Han sido muchas noches solitarias tratando de desentrañar el significado oculto de sus palabras, unas palabras que surgían de una voz cavernosa y que presentaban imágenes aterradoras de una realidad que no podía ser como la de Platón porque los personajes y las situaciones que él evocaba estaban frente a nosotros, aunque no los quisiéramos ver. «He visto el futuro, hermano. Es un crimen», escribió una vez que caía el muro en Berlín y el mundo ya no volvería a ser ese lugar ordenado, partido en dos, pero previsible al cabo. Allí se veían las vejaciones a las mujeres, a Charlie Manson o se solicitaban los abortos con tal de evitar que hubiera nuevos seres que perecieran en ese confuso mundo que empezaba a nacer… En tanto que el viejo hombre y la vieja mujer blancos seguían bailando.

Pero eran noches que se iban en el ritmo del baile que concluía en el fin del amor. Entonces no sabía muy bien si ese final no estaba ligado a ese ser trascendente que nos enseñaron nuestros padres y que nosotros hemos querido abandonar, ese dios con letras minúsculas o mayúsculas que era al cabo la sublimación del amor humano, como proclamaban nuestros poetas místicos, aunque Leonard no parece que los hubiera leído. Es igual.

La suya fue una larga historia de amor que tenía muchos nombres: Marianne -«So long…»-, Suzanne -esa señora del puerto que sostenía un espejo en tanto que los niños se alineaban- o aquella enigmática amiga dura de oído y que contestaba lo primero que le venía a la cabeza y a la que dedicaría su «Joan of Arc». No, de Joplin no deberíamos hablar de amor, fue más bien sexo oral mientras que las limusinas recorrían las calles de Nueva York.

Hay algún momento en que ya no era tanto el amor físico sino el espiritual. Quizás esa frontera estuviera en «Lover, lover, lover…», cuando pedía a su Padre que cambiara su nombre, porque ya estaba avergonzado de llevarlo. Quizás fuera en otro momento, pero se sumergiría tanto en ese mundo espiritual que Dylan dijo que sólo escribía oraciones. Lo cierto es que nunca dejaría de hacerlas y que su último disco no es sino una larga plegaria dirigida a todos los dioses que le acompañaron durante su vida, pidiendo a ese Jesús «roto, antes de que se rasgaran los cielos», de Suzanne, que hiciera un pacto entre el amor de éste y el de Leonard, en una suerte de reconciliación entre el Viejo y el Nuevo Testamento. Volviendo a «The Future», él era el pequeño judío que escribió la Biblia.

Y Leonard atravesó su vida sin decirle no a nada. Bebió lo que se le puso por delante, tomó las drogas que quiso, experimentó con las religiones más diversas, visitó muchos países y deleitó a muchas gentes con un tono cada vez más profundo, moderado por la suavidad de Sharon Robinson y las Webb Sisters. Claro que él había nacido con el don de una voz de oro y vivía en la Torre de la Canción.

No podía interpretar sin sentir lo que decía, no era capaz de cantar «Marianne» como quien lee de corrido un artículo de prensa. “Volveré cuando esté preparado”, dijo en una ocasión. Y si no funciona les devolveré el dinero. Cuando salió de nuevo al escenario cantó deshaciéndose en lágrimas y su público lloraría con él.

Fue un hombre elegante y digno. Siempre había vivido dentro de un traje, desde que su padre tenía una sastrería. Se entregaba en sus conciertos de tal manera que ni él ni los asistentes queríamos que acabaran jamás. Como un padre que despide a sus hijos después de una celebración familiar, Leonard nos decía que tuviéramos cuidado al dirigirnos a nuestras casas, que condujéramos bien, que nos protegiéramos a nosotros mismos… ya que él no nos podría acompañar en ese caso. Le pasó en algún lugar de Francia -creo-, que invitó a todo el público de su concierto a que le acompañara a su hotel, originando un follón morrocotudo. Se supone que nunca más volvió a cometer ese error.

De ese su tiempo vivido que fue también un poco el nuestro porque quiso compartirlo con nosotros, Leonard también extrajo su punto de remordimiento. «Ahora que estoy limpio y sobrio, dime si me querías entonces. Amen, que así sea», cantaba en el disco «Popular Problems», el primero de los que formaron su triada final.

Es seguro que su dios también le quiso, como le quisimos nosotros. Porque Leonard ha sido para muchos el más grande: supo ser el más cercano sin dejar de ser el más alto, un señor de la poesía y la canción, ese amigo que como Suzanne nos invita a tomar ese té con un regusto a naranja mientras te coge de la mano y te invita a escrutar los mundos en los que los muros tienen hasta grietas por las que pasa la luz.

Una luz maravillosa que es su legado. Y ahora que se ha ido nos cabe recordar su canción, todas sus canciones, en especial la que era como tantas otras una oración: «Si fuera tu voluntad, haz que termine esta noche». Para él ya ha concluido. Y la luz le iluminará para siempre.

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