: el balanceo de una serie de pases, bien pegados los cuerpos sudorosos de matador y morlaco, como los movimientos del coito; la estocada fatal, la penetración; el último espasmo del animal, el orgasmo. Ni que decir tiene que los grandes entendidos patrios, señoritos en plan Cossío o Díaz-Cañabate, se llevarían las manos a la cabeza al oír a aquellos gabachos retorcidos decir tales guarrerías sobre el arte de la lidia.

013 Un chien andalouUn acontecimiento que marcó a toda esta generación de voyeurs de la ultraviolencia fue la muerte de Manuel Granero en Madrid en 1922. Aquella tarde Hemingway y el propio Bataille estaban en la plaza (no Las Ventas, sino la desaparecida de la Fuente del Berro, donde hoy se alza el Palacio de los Deportes). Pocapena, un toro “pegajoso y burriciego” según los cronistas de la época, enganchó al diestro y le atravesó el cráneo de una cornada, entrándole el asta por el orbicular derecho. Años más tarde, Bataille reelaboró el suceso, convirtiéndolo en una de las escenas cumbre de su espeluznante novelita erótica Historia del ojo (1928). De este escritor, que absorbía como una esponja las vanguardias literarias de su tiempo, se podría decir que era un surrealista sin carné; el motivo del ojo, a la vez objeto y sujeto de la visión, le obsesionaba. El ojo es la herramienta del mirón, y a la vez es un cuerpo insólito: esfera acuosa que se mueve furtiva, fuente de belleza y grima (a la sazón se estaba cociendo en el magín de Dalí y Buñuel la famosa escena que abre El perro andaluz). Distintos entes circulares, avatares del ojo, reverberan en una sucesión de ecos y se retroalimentan con sus presencias en el pasaje de Bataille que nos ocupa: el ruedo, redondel de albero; el disco del sol, símbolo del animal como monstruo solar, como bestia fálica ancestral del imaginario mediterráneo. El acto de la penetración (el pitón que le vacía la cuenca del ojo) coincide con la muerte del torero y con el orgasmo de la protagonista, Simone, que, una más entre el público, se ha metido en el coño una de las criadillas crudas del primer toro de la tarde. Glándulas ovoides, nacaradas, veteadas de capilares, cuyo aspecto y textura recuerdan al globo ocular: como el ojo que, en un correlato perfecto, en ese mismo momento se desprende de la órbita de Granero. Ya os lo había advertido: el erotismo de Bataille es transgresión, es exceso, es horror.

Por cierto, ¿alguien sabe si sigue en el Museo de Cera de Madrid la escena de la cogida de Granero? Estaba en la sección de cosas sangrientas y pavorosas, no muy lejos de los empalamientos y de las torturas de la Inquisición. Recuerdo que de pequeño me impresionó mucho, y no era para menos: un estafermo sangrando profusamente con el céreo cuerno del toro clavado en el ojo. Hace muchos años que no voy al Museo de Cera, y tal como anda la opinión pública con esto del toreo no me extrañaría que hubieran retirado a Granero, como hicieron con Marichalar y la Pantoja.

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