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La seducción es una novela inquietante, tanto como la realidad al filo de la navaja que siempre nos presenta el escritor José Ovejero en sus propuestas narrativas. Su nuevo trabajo, publicado por Galaxia Gutenberg, indaga en ese poder ignoto que tiene la pulsión de las pasiones más primitivas del ser humano. Excitación, riesgo, atracción, poder… Sentimientos tan apegados a nuestro más profundo ‘yo’ que el escritor madrileño vuelve a plasmar en una historia absorbente y perfectamente delineada de principio a fin.

 


 

Con esta nueva novela confirma su idilio con la recreación literaria de la intimidad cotidiana atravesada de actos de violencia. ¿De qué modo se siente a gusto en esta temática y por qué?

En mis novelas hay dos grandes ciclos que discurren en paralelo: novelas más amplias, con gran número de personajes, con un estilo más complejo, como La comedia salvaje o Los ángeles feroces, por un lado; y por el otro, novelas intimistas, que se desarrollan en espacios reducidos y con pocos personajes, como Nunca pasa nada, La invención del amor, o ésta. La violencia está presente en algunas, pero no en todas. Donde sí hay una continuidad con La invención del amor es a la hora de indagar en el poder de la imaginación; si en esa novela el eje central es cómo imaginar, inventar, nos sirve para enamorarnos, en La seducción me interesé por cómo la imaginación también puede llevarnos a la catástrofe, a fantasías que no son creadoras, sino destructivas.

“Ariel es una versión feroz de mí mismo, y no coincidimos en todo. Sí coincidimos en que no concebimos la escritura como un ejercicio monacal”

 

Si permite la apreciación, más que La seducción, su novela debería haberse titulado Las seducciones, ¿no cree? ¿o más bien hay una gran seducción que las agrupa a todas?

Hablando con otro periodista hace poco le dije precisamente que me parecía que el título debería haber sido Las seducciones, en plural, o sea que coincidimos en eso. Lo que sucede es que un escritor a menudo, al terminar la novela, aún no sabe muy bien lo que ha escrito. Y fue más tarde cuando me di cuenta de que, aunque hay una seducción central, en realidad hay otras también muy presentes. Y además, incluso esa seducción central es doble. David seduce a Ariel para que secunde sus planes, y Ariel seduce a David para sentirse importante, escuchado, admirado. Y luego, claro, tenemos otra seducción de corte más tradicional, ese juego de Alexandra con Ariel, cuyo objetivo tardamos en entender.

 

A modo de entradilla periodística, las primeras frases de las novelas encierran en la mayoría de los casos la resolución al enigma de toda la obra. ¿Ocurre en cierto modo aquí también en La seducción?

Yo no diría que la primera frase resuelve el enigma, pero sí da el tono de la novela y anuncia un conflicto, y una catástrofe indefinica. Es decir, no es algo tan concreto como el famoso inicio de Crónica de una muerte anunciada: “El día en que lo iban a matar…”, pero sí establece una dirección, nos dice que algo va a salir mal: “Ahora, cuando por su culpa acabo de echar a perder mi vida, me doy cuenta de que nunca he querido a David.”

 

Cuando se pone manos a la obra con el primer folio en blanco, ¿sabe qué va a ocurrir en su novela de principio a fin, o sus personajes le dan un bofetón y salen volando a su antojo?

Suelo empezar mis novelas sin tener una idea precisa; parto de una escena, de una situación. Y comienzo a desarrollarla. No es que se me rebelen los personajes, como se suele decir, es que a medida que avanzo voy conociéndolos mejor y descubriendo sus posibilidades. Y después de una fase de escritura casi por libre asociación, suele suceder que me detengo, examino lo escrito, y comienzo a pensar hacia dónde podrían ir esas historias, qué estructura me sugieren. Por ejemplo, al escribir la primera frase mencionada más arriba, sé que va a ocurrir algo, que las cosas van a salir mal, pero aún no sé cómo. Parto, entonces, más de una intuición que de un plan.

“En la perversión suele darse una cosificación del otro, y una destrucción, real o ritual”

 

Ariel es un escritor en crisis que necesita arriesgar y vivir la vida de cerca, no virtualmente. No es usted, claro. ¿No?

Ariel es una versión feroz de mí mismo, y no coincidimos en todo. Sí coincidimos en que no concebimos la escritura como un ejercicio monacal, que no construimos nuestros mundos desde la biblioteca. Ariel y yo necesitamos salir, experimentar, pelear, y luego, al volver a casa, es cuando nos ponemos a escribir. Primo Levi decía que un escritor debía tener otro oficio, es decir, salir de sus libros y enfrentarse a realidades diferentes de las literarias. Hay autores que afirman que para ellos la literatura es más importante que la vida, que viven más intensamente en los libros. Me parece una triste confesión de impotencia.

 

“La vida es muy corta para pasarla leyendo tonterías grandilocuentes”, dice su protagonista. ¿Puede hacerme una selección imperecedera para llevar a una isla desierta?

Yo a una isla desierta preferiría llevar papel y bolígrafo, pero si tuviese sitio en el equipaje, me llevaría también los sonetos de Quevedo, la poesía de Szymborska, algún drama de Shakespeare, Submundo, de DonDelillo, y sería la oportunidad de leer por fin con atención el Ulises. (Ah, por asociación: la Ilíada y la Odisea). Es decir, todos ellos libros que se pueden leer varias veces y descubrir cosas nuevas en cada ocasión (y sí, claro, por supuesto, el Quijote pertenece a esa categoría).

 

Todos sentimos una irrefrenable atracción hacia las distopías vía literatura en mayor o menor grado. ¿Por qué?

No estoy seguro de que eso sea así. En España, el género distópico no vende –salvo que sea una producción de Hollywood–. Los novelistas españoles, cuando publican distopías, tienen menos lectores. Cuando estaba escribiendo Los ángeles feroces me advirtieron de que sería así, y tuvieron razón. Y no sé por qué. A mí la literatura distópica me parece muy enriquecedora porque, aparte del ejercicio de imaginación que supone, del juego al que invita al lector, sirve también para repensar, no el futuro, sino el presente.

 

Entre la seducción, la atracción y la perversión se ocultan finas líneas divisorias. ¿Por qué nos empeñamos en mezclarlas a lo loco?

La atracción es una reacción biológica que se da por sí misma; sin atracción no habría reproducción. En la perversión suele darse una cosificación del otro, y una destrucción, real o ritual; el placer que siente el perverso está asociado a esa destrucción. La seducción es más compleja, porque implica un juego, un combate de voluntades; el seducido sabe que lo está siendo, pero acepta jugar; es un juego del que puedes retirarte, un juego también de espejos en el que ser seducido significa sentirse seductor (porque al seducirte se te da la impresión de ser interesante, valioso). Cuando Cordelia, la joven del Diario de un seductor de Kierkegaard, se deja atraer por Johannes, al hacerlo se siente importante, digna de deseo, y aunque es consciente de que el otro juega con ella, le merece la pena el juego. Donde se mezclan seducción y perversión es cuando el seductor tiene como objetivo la destrucción, a veces moral, del otro, como sucede en algunas obras de Sade y de Bataille.

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