Pascal advertía que si no actuamos como pensamos terminaremos pensando como actuamos y, como consecuencia, nuestro pensamiento se convierte en un banal e interminable pretexto. Es como si situamos la diana después de lanzar la flecha en el lugar donde cayó el dardo para de esta manera no errar nunca el blanco. La hipocresía como razón de Estado e instrumento de vertebración social es una pandemia que maltrata la plenitud pública y privada.

Ello ha supuesto, en todos los intersticios de la sociedad, una pérdida de trascendencia, un pragmatismo de lo vulgar y mediocre que contradice la idea de Adler, el descubridor del complejo de inferioridad, de una sociedad proyectada hacia la eternidad, sub especie aeternitatis, que estima que todo acto debe tener por fin la salvación o el bienestar de la colectividad. Esta abolición de la existencia como decantación plástica de una ideología, de un valor o un principio ha propiciado que a nivel privado y público se haga lo que no se dice y se diga lo que no se hace.

Por tanto, a nosotros gente de la calle, de tres al cuarto, en expresión de Ortega, se nos asigna el papel de seres pensados, interpretados, como lo concibió Heidegger, en ese espacio mediocre que conlleva la necesidad patológica de buscar la aceptación social mediante la uniformidad. Es por ello que la malversación de la moral de la vida pública, la hegemonía cultural y social de las clases dominantes vaya sobreviviendo como una naturaleza imposible de arrancar y que la resignación cívica siempre acabe aceptando que lo peor es la verdad.

La hipocresía y el cinismo, travestidos engañosamente en pragmatismo y estrategia, junto a la permanente suplantación de la astucia por la inteligencia, convierten el escenario social y público, la vida política y la privada, en una prestidigitación trilera donde nada es lo que aparenta. Y esta es la corrupción más grave que se puede dar: la corrupción del imaginario colectivo y los resortes culturales de una sociedad, donde se pretende que el modo de vida sea la insinceridad y lo inauténtico la obligada argamasa de la cohesión social. En definitiva, la falsedad como realidad.

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