Si la ironía es una «expresión que da a entender algo contrario o diferente de lo que se dice, generalmente como burla disimulada», según la RAE, ¿cómo distinguir una ironía de una cosa dicha directamente, sin ambages, sin rodeos, así, la sinceridad a tope? Se supone que por el contexto, el emisor, el receptor, en definitiva, todo esto que llamamos comunicación.

«Estaría bien un nuevo reality show donde los concursantes sean cocainómanos. ¿Os imagináis a la presentadora?… diciendo… ¡Aspirantes!»

Bien.
Pero ¿qué pasa si no se pilla la ironía? Que entonces alguien cree que lo que dices lo dices en serio y no como burla disimulada. Y entonces comienzan a juzgarte, calificarte, etiquetarte en función de algo que has dicho pero que no debería tomarse al pie de la letra, sino con segundas intenciones de esas letras, con tono burlón, con ironía.

«Le preguntan a la infanta que si está nerviosa. A ver, chicos de la prensa: tenéis que hacerle preguntas fáciles».

Reconozcamos.
Cuesta entender a veces la ironía. Es más que frecuente que el que la practica con sus semejantes no la reconoce cuando la recibe en dirección contraria. Porque la ironía pilla por sorpresa, como el humor, y de ahí viene la risa, la gracia, la sensación de incapacidad lógica que deviene en carcajada.

«Stevie Wonder nos enseña que a más ciego mejor piñata.»

Ya.
Pero es que hay gente muy empeñada en no ver esa ironía, tan evidente para el que la emite, escribe, razona, promulga. Tan evidente también para multitud de receptores que no sólo entienden sino que disfrutan, gozan, se relamen con este tipo de artificio comunicativo.

«-Soy un torbellino del amor.
+Bueno, eres más una ciclogénesis imperfecta.»

Entonces.
Esa gente, que a veces tiene poder o medios o amigos, pone el grito en el cielo, donde ponemos todas las cosas que exagerar, donde se ponen los dogmas, las constituciones, la santidad. Y echa sobre ti, que vas de agudo, de ingenioso, de divertido cómico de la legua, toda la ira divina que pueda arrojar un sistema justificándose a sí mismo.

«Bertín engordaba porque retenía líquidos».

Da igual.
No valdrá para nada lo que digas en tu defensa (casi es peor defenderse, porque es como aceptar la necesidad de un juicio). Lo que expliques con palabras, con educación, con verdadera naturaleza sana. Déjalo. Tú dijiste eso. ¿Lo dijiste con ironía? ¿Qué ironía? ¿Qué es eso de la ironía? ¡Ah! Que eres humorista… ¡Haber empezado por ahí!

«Los estreñidos tienen el culo de atleta: hacen muchos nulos».

Nada.
No vale tampoco. Ser humorista es incluso peor. Porque entonces te acusarán de lo único que realmente puede hacerte daño. De no tener «ni puta gracia». Y eso no. Por ahí sí que no deberíamos pasar.

«Leonard Cohen, Emma Cohen. ¡Están los hermanos Coen temblando!».

Paso.
De tus leyes, paso. De tus sermones, paso. De tu forma de mirarme, paso. De tu modo de vida, paso. De tus valores, paso. Pero por ahí no paso. Me has demostrado de sobra que eres tú el que no tiene «ni puta gracia», porque no pillas la ironía y la ironía es lo que realmente nos lleva al cielo, al cielo de la inteligencia, de la evolución, de la creatividad, de eso que llamamos «humanidades», de eso que llamamos «El Logos».

La ironía, como el humor, es algo sano. Perseguir a quienes lo practican, el fin del Mundo.

Hay que empatizar más. Empatizar es ponerse en el lugar del otro. Lo que en el PSOE llaman hacer un «susanadíaz».
La ironía…

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